Por William Díaz

El día del ataque al capitolio, como se lo conoce ahora, lo recuerdo perfectamente. Mi hijo acababa de cumplir cinco meses de edad y según los chequeos médicos todo andaba bien o más que bien. Aunque su apetito variaba, comía y eructaba y hasta vomitaba lo suficiente; pesaba casi 7 kilos, medía casi 65 centímetros; “parece gringo”, decía Victoria, aunque no tiene por donde, todos sus genes son ecuatorianos.
A los cinco meses de edad, mi hijo dormía un poco más de la cuenta (nada de qué alarmarse, nos dijeron) y esto nos permitía descansar un poco más también a nosotros. Yo me hacía cargo de las levantadas en la madrugada, Victoria lo cuidaba por las mañanas, hasta que tuviera que conectarse para sus clases, y yo volvía a estar con él por la tarde.
Una de esas tardes, como me habían recomendado, lo senté con mucho cuidado sobre la mesa y se quedó así, sentado, con la espalda firme, metiéndose letras de goma a la boca. Me pareció un bebé perfecto y llamé a mi padre para que lo viera por facetime. “Quiero ser padre profesional, 24/7”, le dije. “Es lo que yo hubiera querido, mijo”, me dijo él, “dedícate a ver crecer a tu hijo, no hay nada que ese niño no te pueda enseñar”, me dijo mi padre en plan zen.
El 6 de enero de este año, después de escuchar un discurso del ya derrotado Donald Trump, miles de personas reunidas en el Monumento a Washington marcharon como una tropa por la avenida Pennsylvania y, en cuestión de horas y tras enfrentamientos con la policía, decenas de ellas lograron entrar al Capitolio y detener la sesión en la que se estaba formalizando la victoria de Joe Biden.
Todo se paralizó y todos nos clavamos frente a la tele a ver noticias mientras buscábamos información no-oficial en las redes. Mucha gente, más de la que yo hubiese creído, posteaba y reposteaba algo en particular: no había sucedido nada semejante desde agosto de 1814, cuando las tropas británicas prendieron fuego al edificio del capitolio, por entonces todavía en construcción. George W. Bush, por ejemplo, dijo: “Así es como se resuelven las elecciones en una república bananera, no en nuestra democracia”.
Victoria dijo más o menos lo mismo: “Parece Latinoamérica, parece Ecuador”. Estábamos sentados en la cama, hablando en voz baja porque mi hijo estaba acostado entre nosotros, sobre su manta de Star Wars y rodeado de almohadas. Y sí, por lo menos en Twitter, miles de latinoamericanos, desde México hasta Chile, le daban a los Estados Unidos una bienvenida pública a eso que se conoce como “El tercer mundo”. Donde vivo yo ahora, en el centro del tercer mundo.
Tres días después, el sábado 9 de enero, Victoria salió del apartamento a comprar bagels. Quería caminar, dijo, tomar aire, eso de estar “encerrada y con miedo” le recordaba demasiado al Ecuador. Pero era enero, el mes más frío del año en Chicago, estábamos en -4 o -6 grados centígrados, y ella quería llevarse a mi hijo para enseñárselo a Chavelita, una señora ecuatoriana que trabajaba en el Deli, a cinco cuadras.
Quise discutir con ella, podía llamar al Deli y pedir que le trajeran los bagels y cualquier otra cosa, podía ir yo; pero no hubo caso y Victoria tenía razón: no podíamos tenerle miedo ni al frío ni al viento ni mucho peor esperar a que el clima mejorara para salir del apartamento con el bebé.
Cuando regresó, con los bagels en una funda y mi hijo montado en un canguro sobre su pecho, me dijo, muy seria, “Nos vamos al Ecuador”. Nunca antes lo había siquiera mencionado. Es más, fui yo el que sugirió alguna vez que nuestro hijo pasara sus primeros años en Ecuador, en algún sitio tranquilo, en una hacienda o en la playa; pero ella no quería saber nada de volver a su país, le parecía un “fracaso”, algo que relacionaba con “retroceder”, una palabra que solía odiar. Ahora, de pronto, era la “única” opción.
Victoria había llegado al Deli, todo bien, Chavelita le estaba tomando fotos a mi hijo, ambas estaban hablando en español, fuerte y claro. Un tipo que esperaba su turno les dijo, en inglés, “¿Saben dónde pueden hablar ese idioma de mierda? ¡En su país de mierda! ¿Por qué no se regresan?” Ítalo, el hijo mayor de Chavelita, de piel morena como ella y empleado del Deli como ella, trató de confrontar al tipo, pero el hombre sacó un arma (una pistola me dijo Victoria), les apuntó a todos, incluyendo a mi hijo, dejó unos billetes sobre el contador y salió con cervezas en la mano.
“Era un Proud Boy”, me dijo Victoria, un fanático de Trump. “¿Cómo sabes?”, le pregunté. “Se le notaba”, me dijo. Menos de seis meses después, antes de junio, estábamos separados y ella se regresaba al Ecuador llevándose a mi hijo.
Este Paro Nacional lo pasó en Manta, en el apartamento de sus padres, junto al hotel Oro Verde. Habían pensado, ella, su familia, unos pocos amigos, reunirse en su hacienda, en Mulaló, pero pensaron que igual podrían correr algún riesgo: “Los indios”, dijeron, “nunca se sabe con los indios”. Así que prefirieron irse a la playa.
Yo lo pasé acá, en Quito. Y no sentí mucho. Por un momento tuve ganas de caos, quise ver la calle en llamas, quise ver a un presidente caer, quise ver eso que tanto repetían mis padres cuando hablaban de “el país en que naciste”, pero no pasó. Estuve con una chica que conocí en Tinder. Se llama Chiquinquirá, es de Venezuela, es morena, pero tiene el pelo lacio y negro hasta la cintura, como las indígenas. Y cobra, pero vale lo que cuesta. Tengo grabados en la cabeza sus pezones oscuros. Los de Victoria, en cambio, son rosados, casi rojos cuando mi hijo los está chupando.
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