Por William Díaz

Hoy vi a mi hijo. Está grande, como estirado. Antes parecía una pelota de básquet, ahora se me hizo más como de fútbol americano, como le dicen acá.
No lo había visto desde que Victoria resolvió adelantar su regreso al Ecuador, hace tres meses, y apenas pude darle un beso de despedida porque estaba dormido. Con todo el ruido del aeropuerto O’Hare de Chicago, el man igual dormía como una piedra. Pensé que el tiempo pasaría volando, como dicen, pero no, doce semanas sin verlo han sido muchas: en serio, muchas.
Yo me resistí a venir a Quito, eso también es cierto. Quizás porque en el fondo pensaba que Victoria terminaría arrepintiéndose y volviendo a Estados Unidos con mi hijo en brazos. Se suponía que íbamos a vivir allá, en Chicago, ese era el plan. Pero todo cambió. Ni siquiera me casé y ahora estoy separado, viviendo en un país que no es el mío sólo para estar cerca de él.
Hace un año, cuando nació, en plena pandemia y con serias posibilidades de reelección para Trump (dicen que le podría ganar a Kamala Harris el 2024), las cosas estaban más o menos bien. Victoria quiso seguir estudiando casi hasta que dio a luz. Yo le dije que no, que pasara el embarazo tranquila, que si quería podíamos viajar, alejarnos de la gente, pero ella tenía miedo de ser justamente lo que es ahora: esa man que abandonó la carrera para ser mamá.
Vivíamos en un apartamento de la calle Randolph, sólo tenía que rodear el Millennium Park para seguir con sus talleres presenciales en la Escuela del Instituto de Artes de Chicago; todo lo demás, las clases y las charlas y las tutorías, las recibía en la compu. Teníamos dos cuartos, era carísimo, pero yo pagaba todo y ella ni siquiera miraba las cuentas porque yo no se las mostraba.
Cuando nos conocimos no era para nada así, se fijaba hasta en el último centavo y no me dejaba gastar mi propio dinero en lo que ella consideraba “gastos superfluos”: viajar un fin de semana a Manhattan para ver a Radiohead en el Madison Square Garden, por ejemplo. Aunque no le pareció superfluo viajar a Orlando (¡Orlando!) en el 2019 para ver a la selección en un partido amistoso contra los gringos.
Fue el peor día de mi vida. El soccer no me interesa, me parece aburrido y se me hace como gay, pero estábamos en la luna de miel, comenzando, y la acolité (esa palabra me la enseñó ella). Allá se juntó con sus compañeros del colegio, todos ecuatorianos, todos con la camiseta de la selección puesta, las mejillas pintadas, Panama hats y hasta había uno, “El Negro Espinoza”, más blanco que yo, que tenía puesta una bandera como capa. Un horror, el tipo de cosas que uno hace por amor.
Por cierto, el taxista que me trajo del aeropuerto al hotel me dijo esto: repetir un amor es repetir un error.
Estuve viendo su Instagram. En Chicago, Victoria decía que Instagram era para “hípsters lamparosos”, que en Twitter al menos se enteraba de lo que pasaba en el mundo, que siempre daba con artículos que la ayudaban en su carrera y en su vida, que lo otro era como venderse a uno mismo por catálogo; y que yo debería cerrar mi cuenta porque mal que mal tengo cuarenta y a mi edad hay otras prioridades. Ahora tiene como tres mil seguidores y sube fotos e historias de mi hijo porque según su perfil se dedica a ser “Mamá de”.
En Orlando, me acuerdo, Ecuador perdió uno a cero y todo ese escándalo del principio pasó a las puteadas, “negro de mierda, mi carro vale más que vos”, y uno de sus amigos hizo una broma que yo había escuchado en inglés, “Si veo a un negro corriendo en una cancha, aplaudo; si lo veo caminado en la calle, me aparto”, y todos se rieron, hasta yo. Pero esta man ha subido un montón de fotos de las ecuatorianas que han ganado medallas, todas mujeres, negras, y se refiere a ellas como “hermanas” En Chicago tenía una sola amiga negra, se llamaba Gail y era de Kosciusko, Mississippi.
En este país va a crecer mi hijo.
En este país voy a vivir yo, al menos un tiempo.
¿Debería estar preocupado?
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