@pescadoandrade
¿Qué pasa cuando un cinéfilo se pierde la ceremonia de los Oscar? ¿Quizá nada? ¿Tal vez todo se derrumbe? O quizá solo sea un asunto de libertad.
Era, hasta donde me acuerdo, un evento deportivo.
No importaba que ganara el mejor, lo que importaba es que ganara el que uno quería que gane.
Nos reuníamos en la casa de quien tuviera la mejor tele, es decir, el aparato más grande.
Llevábamos cosas para cocinar, botellas de vino, six pack de cerveza.
Si estábamos bien de plata, si alguien, uno de nosotros, quien fuera, estaba bien de plata, pedía bandejas de sushi a domicilio y el resto se encargaba de las bebidas.
Los más prósperos veíamos todo, desde la previa.
Comentar el vestido y el maquillaje de las actrices era tanto o más importante que calificar sus nominados papeles.
Los más cinéfilos, los serios, los puristas, no les prestaban atención a las muchas cualidades apreciadas por la gente superficial, entregada en cuerpo y alma a un escote o una espalda descubierta.
Ellos estaban preparando tragos que, lo sabían desde hacía dos semanas, bebían sus directores de cine favoritos. Al menos en eso podían imitarlos. También en eso podían imitarlos. Y defendiendo hasta las últimas instancias las películas que, según ellos, merecían ganar.
Nosotros, ahogados en la belleza, comentábamos cómo se pueden tener esos pómulos tan altos, esa nariz tan precisa, esa boca que sostiene con una bemba inferior al labio superior (el puchero brillante).
Cómo se puede ir así por la calle sin que los edificios se caigan.
Cómo se puede llegar así a la playa y no esperar que los mares se abran para que sigas caminando y yo pueda seguir viendo cómo caminas.
Éramos amigos y para eso no necesitábamos ni nominaciones ni premios.
Lo hacíamos todo juntos y reunirnos un domingo por la noche a ver la ceremonia de los premios de la Academia era algo que se daba por hecho.
Luego pasó algo. Nada grave, ahora que lo pienso.
Pero pasó. Me pasó a mí. Por lo menos.
Una noche, hace ya varios años, decidí no ir, saltarme la ceremonia, faltar a la reunión.
Si de verdad quieren saberlo, no hubo ninguna crisis emocional o cinéfila.
No dejé de creer en Hollywood o, muchísimo menos, en mis amigos.
Pero venía, desde hace rato, convencido de que el único canon que importa es el mío.
Durante años, quizás más de una década, estuve fijándome en las películas que ganaban en los festivales de cine más importantes y lejanos, en las cintas que llenaban sus afiches con laureles, en historias que otros habían elegido como las mejores para evitarme el trabajo.
(Entre paréntesis: lo mismo me pasa con los libros. A esta edad, me parece que los premios no son garantía de nada, que las editoriales no son garantía de nada, que los mismos autores no son garantía de nada. Lee lo que quieras, lee mucho, lee por felicidad. Y algo más: donde menos importan los premios y las audiencias es en la música. Si algo te pone a bailar, baila; si algo te pone a cantar, canta; si algo te pone a pensar, piensa; si algo te pone enamorado, enamórate; si alguien te pide bajar el volumen, súbele).
Decía que un domingo de Óscares, capaz después de una semana cansada y antes de otra, preferí dormir temprano.
Al día siguiente, algo maravilloso: estaba vivo.
No sabía cuál era, según la Academia, la mejor película del año; cuál era, según la Academia, la mejor actriz del año; cuál era, según la Academia, el mejor corto animado o la mejor película extranjera del año en curso. No sabía nada de nada, pero respiraba con normalidad y mi cuerpo se sentía reparado por el sueño.
No se me cayeron los ojos ni los dedos ni la nariz ni el pelo.
No me perdí de las cosas que igual me terminaron contando o que acabé viendo en YouTube, en su versión más resumida.
No dejé de ser amigo de mis amigos.
No corrí a ver las películas ganadoras que no había visto, corrí a ver las que quería.
Desde esa mañana siguiente a los Óscares que no vi, soy libre.