Alfaguara, España, 2018
“Mi misterio está encerrado en mí, nadie sabrá mi nombre, y sobre tu boca lo diré cuando resplandezca la luz”, dice el aria “Nessun dorma”, de la ópera Turandot, de Puccini, que hace de hilo conductor de la novela del muy premiado Millás.
Porque todo comienza con esa aria que la protagonista escucha a diario y la lleva a un estado de ensueño mientras maneja un taxi por las calles de Madrid y va descubriendo coincidencias, como el vecino que dice llamarse Calaf y resulta ser actor e impregna con su cercanía a la chica, que desde entonces espera encontrarlo en cualquier esquina.
Mientras en el taxi suena Turandot, Lucía va catalogando a los personajes como parte de la música que la ha atado en un moño y maquillaje de princesa china. Se siente Turandot y Madrid es Pekín. Envuelve siempre a los pasajeros en el argumento de la ópera, en tanto van ocurriendo cambios.
Extraños designios se desenvuelven en la cabina, mientras ella recorre Madrid-Pekín desde el mapa de su febril excitación y siente que dentro de ella crece un ave que irá tomando posesión de sus pensamientos, de sus movimientos y respiración.
Comienza a mirarlo todo desde lo alto, desde su vuelo de águila, dueña de los espacios y las gentes. Una metamorfosis indetenible. Cada vez más ave, cada vez más inquisidora. El público ríe, el águila no perdona, mata, devora y salta al vacío.

El magistral Millás debe haber escuchado infinidad de veces la ópera de Puccini cuando escribía Que nadie duerma. Como lo habrán hecho los miles de lectores que se habrán sentido aves o princesas chinas o extrañamente felices luego de la exhalación final de los muertos.
(Jennie Carrasco)