El escritor argentino Eduardo Sacheri regresa a las librerías con ‘Nosotros dos en la tormenta’, una novela que retrata las revoluciones fallidas en el año previo al golpe militar en Argentina.
Entre los cuestionamientos y divergencias de unos, y la ciega obediencia de otros se va fraguando “una guerra popular, prolongada y revolucionaria” en la Argentina de 1975, posterior a la muerte de Juan Domingo Perón. Nosotros dos en la tormenta (Alfaguara, 2023), la nueva novela del escritor Eduardo Sacheri, retrata desde el afecto y muchas preguntas el operar de agrupaciones como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros, con sus repercusiones en un país que meses más tarde resultó ensombrecido por un golpe militar y su consiguiente dictadura.
Alejandro, el Cabezón, Ana María, Puma, Laura y otros jóvenes guerrilleros buscan respuestas a sus inquietudes sociales y políticas. Las diferencias de clase, la comodidad de la burguesía, las “violaciones a los derechos del pueblo” y el actuar de las fuerzas represivas del Estado son las faltas que hay que extirpar, con muertos de por medio, si es necesario.
Desde ahí Sacheri nos entrega una novela de afectos, ideales por consumar y luchas que caducan prontamente. La sentida frase del padre de uno de los jóvenes militantes a su hijo lo resume bien: “En eso nos parecemos: en tener unos sueños que no se van a cumplir. La diferencia es que yo ya lo entendí”.
¿Cómo fue la investigación y, a partir de ella, cómo logró establecer un equilibrio entre los hechos reales y la ficción?
Yo creo que es central la idea de verosimilitud. Por eso investigué cómo hablaban esos guerrilleros, cómo actuaban, se organizaban, elegían a sus víctimas, se relacionaban con sus superiores, cómo la sociedad a su alrededor padecía sus acciones. Eso es material histórico. Yo elijo personajes voluntariamente anónimos; por ejemplo, no hablo de Isabel Perón en el libro, porque si lo hiciera, por honestidad debería respetar lo que hizo, lo que no, lo que dijo, etcétera. En cambio anclo la novela en Castelar y sus alrededores, mi propio pueblo pequeño a 40 kilómetros de Buenos Aires donde estas células clandestinas actúan y donde viven también quienes padecen sus acciones. Entonces, con que no desafine, para mí es suficiente. Al inventar esos personajes tengo la libertad de que les sucedan cosas posibles, pero no apegadas fielmente a la realidad histórica. De hecho, hay un montón de situaciones muchísimo más violentas y terribles que las que yo describo. Es más, para evitar que me dijeran: “¡No exageres!” contuve la imaginación de lo que podía suceder.
Hay una especie de estructura de tragedia griega en la novela; ¿por qué la trabajó de esa manera?
A mí me da la sensación de que la Argentina de 1975 es trágica y lo siguió siendo después. Una sociedad que utiliza la violencia y la naturaliza para resolver sus conflictos es trágica porque implica ejercer el dolor, causar daño. Eso ya es una tragedia para mí. Claro, son visiones… la mía es que no hay luz en ningún lado.
No hay luz porque Montoneros y otras agrupaciones llevaron a cabo acciones militares muy violentas. ¿Eran una especie de guerrilla urbana?
Sí. A diferencia de otros países de América Latina, Argentina es un país urbano; lo fue durante todo el siglo XX. Sus grandes ciudades fueron el centro principal de actuación de estas guerrillas; Montoneros fue netamente urbana. El ERP intentó desarrollar un foco rural, casi sintiéndolo como un mandato ideológico y programático de toda América Latina: si hay guerrillas rurales, nosotros no podemos no tenerlas. Entonces intentaron en Tucumán, en el interior del país, que sonaba orográfica y climáticamente bueno, hay sierras, una zona relativamente selvática y desarrollaron ahí un foco, pero duró muy poco tiempo porque fue derrotado rápidamente por el Ejército.
Hay un narrador bellísimo, el papá que le habla en segunda persona a su hijo revolucionario sobre lo estéril que puede ser su lucha. ¿Cómo fue el ejercicio de hacer esos cambios de voz de un capítulo a otro?
Esta es una novela muy pensada en la que busqué no obligar a leer de una manera o de otra. La novela tiene como doce puntos de vista diferentes. Por ejemplo, el capítulo cuatro se narra desde la tercera persona pero sobre el hombro de un personaje que nos está contado desde ahí lo que ve, lo que escucha, lo que piensa. El capítulo siguiente es desde la perspectiva de otro personaje, precisamente por esto de que si yo sostengo un solo punto de vista te obligo a mirar esa problemática solamente desde ahí, olvidando que está el punto de vista de uno de los guerrilleros, el del otro, el de la familia que sufre un secuestro, el de la familia que es amenazada de muerte.
Por eso es la cosa rotativa. Hay una única primera persona o segunda persona que es el padre de Alejandro, su hijo único, un joven que de vez en cuando escapa de su vida clandestina para ver a sus padres. Hay capítulos en los que narro lo que este padre piensa mientras su hijo está de visita. No está de acuerdo con él, no comulga con sus ideas revolucionarias ni con su optimismo; su hijo está convencido de que la revolución es inminente y el padre está convencido de que lo van a masacrar… pero lo ama.
En todo lo que escribo siempre necesito que haya algo vinculado con mi propia biografía, en este caso mis hijos, mi hija y mi hijo. Los dos tienen veintitantos; no tienen vidas así de arriesgadas, por suerte, pero tener hijos es en buena medida estar todo el tiempo definiendo dónde se para uno, qué dice, qué calla, con qué insiste, con qué no, con qué se angustia, que es casi todo. Si me angustian las decisiones laborales, afectivas de mis hijos, ¿qué hubiera hecho si alguno de ellos estuviera en uno de estos caminos? Eso es lo que me permitió mi mirada.
¿Por qué escogió las estaciones para llevar la cronología de la historia?
La novela está atravesada por los operativos de estos jóvenes. El 75 fue el año en el que más acciones armadas llevaron adelante tanto Montoneros como el ERP, con diferentes grados de protagonismo uno y otro durante el libro. El otoño va más repartido, el invierno es Montoneros y la primavera es el ERP. El verano es casi el epílogo de la novela -en el hemisferio sur nuestro verano arranca el 21 de diciembre- con dos capítulos, uno vinculado con cada uno de los protagonistas.
En esa búsqueda de exguerrilleros y antiguos miembros de Montoneros, ¿conoció a alguien que haya inspirado al Cabezón o a Alejandro?
Ellos son gente mayor que ya mira su juventud desde las muchas décadas que han pasado. No es tan fácil porque de lo que uno habla tiene que restar cincuenta años de experiencias, cambios, desilusiones, insistencias; la mirada está totalmente afectada por eso. Lo que sí noté en esas entrevistas a esos testigos es que no les gusta la evocación idealizada de la que a veces son objeto. Se tiende a verlos muy románticamente como luchadores sociales, pero la parte de la violencia es omitida en esas evocaciones, y en general se hacen cargo de la violencia que ejercieron. Sobre todo los del ERP, que veían al Ejército argentino como su contendiente. Eso me llamó la atención: que se hacen cargo de ese costado, celebratoriamente o no. Algunos te dirían: pensábamos eso, pero yo no lo pienso hoy. Naturalmente, la mirada de las víctimas tiene más que ver con sus vivencias personales, no con una lectura política. Si te secuestraron, si te mataron a un familiar no te importa la elucubración teórica que condujo a eso, sino tu dolor personal o familiar.
Entonces hay bastante fidelidad a los hechos reales…
Hay mucho material si uno quiere leer, además de las conversaciones. Tuve la precaución de que ninguno de los actos de violencia aludiera estrictamente a un hecho real, por respeto a las víctimas reales. A mí me molestaría ver en una novela una recreación que fuera fiel a algo que mi familia vivió. Por eso hay un voluntario alejamiento de eso. Pero sí, de hecho, los testimonios que obtuve son muy detallados. Y te diría mucho más detallados de lo que puse en la novela. Me contuve para que nadie diga: “¡Esto es demasiado!”.