Rayuela Editores, Quito, 2017
Pequeños fragmentos de la vida cotidiana e íntimas confesiones de la autora (yo soy lo que escribo y escribo lo que soy), abundantes anécdotas (¿qué sería de la vida sin anécdotas?), algunas reflexiones (Aprender que el tiempo pasa, que nos quedamos solos, que los adioses duelen y que se arruga el alma) y unos entretenidos viajes (si tuviera plata, la invertiría en viajar, volar ¿huir?), todo cruzado por un constante sentido del humor, el más difícil y valiente de todos: la risa posada sobre sí misma.
Así va la autobiografía que Mónica Varea no autoriza, pero que permite adentrarse en su protagonista con los sabores y sinsabores de su vida, desde su infancia en Latacunga y el traslado de su padre y eterno cómplice a Quito, hasta la vida de una librera por pasión, abogada de profesión, madre por dedicación, amiga por convicción, en fin, navegante de una vida con la que el lector se encuentra y descubre.

El recorrido geográfico y humano de Mónica se hace muy familiar para quien vivió en el Ecuador de los sesenta en adelante, su alusión a lugares rurales y urbanos reconocibles, comidas cotidianas, dichos y refranes de antiguo cuño; la prosa es amable, modesta y acogedora, el estilo marcado por un lenguaje directo, sin pretensiones.
Ella relata con franqueza lo que percibe y no teme juicios de nadie.
Por ello, para quien busque adentrarse en un personaje entrañable, con sus femeninas fortalezas y sus humanas debilidades (Mi vida con espinillas, triste memoria de la adolescencia a la tercera edad), esta autobiografía, desprovista de la habitual vanidad con que suele teñirse este género literario, cautivará al lector desde la primera página.
(Renato Ortega L.)
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