NOTA DE LIBRE ACCESO

Cita a puertas abiertas

Par Líneas

Por Juan Fernando Andrade | @pescadoandrade

Jonah Hill empezó joven.

No fue exactamente un niño actor, pero en su vida adulta no ha sido nada distinto.   

Desde que cumplió veintidós años, más o menos, estuvo primero al centro de comedias taquilleras y luego en papeles serios que obligaron a la industria a tomárselo en serio.

Cuando aparecía en comedias, al principio todas juveniles, se lo entendía como el gordo del reparto, digamos que cumplía ese papel, pero siempre del lado piola y sensible de la interpretación.

Como muchos, muchísimos de nosotros, usaba el humor tanto para transmitir emociones como para esconderse y protegerse de ellas.

Y uno se preguntaba si estaría cómodo debajo de esa piel, o si como a muchos otros el cine lo estaba obligando a ser gordo para poder hacer de gordo.

Por un lado, Jonah Hill se estaba convirtiendo en el gordo favorito y recurrente de su generación, y por el otro estaba encerrado contra su voluntad entre las flácidas paredes de su cuerpo.

Su cambio de vida y de apariencia sucedió muy a lo Hollywood: da la impresión de que se alejó de la vista pública y, en cuestión de meses, volvió con menos grasa en el cuerpo y una actitud firme que iba de acuerdo con los diferentes papeles con los que se fue fajando.

No diríamos, ahora, que se trata de un actor serio (léase que opta por los dramas), pero se ha vuelto más arriesgado y personal, se nota que tiene iniciativa y capacidad de realización: recomiendo mucho la película que dirigió, Mid90s, y una miniserie oscura y futurista en la que podemos verlo como en ningún otro papel hasta ahora, llamada Maniac. 

Esto, jugarse por papeles que no parecían diseñados para él, ha marcado la adultez de su carrera. El mismo reconoce que no poco tuvo que ver su cambio de apariencia física, y dice algo más importante: durante la adolescencia, cuando creció a lo ancho y aumentó de volumen, cuando su madre le pedía a gritos y lágrimas que perdiera peso, no lo hizo, pues estaba convencido de que el mensaje era otro, de que la gente quería decirle que había algo mal en su sistema operativo.

O sea: creía que cuando le decían gordo, le estaban diciendo: eres una mala persona. 

Esto lo sabemos ahora gracias a su última película como director, un documental personalísimo.

En Stuz, como se llama el documental, Jonah Hill da un giro en aspecto simple que provoca a su vez una cantidad de revelaciones no tan simples o no tan fáciles de aceptar.

Quiero decir que intenta registrar fielmente cómo fue someterse a una terapia profunda, larga y sostenida, y para eso da vuelta a la cámara, se pone en la silla del director, y lleva a cabo una serie de entrevistas frontales con su terapista, Phil Stutz, un hombre de 74 años.

Stutz seduce de entrada, se lo ve sabio y tranquilo, condición que dice haber alcanzado tras aceptar que nadie tiene la vida resuelta, es decir, que nadie sabe realmente cómo es o de qué se trata, así que sufrir al respecto no tiene mucho sentido.

Stuz, la película, es un ejercicio de forma simple, sin mayor aparataje (gracias Dios), como estar presenciando una conversación entre amigos que, ambos lo dicen varias veces, se quieren mucho.

Llegado un momento, el terapista, que tiene su propio mal, la enfermedad de Parkinson, le pregunta a su paciente por qué ha decidido hacer esta película. La respuesta es clara y sincera: porque espero ayudar a otra gente como tú me has ayudado a mí.

Y yo diría que así se cumple con el principio del arte: decirle al otro que hay una vida más allá de la tristeza.  Iluminar los caminos y mostrarlos.  

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