Por Mili Rodríguez Villouta*
“Me hundiré con todas mis banderas al viento”, escribió Virginia Woolf en su diario, dos días antes de morir. En 1941, en plena guerra, se lanzó al río Ouse dejando su caña de pescar clavada en la arena. Sesenta y dos años después, la pelirroja Nicole Kidman ganó el Oscar poniéndose en los zapatos de la gran escritora británica. En su nuevo rol, Kidman –con nariz artificial y todo– parece a punto de escribir Las Olas.
El film cuenta las historias de tres mujeres que tienen como nexo el libro de Virginia Woolf La señora Dalloway. Y uno de los mayores desafíos de la tensa Nicole Kidman (también llamada “La dama de Hielo” o “Hielo que quema”) ha sido mostrar el encanto de Virginia Woolf, esas ráfagas de diversión que la iluminaban en los buenos días y hacían que sus amigos la adoraran.
Hoy 28 de marzo de 2022 se cumplen 81 años de su fallecimiento.
Virginia Woolf, el origen
Hija de un notorio intelectual, Sir Leslie Stephen, Virginia Woolf nació en 1882. Nunca fue al colegio, pero fue educada por un gran elenco de institutrices europeas. Creadora y máxima figura del grupo de Bloomsbury, se casó sin amor con Leonard Woolf, que la admiraba.
Antes de la boda, le escribía con una franqueza cruda: “Yo me digo: de todas maneras serás muy feliz con él y tendrás su presencia; tendrás hijos y una vida activa gracias a él. Pero luego me digo: Dios mío, yo no quiero enfocar el matrimonio como si fuera una carrera… Además, la violencia de tu deseo a veces me irrita… A veces me siento medio enamorada de ti y te quiero junto a mí y que me conozcas a fondo; en cambio a veces me muestro reticente y salvaje. Me he dicho que casándome contigo lo conseguiría todo, pero… ¿acaso lo sexual es lo que nos separa? Como te dije, no me atraes físicamente. Hay momentos, cuando me besaste el otro día, por ejemplo, en que tengo la impresión de ser de piedra”.
Pero Virginia quería casarse: el año anterior había dicho que sí a la propuesta de Lytton Strachey, un escritor que al día siguiente se desdijo. Strachey siempre la había impresionado por su energía, su dandismo y sus éxitos literarios. El atractivo escritor (que durante un período fue amante de la pintora Dora Carrington) resultó ser homosexual.
Su poco entusiasta matrimonio con Leonard fue un acierto. Leonard Woolf escribió sobre ella: “Era uno de los pocos genios que he conocido. Creo haberme encontrado con dos genios durante mi vida. Uno fue George Moore, el filósofo; el otro, mi mujer. Creo que fue un genio porque ella tenía una manera totalmente natural de pensar, de hablar y de considerar las cosas y la vida, y tenía también, en muchos momentos, una visión nada corriente”.
Wool fue siempre el primer lector de sus libros y la cuidó de su “mal oscuro”. Virginia fue diagnosticada como maníaco depresiva y tuvo cuatro grandes crisis en su vida. Sin contar con su primer salto al vacío: lo protagonizó a los seis años, cuando murió su madre y ella se lanzó desde una (baja) ventana. Fue una suicida precoz.
El Bloomsbury
El grupo Bloomsbury, creado y dominado por los Woolf, se llamó así por el barrio colorido y bohemio al que se cambió la familia de Virginia (entonces Stephen) que venía de la zona más fina de Londres, el Hyde Park Gate, en el clásico Kensington.
El Bloomsbury era un grupo pro-izquierdista refinado. Un red-set. Se reunían en el número 46 de Gordon Square y entre ellos estaban Lyton Strachey (escritor), E.M. Forster (escritor), Mynard Keynes (economista), Duncan Grant (pintor), Desmond McCarthy (crítico).
A ellos se sumarían el pintor y crítico Roger Fry y la pintora Dora Carrington. Y otros escritores como Katherine Mansfield y el ácido T.S. Elliot.
Además, Virginia y Leonard crearon juntos la Editorial Hogarth Press. Bajo su firma publicaron no sólo las obras completas de la pareja sino la de T.S. Elliot y compañía. Leonard escribía sobre historia y geografía y en el Partido Laborista era un político de segunda fila, pero insistente.
El único fracaso de la editorial fue dejar pasar el Ulyses, de James Joyce, la adictiva novela donde Joyce inventaba (en verdad, al mismo tiempo que Virginia) el monólogo interior y la “corriente de conciencia”. Una novela que se aventuró en las tinieblas exteriores de la literatura.
A Virginia le parecía que el escrito de Joyce estaba “plagado de indecencias” y dejó que se perdiera en el desorden de los originales impublicables. Aunque la propia Katherine Mansfield (escritora a quien Virginia guardaba una peligrosa envidia) lo hojeaba de vez en cuando y encontraba que tenía “algo”.
Era divertida la editorial de los Woolf. Como funcionaba en su propia casa, en el living se encuadernaban los ejemplares, en la cocina se recibía a los clientes, en otra habitación se almacenaban las ediciones y se deliberaba con los autores, etcétera. Y aunque llegó a ser una gran editorial que sobrevivió a los Woolf, ellos jamás la imaginaron como una verdadera empresa.

Dinero y cuarto propio
Pero Virginia Woolf pasó a la historia cuando se hizo feminista (no de barricada, sino de salón), al escribir su tesis sobre “el cuarto propio”. Para ella, el tema de la guerra estaba vinculado a la situación de subordinación de las mujeres y al liderazgo exclusivamente masculino del mundo.
Un lector le había preguntado: ¿cómo evitar la guerra? Y ella, luego de meses de reflexión, respondió que cambiando radicalmente el papel de las mujeres en la sociedad.
“La independencia intelectual depende de cosas materiales –escribió–. La poesía depende de la libertad intelectual (…) Por eso he insistido tanto en la necesidad de tener dinero y un cuarto propio”. A partir de entonces, fue considerada la más brillante panfletista de Inglaterra. Pero en su diario escribía: “Soy, fundamentalmente, una extraña. Mi mejor trabajo lo hago acorralada contra la pared. Pero es difícil escribir contra la corriente sin mirar la corriente”.
En La señora Dalloway, Virginia muestra el party, esa estirada institución londinense, como una ceremonia a veces explosiva (cualquiera se ofende y termina una delicada conversación estrellando una silla contra una ventana, por ejemplo). En el party se lucen unos personajes un poquito patéticos: aristócratas pobres, filántropos que aman a la humanidad pero no soportan al ser humano que tienen al frente. A todo eso lo llama “la conciencia party“.
Woolf fue una escritora valiente y experimental. A estas alturas, en todo el mundo hay colectivos feministas dispuestos a demostrar que su ídolo era lesbiana, y que las frases que lo demuestran fueron cuidadosamente expurgadas de su obra por temor a las autoridades británicas, que arrestaron por inmoral y homosexual a uno de los integrantes del Bloomsbury.
Y que su amistad con Katherine Mansfield, por ejemplo, fue en verdad un affair. “Ah, qué gozo, si se pudiera llevar más allá la amistad de las mujeres, las relaciones más secretas, tan íntimas, comparadas con las relaciones con los hombres. ¿Por qué no escribir sobre esto con toda franqueza?”, escribió Virginia Woolf.
Toda su carrera literaria se desarrolló en medio de una batalla contra la enfermedad mental. “Nunca había escrito tan de prisa. Líbrame de enfermedades un año, dos años, y escribiré tres novelas de corrido”, confesaba a su amiga Vita Sackville-West en una carta de enero de 1926. (Y Vita era la mujer en quien se había inspirado para escribir Orlando (1928), la complicada historia –también llevada al cine– de un personaje que es hombre en una vida y mujer en otra).
Estarás mejor sin mi
Su matrimonio estaba hecho de una amistad y una lealtad inconcebibles. También a ratos fue una relación de amor, admiración y odio larvado, en el más puro estilo inglés tipo twining tea.
Después del bombardeo alemán de Mecklenburg Square, Virginia y su esposo se refugiaron en su casa de campo en Rodmell, a pocos minutos del Canal de La Mancha. Habían visto literalmente desplomarse el techo sobre sus cabezas, en Londres. Rescataron parte de la editorial y en la primavera de 1941, con la guerra estallando sobre los cielos de Europa, Virginia entró en su última crisis. El miedo a la locura la sobrepasó. Pensó que si enloquecía, sería para siempre. Y con cierta frialdad, escribió tres cartas de despedida –una a su hermana, dos a Leonard– y caminó con su caña de pescar hacia el río. Hundirla en la arena fue una bandera, una metáfora, una despedida.
Lo que siguió no fue nada estético. Veinte días después, encontraron el cadáver en el río. A Leonard le había escrito: “Amadísimo: Quiero decirte que me has dado la más completa felicidad. Nadie podría haber hecho más de lo que tú has hecho. Por favor créeme. Pero sé que nunca superaré esto, y estoy malgastando tu vida. Es esta locura. Nada que diga nadie podría disuadirme. Trabajarás y estarás mucho mejor sin mí… Nadie podría haber sido tan bueno como tú lo has sido, desde el primer día hasta ahora. Todos lo saben”.
* La periodista Mili Rodríguez publicó este texto en Mundo Diners número 253, de junio de 2003.