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¿Qué tenían en común Botero y Guayasamín?

El maestro colombiano y su par ecuatoriano pintaron un mural en 1960. Sí, tal como lo lee. A pesar de sus diferencias estéticas Botero (1923-2023) y Guayasamín (1919-1999) compartieron lienzo: la pared de una residencia en Bogotá.

La prueba de dicha colaboración está en el libro ‘El joven maestro. Botero obra temprana (1948-1963)’. En la página 43 de dicho ejemplar se recoge la obra Sin título que les mostramos a continuación:

Botero

Fernando Botero, un paisa universal

*Nota publicada en Mundo Diners, 2005

Por: Lenin Oña

Fotos: Museo Nacional, Bogotá.

La fama ya les había hecho más de un guiño a Fernando Botero y Oswaldo Guayasamín cuando pintaron juntos un mural en Bogotá. Consecuencia de una noche de parranda y exigencia del dueño de la casa, la obra siguió siendo un atractivo principal cuando la residencia se transformó en restaurante. Y no hay mucho más que haya unido a los dos pintores, tan distintos en sus expresiones y motivos. Pletórico en sus voluminosas figuras, el colombiano; ascético hasta los huesos en sus descarnados personajes, el ecuatoriano.

Sin embargo, si bien se mira, sí tienen algunos rasgos en común. La reconocida capacidad para la autopromoción, por ejemplo. O la necesidad de documentar el horror, que para Botero ha sido un imperativo circunstancial: “en vista de la magnitud del drama que vive Colombia, llegó el momento en que sentí la obligación moral de dejar un testimonio sobre un momento irracional de nuestra historia”. La serie El dolor de Colombia trata de este tema y se halla en el Museo de la Ciudad, de Quito, hasta el 16 de octubre (de 2005). Una más reciente versa sobre las torturas norteamericanas a los prisioneros de la cárcel iraquí de Abu Ghraib. Guayasamín, en cambio, se dedicó de principio a fin a denunciar las calamidades de la explotación y la marginalidad social.

Botero
Portada del artículo publicado en Mundo Diners, en 2005.

De la provincia al museo

La personalidad plástica del artista antioqueño sobrepasa el mérito del fácil reconocimiento de todo lo que hace, y hay que advertir que no solo engorda (digámoslo provisionalmente así) las imágenes de las personas, sino de cualquier objeto o animal que introduce en sus cuadros. Ocurre lo mismo que con Giacometti, muchas de cuyas piezas se identifican más que nada por una extremada delgadez, característica relevante aunque insuficiente para comprender la trascendencia del eximio expresionista.

Hay dos líneas maestras que definen la trayectoria del pintor –y escultor también– que sin cumplir los veinte años partió de su ciudad natal en pos del arte, en cuyos dominios se había introducido con precocidad y talento. La primera tiene que ver con la intransigente fidelidad a su país y a su región. Cumplido este propósito, lo reafirma y enfatiza así: “Nunca dejé Medellín. Toda mi obra es el relato de ese mundo provinciano del Medellín de mi infancia y adolescencia: la esquina, la maestra, el cura, el policía, el café, el bar, el parque, las casas floridas, las familias, las tías, la cuadra”.

El otro rumbo se manifiesta en la admiración por la pintura europea del período que va de los prerrenacentistas a los neoclásicos. “El último buen pintor que hubo fue Ingres. De ahí en adelante todo era pura taquigrafía”, le confió a su compatriota Álvaro Mutis. (Ni más ni menos: el frío, riguroso, intelectual y académico Jean-Auguste Dominique Ingres, autor del celebérrimo Baño turco, apoteosis del desnudo femenino, que a fuerza de perfección anatómica congela la emoción erótica. ¿Y, qué hubo de los impresionistas?). La admiración por aquellos clásicos –Giotto, della Francesca, Ucello, Massacio, Mantegna, entre los que más suele mencionar– derivó muy pronto en la decisión de aprender de ellos no solo la técnica sino el “valor del volumen, la coexistencia del color y la forma, la parte ilustrativa”.

La resistencia

El éxito del artista a la hora de elegir la orientación que habría de seguir, coinciden él y sus biógrafos, radica en haber resistido la influencia del expresionismo abstracto, y en general del abstraccionismo, en el sitio mismo desde donde se imponía su abrumadora hegemonía: Nueva York en los años 50-60 del siglo pasado. Botero recuerda que en esa metrópoli por entonces “había un ambiente donde se predicaba el abstraccionismo y el expresionismo como una religión. (Pero) al único predicador al que le he creído es a la historia del arte y a los museos. Yo he seguido lo que el gran arte me ha dicho”.

La formación que se impuso no es muy frecuente entre los pintores modernos, pero la de Henri Rousseau, “el aduanero”, se podría mencionar como antecedente para la suya, pues la obtuvo más en los museos que en las academias. “Fui copista en el museo del Prado, vi a Goya y a Velázquez todos los días”, confiesa y añade una clave para comprender sus razones: “El arte es un gran coctel en el que hay mil cosas que uno conoció y amó, y de toda esa mezcla sale un producto personal. Por eso, cuando alguien se para frente a un cuadro mío dice ´Esto es un Botero’, el resultado personal tras el que hay muchas cosas”.

“Esto es un Botero”

Sin duda, sus cuadros se cuentan entre los más identificables de la historia de la pintura, lo que no es poco decir, y quiere decir que el artista ha conseguido forjar un estilo. Un estilo inimitable por la personalísima singularidad que lo caracteriza. Una mirada superficial lo va a definir por la gordura, la obesidad, el volumen, o con términos similares. En realidad el asunto es más complejo y sutil. Se trata del predominio de la deformación y de la alteración de las proporciones normales y naturales. Otro elemento determinante es el estupendo manejo del color, aprendido de los clásicos italianos, a quienes también debe el don de la claridad, esto es, la ausencia de tenebrismos y claroscuros.

Rasgos notorios de esos óleos (y hay que señalar que el óleo es su material preferido) son la monumentalidad de las figuras, que logra manipulando las proporciones, el aire de estupor que muestran, la incongruencia frecuente de las situaciones y escenarios, amén de una decantada ironía, que tal vez implique su más agudo comentario sobre la condición humana, tantas veces proclive a la solemnidad y a la autoestima hiperbólica. Para Mutis, “Botero es un monstruo de endemoniada lucidez, que registra, con el ojo implacable de un felino en acecho, la cotidiana y sandia existencia de sus semejantes”.

Al dedicarse a la escultura, llevado por la irresistible atracción de lo voluminoso, acierta, una vez más, en virtud de la propia naturaleza tridimensional de este arte; tanto que para algunos entendidos las piezas escultóricas bien podrían situarse por encima de las pictóricas. Sin embargo, antes de que se revelaran las capacidades del novel escultor, una de sus mayores exégetas, Marta Traba, advertía que “El volumen es una trampa cuando se define tan rotundamente, porque conduce sin remedio a la fórmula”. Para él, la explicación es más sencilla: “Mi problema formal es crear la sensualidad a través de la forma”, dice.

El paisa universal

A partir del apotegma de Ortega y Gasset ya sabemos que nadie es lo que es per se, sino que cada uno es él y sus circunstancias, vale decir, por sobre todo, él y su cultura, la que le ha rodeado y la que ha adquirido. Uno de los estudiosos de la vida y milagros de su compatriota, Mario Rivera, escribe: “El antioqueño como tal, frecuentemente es reducible a un acto, por lo que se nos presenta como el representante auténtico de una vida excéntrica, asombrosa, lindando a veces con lo genial. ( ) Hay, pues, en él una alta cuota de bastantismo como algo que le es innato y trascendente. El bastantismo de quien se considera a sí mismo una fuerza de la naturaleza, el exponente de una raza privilegiada que intenta hacer de sus gestos grandes, suficientes, “bastantes”, el símbolo o la figuración de sus actitudes mentales. El bastantismo le da pie para que exagere, fantasee, deforme”.

Además, y no hay que olvidarlo, el antioqueño, el paisa, es emprendedor por ancestro, gozador de la vida por convicción, “mamador de gallo” para preservar la salud mental, perseverante por necesidad social, ameno contador de historias. Botero, como buen paisa, revela muchas de estas virtudes y las deja traslucir en sus pinturas, que no en vano reflejan sabias lecciones del arte popular: sencillez, inteligibilidad, candidez, pulcritud.

El secreto de la popularidad internacional de sus cuadros, dibujos y esculturas deviene de la preferencia universal por la imagen real o próxima a la realidad. Los complejos ismos y entreveros en que ha incurrido el arte desde hace una centuria siguen siendo dominio de minorías ilustradas, de públicos y coleccionistas especializados.

El pintor y el novelista

Por donde ha expuesto, museos y bulevares de reputación mundial, ha despertado fervorosos comentarios y hasta quienes lo critican suelen hacerlo en voz baja. Con sus cuadros sucede algo similar a ciertos episodios de Cien años de soledad, como se demostró en una entrevista de prensa que García Márquez concedió en Moscú hace muchos años: una corresponsal alemana informó que en una pequeña ciudad de su país se había suscitado un incidente similar al de la levitación de Remedios la bella. En otras palabras: las creencias y conductas humanas se asemejan mucho en todas partes.

Y no es extraño que entre el pintor y el novelista se hayan descubierto fundamentales similitudes. Para Marta Traba es significativo que “mantengan una postura tan paralela ante la realidad nacional. ( ) Llevar la situación surrealista a un plano de normalidad es, precisamente, la aportación original de ambos artistas colombianos a las múltiples vías irracionales que sigue hoy día el arte contemporáneo, desde el dadaísmo hasta el pop-art”. Pero, eso sí, Botero aclara: “si se observa bien mi trabajo, si la gente ve mis catálogos o mis libros, se dará cuenta de que yo ya era Botero diez años antes de que García Márquez fuera García Márquez. Él se volvió lo que es con Cien años de soledad, y como es Premio Nobel la gente cree que debo ser su seguidor”.

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