Por Víctor Vergara

De niño, Juan Suárez (18 de noviembre, 1993) inició su escritura de pequeños cuentos de ficción. Este 2021, el joven quiteño ganó el XI Premio Nacional de Poesía ‘Paralelo Cero 2021’ con su libro ‘Las Cosas Negadas’.

Su abuela le solía leer poemas de la chilena Gabriela Mistral. De niño también sintió, como un amor a la primera lectura, las obras del uruguayo Mario Benedetti.

Para combatir a un extraño y temporal insomnio, Juan se dedicó a escribir sus primeros poemas como una forma de terapia para sanar. Eso, se transformó en una dedicación de vida.

Este joven poeta relató a Revista Mundo Diners su transición entre ser un niño curioso por escribir fantasías a tener varias obras literarias bajo sus brazos, donde expresa las preocupaciones del ser humano, los sentimientos de derrota, la observación aguda a la cotidianidad y el mundo urbano caótico de Quito. 

Juan Suárez, poeta ecuatoriano. Foto: Cortesía



Hoy, Juan agradece a la poesía por ser un cálido refugio en los tiempos duros de su adolescencia.

¿Todavía conservas bosquejos o cuadernos de tus cuentos de infancia? ¿Eres nostálgico en ese sentido o pierdes tus propios textos?

-Yo los perdí en algún momento. Por suerte mi madre tiene en algún lugar esas libretas en las que escribí historias (de niño). De hecho, yo no tengo ejemplares de mi primer libro, los tienen mi abuelo y mi madre; no por mi descuido, sino porque yo creo que uno va evolucionando y tengo miedo de repetir lo que estoy haciendo. No los abandono, sino que miro lo que quiero hacer próximamente.

En la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) te graduaste de Licenciado en Comunicación y Literatura con un estudio sobre la ‘Poética de la enfermedad’ de la obra de Ileana Espinel, ¿de qué trató ese proyecto?

– Cuando yo pensé en hacer mi tesis hablé con Javier Oquendo, que es uno de mis maestros y grandes amigos. Consulté sobre qué poetas ecuatorianos investigar, porque creo que hacen falta muchos estudios sobre nuestros poetas y él me recomendó tratar sobre Ileana Espinel. Yo no la conocía. Me di cuenta que el motivo de la enfermedad en Espinel era fundamental y supe que no había investigaciones sobre ella.

Estudié su enfermedad, ella vivió con enfermedad en su vida desde muy niña. Espinel tuvo la forma de acercarse al otro por medio del poema. Estudié toda su obra, sobre todo su antología ‘Valium 10’.

Tus primeros poemarios ‘Lluvia sobre los columpios’ (2014), ¿de qué trataron y sobre qué temáticas quisiste escribir?

– Si supieras que yo tengo un libro antes de ese, que se publicó con la Casa de la Cultura Ecuatoriana, fue una obra chiquita, se llamaba ‘Mi Mundo’.

Fue el primer ejercicio de escritura que hice, y no fue como tal un libro. En ‘Lluvia sobre los columpios’ escribí sobre esa cierta divinidad y la gran duda, que es algo que a mi hasta ahora adorna mi poesía actual. También está la exploracieon hacia la naturaleza y su mística, la exploración del hombre, lo holístico, la lluvia y homenajes a espacios que significaron mucho en mi vida.

Luego en 2016, publicaste ‘Hacen Falta Pájaros’, allí encontramos el poema ‘Cuando el silencio se hace nombre’, en este caso, qué expresaste en esas líneas?

– Ese es un poemario de mi camino literario. Allí empiezo a buscar un estilo mío, mi forma de decir las cosas. Trato de hacer un estilo. Se traslada todo hacia lo urbano, que repasa la soledad urbana, cuando yo viajé a Quito. Toda mi infancia viví en la ruralidad y encontré esa ciudad hostil: los edificios, el transporte público. Entonces exploro el hombre en una gran ciudad y sobre qué pasa. Fue la imagen de la capital para mi.

A ese ritmo has publicado cada dos años. ¿Qué ofreciste a los lectores en ‘Nos ha crecido hierba’ (2018)?

Es un libro que quiero mucho. Allí asenté mi estilo y sobre todo mi perspectiva de muchas cosas: la madurez, la ciudad, el envejecimiento, el cuestionamiento a un Dios. La idea de la hierba que crece en ruinas, en lugares en los que no debería estar, la hierba alta, eso marcó mi vida. También toco el tema de cuando al hombre le crece hierba en su ruina.

Ahora, cuéntanos sobre tu obra ‘Las Cosas Negadas’, ganadora del XI Premio Paralelo Cero 2021. ¿Cuál fue tu respuesta a este reconocimiento? (Vea la respuesta en el video)



¿El libro ya está en físico y en digital?

Aún no está físico porque ganó este año el Premio, se está elaborando y estará muy pronto. Puede que esté también en digital a través de El Angel Editor. Aunque, yo quiero ver el libro en físico primero, ¡eso será una fiesta!

En el contexto de la pandemia, el confinamiento y los cambios que trajo: ¿fue un tiempo aprovechado para escribir, trabajar o todo lo contrario?


Para mi la pandemia fue un tiempo en el que no he escrito nada nuevo. He escrito cosas sueltas pero no un libro como tal. Solo me dediqué a crear y editar varias versiones de ‘Las Cosas Negadas’. Son momentos de incertidumbres, impacto y difíciles para la escritura.

Eres un poeta sumamente joven. De los poetas ecuatorianos de larga trayectoria, ¿a quienes admiras más? 

Yo pensaba tontamente que había poca poesía ecuatoriana. Pero me llegó de golpe. Hay poca educación sobre la poesía ecuatoriana, nos enseñan a los grandes modernistas pero ahora hay un salto inmenso. Entre ellos está Ileana Espinel, Ana María Iza, César Dávila, Carlos Eduardo Jaramillo es un genio, Violeta Luna, Antonio Preciado. Jorge Enrique Adoum es mi poeta favorito. 

¿Algún libro que leas actualmente y recomiendes a nuestros lectores?

Estoy leyendo a Carlos Eduardo Jaramillo, el ‘Como una niebla de brillante luz’, es una antología bellísima. Recomiendo a los ecuatorianos que lean a este autor. También a Olga Orozco (Argentina) con una recopilación de su poesía completa.

¿Trabajas en algún proyecto próximo?

Quiero realizar un libro que reúna muchos poemas del tiempo en el que viví en un edificio en Quito cuando estudiaba, donde vivían muchos inquilinos. Allí eso me impactó mucho: la vida de los inquilinos y los vecinos. Veamos como marcha ese libro.

Leer más:

La poesía y los fluidos del lenguaje

‘Las cosas negadas’ de Juan Suárez

Poema: El gato 

Eran los días circulares en el estómago 

y las mantas de fiebre sobre mis ojos. 

Teníamos una mata de manzanilla 

            que bendecía nuestros jarrones blancos.

El alba aún envenenaba las ventanas 

donde siempre era la hora de la escarcha

            cuando vimos llegar al gigante perro pastor

con un gato todavía sollozando en su mandíbula.

Ese perro, que de la juventud conservaba nada más 

la pureza de un único diente,

arrojó a nuestros pies su desdichada ofrenda

            hecha con el duro amor 

            que nosotros le habíamos enseñado. 

Padre tuvo que terminar la tarea

que el único diente no pudo. 

Aún no pasaba el alba 

            y ya mi padre se lavaba con piedra y sal 

            la saliva de la muerte. 

Partió después un famélico pedazo de pan

y vi sus dedos como dulces navajas de la necesidad. 

Era el gato de la casa 

que colindaba con nuestro patio.

Esa mañana, brilló en mi plato su corazón

mientras oía viejas voces

            libres de todo tiempo y podredumbre 

repetirme al oído los mandamientos: 

no matarás, no practicarás la crueldad 

no talarás las rosas de los afortunados

no sacarás de tu pecho el cardo de la culpa. 

Y pensaba en dios —cuyo cuerpo imaginaba 

            semejante al humo que escupía el padre

            bajo la luz queda del umbral—

y sabía que él nunca dijo esas cosas

porque sus labios 

también conocieron el rocío de la pobreza

y sus manos perduraron en la humillación. 

También él se despertó en medio de la noche 

empapado de rabia y pánico

para ver a su madre soñar con corderos degollados. 

            Yo estaba seguro 

que debieron ser otras criaturas

las que pusieron esas normas en la piedra.  

Nunca sabré 

si aquel animal de pelaje como ondas de luz,

de fino linaje y uñas limpias,

nos habría perdonado. 

Aún no terminaba el alba 

            y yo había olvidado el color de sus ojos

que sin embargo, oscuros, 

hicieron su inhóspita madriguera

            en mi espíritu. 

No nos alcanzó el alma para esa mañana. 

Mi madre colocó su dedo 

como el roce de un ala 

sobre mis labios.  

            Y aprendí a callar 

mientras mi padre mentía al anciano de la casa contigua 

en la puerta trasera del patio 

donde empezaban a rendirse

las fieles hojas de la manzanilla. 

Esa fue 

la primera mañana de este siglo.