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Arístides Vargas: monólogo de un elegido

Por el Día Mundial del Teatro que se recuerda este 27 de marzo, traemos a la escena actual una remembranza de 2003: una entrevista Arístides Vargas, autor de gran vigencia en Iberoamérica.

Nací en Córdoba, pero viví toda la vida en San Martín, un pueblo muy cercano a Mendoza. Mi hermano mayor me regaló los primeros libros, me hizo leer a Antonio Machado cuando yo tenía 13 ó 14 años. Éramos siete hermanos. Yo era el menor. San Martín queda a 1.500 kilómetros de Buenos Aires. Nuestra vida era entre campesina y urbana. Mis padres eran gente de campo, que habían emigrado a la ciudad. Yo crecí en la ciudad, pero mantuve lazos muy fuertes con lo rural.

En San Martín, cuya población no pasaba de 3.000 personas, había un grupo de jóvenes –entre los cuales me contaba– muy inquietos por la cultura. Eran años muy especiales, porque la Argentina estaba cambiando y, después de muchos años de dictadura, poco a poco se iba asumiendo la posibilidad de la democracia, de vivir en un país imaginario, un país en el que pensábamos que todo era posible. Y ahí, en un pueblito perdido, había un grupo de jóvenes que se dedicaba a leer, a hacer poesía, teatro.

Arístides Vargas, en una fotografía de 2023, publicada en nuestra edición impresa.

Yo me daba ínfulas de poeta. Leía poesía (lo hago hasta hoy día) e intenté escribirla cuando mi primer matrimonio fracasó. Pero creo que también fracasó mi poesía. Ahora pienso que la dimensión poética se manifiesta en las obras de teatro que escribo. Este grupo de jóvenes tuvo un destino trágico: algunos estuvieron presos, otros tuvimos que exiliarnos y a otros los mataron. Los que quedamos nos seguimos viendo de vez en cuando.

Estudié hasta tercer año de secundaria y luego fui a la Escuela Superior de Arte Dramático, que dependía de la Universidad Nacional de Cuyo. Fueron mis compañeros los que me incentivaron a que hiciera teatro, porque yo era muy callado (como soy hasta ahora). Y soy muy vergonzozo, tengo mucha timidez. Pero en aquel entonces parece que no hablaba absolutamente nada, me sumía en un mutismo que solo comenzaba a explosionar cuando subía a un escenario. Por esa época, Ernesto Suárez fue a la Universidad a dar un taller. Él ya era una persona muy reconocida en el teatro y había ganado un premio nacional. Ahí nació nuestra amistad.

No terminé la carrera porque a fines del 74 asumió el poder Isabel Martínez de Perón y se creó un cuerpo represivo nefasto, que se llamaba Alianza Anticomunista Argentina, la triple A, que comenzó a actuar de manera impune en un país que suponíamos vivía en democracia. Este grupo paramilitar asedió la Escuela de Arte Dramático, comenzaron las persecuciones y por último los encarcelamientos. Ahí tuve que salir de Argentina, cuando cursaba el segundo año de estudios. Para entonces ya estaba casado. Me casé a los 18 años. En esa época todos nos casábamos jóvenes porque creíamos que íbamos a ser jóvenes para siempre. Con Laura, mi primera esposa, no tuvimos hijos.

Salimos sin destino fijo. Nos daba lo mismo ir a cualquier parte. Ahora siento que teníamos muchos problemas. Teníamos problemas entre nosotros, problemas con el entorno, problemas de miedo, problemas de desarraigo. Nos fuimos los cuatro: Ernesto Suárez con su mujer, Tati Interlige, Laura y yo. Y también la hijita de ellos, Laurita, que era chiquita. Ahora, cuando la veo a ella en televisión, me sorprendo del paso del tiempo. Viajamos por tierra, atravesando un país en guerra, hasta Salta, un paso fronterizo con la parte norte de Chile. Llegamos al Perú, donde vivimos un año en los camerinos del teatro La Cabaña.

Teníamos dos obras: una infantil que se llamaba Ta Te Ti, y otra que habíamos hecho en Argentina, La farsa de Patelín, muy divertida y que para nosotros funcionó como terapia porque nos permitía reír en un tiempo muy oscuro. La obra nos sacaba del exilio y nos metía en la ficción. Con esas obras trabajábamos en teatros, en ferias o en mercados, a cambio de comida. Hacíamos también teatro callejero. Eramos una suerte de cómicos de la legua. Hacíamos teatro por necesidad y porque buscábamos afecto, porque el teatro no es más que una expresión de la necesidad de afecto.

El teatro no es más que una expresión de la necesidad de afecto.

Malayerba nace en Quito

Decidimos venir al Ecuador sin saber a dónde veníamos. Jimmy Pérez, un guayaquileño (¿qué se haría Jimmy Pérez?) que vivía en el Perú exiliado por problemas políticos, nos hizo escuchar las canciones de Julio Jaramillo y nos dijo que cuando llegáramos a Ecuador nos íbamos a dar cuenta porqué el desierto se acaba: porque allá comienza el paraíso. Quito me pareció de una belleza excepcional. La parte colonial me maravilló. Dije “aquí me voy a quedar”. Quedé perplejo ante la intensidad del paisaje, del sol, de la luz. Era 1976.

Ernesto Suárez fue a trabajar como profesor de la Escuela de Teatro de la Universidad Central. E inmediatamente comenzamos a hacer funciones en escuelas y teatros. Entonces en Quito había mucha gente que hacía teatro, aunque no tenía el teatro como un oficio. Nosotros sí: era lo único que sabíamos hacer.

Vivíamos pendientes de lo que sucedía en Argentina y con la idea de volver. Pero, sin darnos cuenta, fuimos echando raíces. De pronto se rompió el grupo, porque surgieron las crisis de las parejas. El grupo éramos dos matrimonios. Ernesto y Tati fueron a Guayaquil y luego se separaron. También Laura y yo nos separamos.

Ya solo en Quito, comencé a relacionarme con la gente de aquí. Conocí a Jaime Guevara en 1977, un pionero del rock que tenía el pelo largo. En su casa empecé a conocer a una serie de jóvenes inquietos y con el tiempo entendí por qué me quedé: los países no son paisajes, son personas, son comarcas afectivas que te recogen y te hacen sentir que no eres un extranjero. Eso para mí es un país.

Vivía en un edificio de Los Dos Puentes, donde conocí al diseñador chileno Pepe Rosales y a Carlos Theus, un belga que hacía teatro. Formamos un grupo que se llamó Mojiganga. Pusimos dos o tres obras, una de las cuales era Misterio Bufo, de Darío Fo, un autor al que casi no se conocía en América Latina. Por ese tiempo se incorporaron al grupo Susana Pautasso, argentina, Charo Francés, española y, más tarde, Silvia Henao, colombiana, y Hugo Gianini, pianista chileno.

En Mojiganga comenzamos a dar vueltas a la idea de formar Malayerba. Es que los teatreros teníamos como principal objetivo discutir y oponernos. Entonces era importante oponer a un grupo, otro. Era una manera de afirmar la identidad a partir de la negación de lo otro. En Mojiganga se hacía teatro de autor y nosotros queríamos explorar la creación colectiva. Había un deseo de volver democrático el hecho teatral. Esto lo digo de una manera razonada este momento, pero en aquellos tiempos creo que había también mucho de pose.

La primera obra que montó Malayerba fue Robinson Crusoe. Ahí se incorporaron dos ecuatorianos: Carlos Michelena y Lupe Acosta.

Pensábamos que era importante entender lo que estaba pasando en este país y por eso fuimos a vivir a un barrio popular de Quito, la Ferroviaria Alta, donde estuvimos tres años. Hacíamos teatro en las esquinas pero, sobre todo, hablábamos con la gente más desprotegida. En Robinson Crusoe estaban todas las preguntas que nos hacíamos con respecto al teatro, la política, la realidad del país. Para vivir, hacíamos trabajos eventuales. Yo daba clases de teatro en la escuela Max Planck.

Fue en Malayerba donde realmente aprendí a hacer teatro. Esencialmente era un grupo de estudio, lo que nos interesaba era estudiar y ensayar, más que representar. Por eso tardamos tres años en hacer nuestra primera obra. Después hicimos Mujeres, también de Darío Fo. Luego, una obra de creación colectiva, La Fanesca. Siempre que volvíamos a la creación colectiva sentíamos que teníamos que aprender, que el teatro no era una ocurrencia más o menos feliz de unas actrices y unos actores, sino un arte complejo, lleno de caminos que había que transitar. Posteriormente hicimos Doña Rosita la soltera, de García Lorca, y El señor Puntila y su criado Matti, de Brecht.

El dramaturgo

Yo jodía mucho con que alguien en Malayerba tenía que escribir los textos para la escena. Hasta que Charo Francés me dijo un día: “Mira, déjanos de joder la vida y ponte a escribir tú”. La posibilidad de escribir fue un gran descubrimiento para mí.

Lo primero que escribí fue una versión de Woyzec, de Buchner, en los años 90. La obra se llamó Francisco de Cariamanga. Él es un soldado ecuatoriano que está cuidando la frontera entre Perú y Ecuador, en los años 40. Buscaba indagar qué es ser peruano y qué ser ecuatoriano.

Creo que el teatro es un juego. Un juego que nunca acaba. Es una suerte de varios discursos que se van concatenando y reinventando constantemente. El autor propone un juego y lo siguen el director, el actor y el público. Luego, todo vuelve a comenzar. Cuando escribes un texto no puedes agotar ni el teatro ni el texto. El texto de una novela es una pared, así de sólido. El texto del teatro es un tapiz que deja ver qué hay detrás a través del entramado. Y entonces el director comienza a tejer su nuevo discurso en ese entramado. Y luego el actor comienza a tejer. Y por último el público. Por eso en Pluma lo que propongo es una traición a mí mismo. Es decir, tomo mi obra como si fuera ajena. En el texto escrito hay una serie de indicaciones que hice como autor, pero que no respeté como director.

Hace muchos años iba por una carretera escuchando la radio y un señor, de esos que se dicen mentalistas o consejeros espirituales, ofrecía ayuda para todos los problemas. Eso me quedó flotando. Después de muchos años escribí Ana, el mago y el aprendiz. Yo escribo para librarme de muchas cosas que me han pasado. El proceso de escritura es más o menos rápido, pero la idea que me obsesiona tarda muchos años madurando. Así nació también mi última pieza, La muchacha de los libros usados. La obra primero va creciendo por dentro, hasta que ya no puedes soportarla más y tienes que escribirla. Yo no escribo para no ser representado. Para mí es condición la segunda escritura (del director), la tercera (del actor) y la cuarta (del público).

El destino me ha tratado bien y mal. Afortunado en el teatro e infortunado en un montón de cosas.

No creo que sea más talentoso o mejor que otros. Creo que la suerte actúa en el sentido de que te hace estar en un lugar donde, por casualidad, pasó algo. Y siempre fue así, desde el momento en que mi hermano me hizo leer a Antonio Machado.

He recorrido mundo, he estado en muchas partes, en muchos festivales.

Soy un obsesionado por la muerte. Estoy a punto de cumplir 50 años y uno tiene que asumir que no es inmortal. Uno empieza a sufrir los achaques propios de la edad. Cuando uno tiene 50 (o casi) siente que ya es hora de que le pase algo. Mi médico es un cardiólogo que, con un humor muy quiteño, dice “qué feo que ha de ser morirse en perfecto estado de salud”.

Mi padre murió de un ataque al corazón. No pude ir a su entierro, porque todavía tenía prohibición de volver a Argentina. En la Argentina de entonces ser joven era un antecedente penal, un atentado contra el Estado. Si uno tenía 20 años era sospechoso de que algo estaba tramando. Era una Argentina patológica. En mi país cada cierto tiempo sucede algo terrible que nos devuelve hacia el atrás, hacia el antes. A veces alguien me dice: “Pero si tú sigues haciendo teatro político”. Y yo le respondo: “Yo sólo sigo recordando”.

Un negro emocional

Volví a Argentina en el año 84, con Malayerba, al festival de Córdoba, y eso me causó un shock muy grande por muchas razones que todavía estoy tratando de comprender. Pienso que no he logrado aceptar que a mí me pasó una cosa que no le debe pasar a nadie. Y eso me creó un sentimiento muy fuerte.

Con Charo Francés trabajé muchos años y cuando ella enviudó y quedó sola, fue natural encontrarnos. Fue natural, porque nuestros afectos habían madurado en el escenario.

En el teatro uno aprende a vivir y amar y muchas veces esas relaciones alcanzan la vida y, de alguna forma, la cambian. En el escenario uno encuentra lo que quisiera ser y que la realidad no le permite. Un actor tiene muy pocas defensas para la vida, por eso somos neuróticos, angustiados, ansiosos y muy propensos a las especulaciones emocionales. Y es que continuamente estamos expuestos, sin ninguna defensa, ante la gente. Yo entiendo perfectamente la neurosis de los actores.

Ahora voy a Argentina una o dos veces por año a ver a mi madre, que tiene 90 años. Y, aunque hoy se están poniendo obras mías en Buenos Aires, no salgo de la casa de mi madre. En España me preguntan por qué vuelvo a Ecuador, cuando puedo quedarme allá a hacer grandes cosas. Para mí el teatro no tiene nada que ver con la crítica, con la fama, con el dinero. El teatro, en mi caso, es una necesidad profundamente emocional. Lo hago aquí porque tengo el contexto para hacerlo. Tengo un espacio, tengo un grupo para explorar todos estos universos emocionales que muchas veces no me dejan dormir. Estoy en Quito porque esta es una ciudad que me permite crear.

No puedes poner los premios delante tuyo. Hay que hacer las cosas por otros convencimientos, no por los premios”.

He tenido algunos premios. Este año han dado a Malayerba, en Los Ángeles, uno que lo vamos a recibir en noviembre, por el aporte a la cultura iberoamericana. El año pasado recibimos el premio a la mejor obra extranjera representada en La Habana durante el 2002, por Nuestra Señora de las Nubes. Y así. Pero eso para mí no tiene relevancia, porque no puedes poner los premios delante tuyo. Hay que hacer las cosas por otros convencimientos, no por los premios.

Me gusta el fútbol. Aquí soy hincha del Deportivo Quito, y de Boca Junior en Argentina. Me gusta el fútbol porque, como el teatro, es un juego de lo impredecible. Como todo buen juego es muy azaroso y por eso provoca grandes emociones. El juego nos despierta la posibilidad ilusoria de algo.

‘Negro’ es un apodo que me viene de Argentina, donde somos muy propensos a los sobrenombres. Pero no se crea que no me ha costado acuñarlo. Con Charo teníamos una empleada en nuestra casa que, como no le gustaba decirme Negro, me decía ‘señor morenito’. Y otra vez, en Miami, en el aeropuerto, Charo me gritó ¡Negro! y le cayeron tres policías a reclamarle con el argumento de que me había insultado. En Esmeraldas volvió a gritarme ¡Negro! y todo el mundo se dio la vuelta, creyendo que era a ellos.

Mi padre era un campesino que apenas había terminado la escuela primaria, pero era un gran lector de los clásicos, de la literatura griega. Entonces me puso a mí Arístides y a una de mis hermanas Minerva. Arístides –me dijo un día Simón Espinosa– significa ‘el elegido’.

Mi apellido es Vargas. Entonces, soy Arístides Vargas.

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