Hace 42 años nacía uno de los héroes más icónicos del cine. Indiana Jones tenía un
poco de todo: algo de la rudeza de John Wayne en una película de vaqueros, un poco
del “sex appeal” de James Dean en ‘Rebelde sin causa’ y mucho del desparpajo de
Humphrey Bogart en ‘El tesoro de Sierra Madre’.
Ford, un héroe distinto
Sin embargo, y a pesar de los referentes mencionados, Indiana Jones tenía, sobre todo, mucho de Harrison Ford. El actor se ha encargado de darle al famoso arqueólogo eso que tanto lo caracteriza a él mismo: una actitud seria, de pocas palabras; un rostro parco y una incomparable sonrisa de lado. Un personaje sin las ínfulas de galán del James Bond, de Sean Connery, y sin el salvajismo extremo del John McClane, de Bruce Willis, en ‘Duro de Matar’.
Un héroe que, a diferencia de otros, no estaba pensado para aquellos consumidores de películas de acción, salpicadas con grandes dosis de testosterona. Nada que ver; Jones conquistó a un público familiar que pocos años antes se había dejado seducir por las peripecias intergalácticas de ‘Star Wars’. Consumidores de un cine de aventuras y fantasía que tanto George Lucas como Steven Spielberg supieron capitalizar en un par de décadas. Es la unión de estos dos genios del ‘blockbuster’ la que dio vida a una franquicia tan rocambolesca como esta.
Harrison Ford solo ha necesitado ponerse un sombrero y llevar un látigo para crear todo un mito. El resto del héroe se ha construido a partir de los arquetipos de una masculinidad basada en la autoconfianza y el desdén por todo aquello asociado con lo sensible. Es que Indiana Jones fue desde sus inicios un buen patán.
Un hombre tosco con las mujeres o con todo aquel que tuviera contacto con él más de dos minutos. Un personaje excéntrico, que se ganó nuestros corazones por esa ‘falta de tacto’, que le daba cierto aire cómico a esa combinación de destreza físico-intelectual y torpeza emocional.
Jones y el Dial del destino
Ahora, en su quinta entrega, Indiana Jones es un héroe crepuscular, pero un héroe al final de cuentas. Uno cuya razón de vida parece estar por fuera del espacio íntimo y familiar. Henry Jones Jr. es tan solo un viejo cascarrabias y un profesor desmotivado, incapaz de sostener un matrimonio o de capturar la atención de sus alumnos. Es su incansable alter ego, Indiana, que desafía a las arrugas, al pelo cano y a la fatiga, el que lo lleva de vuelta al ámbito público.
En ‘Indiana Jones y el Dial del Destino’, nos reencontramos con la esencia de las primeras películas. Aquellas historias tan llamativas en lo visual y lo narrativo, en las que este aventurero desafió continuamente a las fuerzas del mal, y cuya temeridad lo llevó a los lugares más inauditos en búsqueda de fabulosas reliquias. Sin embargo, 42 años no pasan en vano, y es justamente el tiempo un factor importante en el momento de revisitar al héroe, para entender qué tanto ha madurado.
Si bien, en esta entrega de la franquicia hay mucho de lo mismo, se presentan también momentos que nos permiten entrever algo que, a veces, la edad puede otorgar a un hombre: el acercamiento a las emociones y el reconocimiento del apoyo de los demás. El cínico Indiana Jones rompe así su templada expresión, regalándonos algunos gestos de pura ternura. Instantes en los que esa dualidad entre el hombre y el héroe se rompe.
En ese sentido, más allá del valor nostálgico del Dial del destino, nos encontramos con una buena oportunidad para cerrar la historia en un momento crepuscular que cumple con los estándares para un personaje tan icónico como este. El viejo Indiana es ahora una reliquia, como aquellas que hemos visto pasar en cada una de sus películas. Un héroe que ha trascendido su tiempo.