Por William Díaz  

No puedes vivir en un hotel, tienes que tener una casa, me dijo Victoria. 

También me dijo: tú puedes vivir donde te de la gana, pero si quieres que el guagua te visite y duerma contigo, necesitas conseguirte una casa, un hogar. 

Nosotros teníamos un hogar, le dije, home sweet home, ¿te acuerdas?

Era tú casa, no la mía, me dijo. 

A mí el hotel me parecía perfecto: bajaba a desayunar y cuando regresaba estaba todo limpio, incluso mi ropa; iba al gimnasio (en Quito hay más gente fit de lo que imaginé) y cuando Victoria me prestaba a mi hijo, por un par de horas, pasábamos en la piscina, jugando: quiero que se acostumbre al agua desde ya, le puede servir. Para el almuerzo, yo pedía un ceviche de camarón y una o dos cervezas y me las arreglaba para darle las cremas de vegetales que le mandan en la pañalera. A veces me ayudaba alguna mesera del hotel y yo le daba propina.  

Después de la piscina, hacíamos la siesta juntos, en la misma cama, yo abrazado a mi hijo. Vivíamos como reyes, pidiendo room service, pero eso no es bien visto por la familia de Victoria, que no es la mía, pero es la de mi hijo.

Los vi el fin de semana pasado, en el cumpleaños de un cuñado de Victoria. La fiesta empezó temprano, antes del mediodía, como me dicen que empiezan los matrimonios acá. Hubo carne asada y el parrillero tenía en el uniforme, bordado, un escudo que decía Federer y me hizo pensar en el US Open. Hubo gin tonics con cardamomo, algo ya pasado de moda, y un guitarrista que tocaba boleros y, no sé por qué, flamenco.

Familia
Foto: Shutterstock

La estaba pasando bastante mal, pero mi hijo se reía encantado con sus tías, que le habían traído juguetes como si él fuera el cumpleañero y me hacían sentir nada más que como “el papá del niño” o, en el mejor de los casos, “el que le dio el pasaporte americano”. Por suerte, había otra invitada, Francisca, La Pancha, una amiga de Victoria que nos visitó alguna vez en Chicago y que se ponía más guapa con cada trago. 

Cuando conocí a La Pancha, Victoria estaba tomando un seminario de Art Managment, algo tipo “cómo hacer dinero del arte”, y pasaba la mitad del día en eso. Me tocaba a mí entretener a la visita, pasearla, y un día fuimos a buscar vinilos para su novio en Milwaukee Avenue, al norte. Compró varios, de Talking Heads y David Bowie, y el vendedor me dijo “las chicas que se visten así siempre compran lo mismo”. Me fijé en su ropa, hípster, sin duda, pero igual apretada, bien. 

Tomamos el subway (por cierto, ¿ya funciona el metro de Quito?) y regresamos al apartamento en la línea verde. En el camino, La Pancha me contó que estaba en una especie de segunda o tercera luna de miel con su novio, al que le llevaba los discos y con el que había peleado varias veces. El tipo estuvo de viaje y se quedó más de la cuenta. No sé qué hizo por allá, me dijo, pero yo ya perdoné eso. ¿Le has puesto los cachos a La Vikina?, me preguntó. Dije que no y era verdad. ¿Lo harías? ¿Contigo?, le pregunté, y nos reímos y cambiamos de tema. 

La Pancha, a la que sí trataban como familia, a la que sí le preguntaron cómo estaba y cómo estaban sus padres y cómo estaba ella sin su novio, fue mi aliada en la fiesta. Se quedó conversando conmigo, se aseguró de que no estuviera solo, de que no me faltara el trago, y ya medio happy me dijo: Yo a La Vikina le a-mo, es la hermana que nunca tuve. 

Como a las cinco de la tarde, cuando debía llevarme a mi hijo, Victoria me pidió que lo dejara pasar la noche con su primo, un niño apenas mayor que él, y que no me preocupara porque ella también iba a dormir donde su hermana. No me preocupé, me cabreé, pero la familia de mi hijo estaba parada detrás de Victoria como una pandilla. 

Me llevé a La Pancha, que esa noche me dijo, “Billy, no vayas a decir nada, no quiero traicionar a mi amiga”, y después, “Siempre te tuve ganas”.  

Al día siguiente le pedí que me acompañe a comprar cosas para el apartamento, que, es verdad, se ve muy vacío. Me dijo que lo más cerca era el Sukasa de El Jardín, pero que “no valía” que fuéramos juntos. 

¿Quieres volver con La Vikina?, me preguntó. 

Podría intentarlo, le dije. 

Decídete, me dijo, en Estados Unidos frescazo estar solo, aquí no. 

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