Diego Coral estrena ‘Juro que esto nunca volverá a suceder así’. En escena aparecen tres actrices, tres cuerpos que se interrogan sobre las despedidas, la muerte y el deseo.

‘Juro que esto nunca volverá a suceder así’
La obra de teatro escrita y dirigida por Diego Coral lleva por nombre un verso de una canción del español Nacho Vegas. Eso bastaría para amarla de entrada, pero además es clave para empezar a sentirla y reflexionarla. Porque entenderla nunca será el punto. Entenderla resultaría imposible. Y eso es, de entrada, bello.
¿Qué decir ante tres cuerpos que al tocarse parecen borrar los límites entre lo público y lo privado, entre la cultura y el cuerpo, entre la razón y la visceralidad? Aquí nada es fácil. El cuerpo no es fácil, la historia no es fácil, las relaciones no son fáciles. En un mundo donde prima la necesidad de entenderlo todo, Coral antepone la incomodidad.
Tamia Otálora, Jesyka Gutiérrez e Ivannia Michelena son las actrices de esta obra, pero también son cocreadoras. ‘Juro que esto jamás volverá a suceder’ nació en 2019 como parte de una investigación colectiva cuyo resultado será estrenado este viernes 20 de octubre en el Estudio de Actores (Manabí y Benalcázar).
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Despedidas y desarraigo
‘Juro que esto nunca volverá a suceder así’ es un coproducción del Estudio de Actores – Teatro Sangre y tiene como protagonistas a tres mujeres que parecen fragmentos de un solo ser. Uno que habita en la oscuridad. Una oscuridad que se parece al inconsciente.
Ese espacio atemporal tan misterioso, tan atmosférico, ha sido cuidadosamente diseñado y producido por Daniela Sánchez, con la asistencia de Andrés Obando. Allí las actrices se cuestionan, desean, se despiden. ¿De quién se despiden estas tres mujeres que son una? Tal vez de su padre, tal vez de un país o de un@ viej@ amante; tal vez de sí mismas.
La despedida es el punto de partida para intentar nombrar el desarraigo, un tema recurrente en las obras de Coral. Sus personajes siempre se están despidiendo. Ya lo hizo en su mediometraje ‘Los que encuentras, los que se quedan, los que están’ (2009), en el que uno de los personajes, un colegial, evitaba la despedida de su padre a toda costa, y otro de ellos, un recién graduado, se despedía de sus amigos porque se iba a estudiar en Argentina.
“¿Qué son las despedidas sino saludos disfrazados de tristeza?” le escribía Henry Miller a Anaïs Nin, y estas palabras resuenan en cada imagen bella y triste, ausente y presente, construida por Diego, Ivannia, Jesyka y Tamia.
La despedida merodea a los personajes y funciona como metáfora del constante acercamiento a la muerte, una muerte alargada, cotidiana, que se esconde en ese mutar de piel cada día, en esas células que se apagan en silencio en los cuerpos a pesar de que éstos sigan caminando; una muerte cotidiana, pero al mismo tiempo, impregnada de deseo. Porque los personajes también laten. En ellos hay vida y libido. Sus ropas rasgadas, sus pieles manchadas de harina, remiten a un instinto primario, y sobre todo, destilan libertad.











Fotografías: Duvver Kirchenbug
Cuerpos y muerte
A través de una metodología interdisciplinar que combina técnicas actorales como Viewpoints, Suzuki y dramaturgias contemporáneas, las actrices habitan una trama circular donde lo político y lo íntimo se entrelazan. Así, el recuerdo pasional en un hotel está íntimamente relacionado al fin de una dictadura.
Las tres deambulan por el escenario buscando algo. Y la ansiedad parece incrementarse con la exploración musical creada por Mariela Espinosa, especialmente, para ‘Juro que esto nunca volverá a suceder así’ ; su música acompaña los estados de la mente y el cuerpo de estos personajes.
Hay la sensación permanente de que las tres responden a una sola psique contradictoria. Una que se inscribe en una sola piel, un cerebro que es más piernas, brazos, sexo, que cabeza. La obra presenta a estos cuerpos como territorios fragmentados y contradictorios.
En un momento, las acciones de las mujeres, que también rozan los límites de la danza, empiezan a repetirse, muy al estilo de Pina Bausch, quien, no en vano es citada en el texto. Hay algo oscuro detrás de este repetir. Freud identifica la pulsión de muerte con la compulsión de repetición.
Volvemos a la idea de una muerte alargada, perezosa, que se evidencia precisamente a través de la repetición, de una serie de acciones despojadas de su signo; cuerpos autómatas, pesados, cansados. No es un suceso definitivo ni grandilocuente el antagonista de esta historia, sino el cansancio, tan sin forma, el que acecha sin direccionalidad definida; el poder no se ubica en un solo espacio concreto sino que está adherido a los cuerpos.
Entonces, ¿cómo salir de este eterno retorno, de este laberinto de paredes invisibles donde el poder (o el biopoder) gobierna en silencio a los cuerpos? ¿Con un alivio?, ¿con sentido del humor? Para responderse, Coral se hace otra pregunta: “¿Qué pasa con el drama después de la muerte del drama?”
En medio de este “desierto de lo real” las actrices son grabadas con la cámara de un celular cuya pantalla aparece proyectada en el escenario, proponiendo un juego de miradas en el que se pone en tela de duda el lugar del observador y el observado; esta pantalla de alguna manera repite lo que sucede en escena.
Y aunque es lo mismo, es otra cosa, porque está atravesada por la mirada del director, que es quien graba a sus actrices y elige una boca, unas manos, un cuello; aliento, impulsos sexuales, energía libidinal que se transmite a través de un dispositivo tecnológico. El cuerpo y la máquina. Pero sobre todo el cuerpo, que a pesar de la máquina, palpita, existe a través de un lenguaje nuevo hecho de manos, pies, impulsos, agua, harina y voz.
Y en el fondo el deseo, el deseo que resiste.