‘Lo que queda del día’, ya un clásico del cine británico, se estrenó originalmente en 1993 y ahora se encuentra disponible en Netflix. Los protagonistas son Anthony Hopkins y Emma Thompson, dos de los mejores actores de su generación en una de sus mejores películas.
Han pasado treinta años; pasarán más, muchos más, y esta película se seguirá viendo.
‘Lo que queda del día’ (The Remains of the Day) se estrenó originalmente en 1993 y fue uno de esos casos, ojalá cada vez menos frecuentes, en los que una cinta de alta gama dramática se vuelve tremendamente popular (por algo está en Netflix).
Es decir que los espectadores no sólo estuvieron a la altura de las ambiciones, digamos, intelectuales de la película, sino que esta supo qué botones apretar en la piel del público para doblarles el cuerpo y tenerlos felizmente sometidos.
Al final, todavía es cierto, dan ganas de llorar.
Si es la audiencia la que debe subirse o rebajarse a la naturaleza de un filme, y no la película la que debe tratar de mirarte de frente, a la altura de los ojos, es algo que discutiremos luego y que, como ha pasado hasta nuestros días, no resolveremos nunca.
Igual lo menciono porque ‘calidad + popularidad’ es el combo ideal para un proyecto artístico, y en este caso significa también que la obra trasciende y sobrevive a su propio tiempo.
Quizás el truco haya sido que, detrás y delante de una historia formal, que ocurre entre las paredes de una residencia propia de la monarquía, aparece un cuento sentimental que tiene que ver con la vida que uno espera y con la que vida que uno, ya convertido en otro, termina viendo cuando mira para atrás.
Digo sentimental y no emocional por la siguiente razón: las emociones son muchas y se disparan en todas direcciones, pero el sentimiento es uno solo.
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La trama de ese día
Anthony Hopkins y Emma Thompson, ellos sí mirándose siempre a los ojos y llevando el peso de la trama repartido en cuatro manos y cuatro hombros, forman parte de la ‘servidumbre’ en una mansión campestre.
La palabra ‘servidumbre’ no les calza del todo. Él es un mayordomo y ella una especie de primera oficial, lo que más bien los hace parecer la tripulación a cargo de una nave que no les pertenece pero que sí los necesita para funcionar.
Estamos en la primera mitad del siglo XX, la Primera Guerra Mundial ya pasó y la Segunda está por venir. Es más, en los interiores de la casa se reúnen delegados europeos y norteamericanos que ya piensan hacia qué dirección apuntar los cañones.
Estamos, precisamente, en Inglaterra, y todo, desde los movimientos de la cámara hasta los gestos en las caras, tiene ese filtro de formalidad británica al que uno a veces quisiera entrarle a puñetes como diciendo ‘ya, despierten… y, por el amor de Dios, pórtense como gente’.
Esto es clave porque la cinta, que se mueve en dos tiempos (según cambian los dueños de casa), dedica su energía a las decisiones que no se tomaron y que, por lo tanto, no lograron dar el giro que los personajes esperaban para sus vidas: él nunca se atrevió, ella se cansó de esperar, ambos llegarán al final del día con la insoportable frustración de no haberlo intentado.
El mayordomo, como lo haría un caballero de la vieja escuela, no logra poner su vida personal por encima de su trabajo, quizás porque trabajar es más cómodo, más rutinario y de muchas formas también más tranquilo.
Bien dicen que ser esclavo es más fácil que ser libre.
El trabajo, se sabe, es una distracción, y a veces sirve como anestesia.
Además, hablar de cosas personales, sentir estas cosas y tomárselas en serio, es costumbre de plebeyos, no de aristócratas ni de quienes les sirven la cena.