Como homenaje en los cien años del natalicio del escritor colombiano Álvaro Mutis hacemos un recorrido por sus indagaciones sobre el pesimismo, el caos y el desplome de la certidumbre que pesa sobre la humanidad. Ya lo había dicho García Márquez: “Maqroll somos todos”.
A comienzos de abril de 1948, con apenas 24 años, Álvaro Mutis entregó a las pocas librerías que había en Bogotá su primer poemario, escrito con Carlos Patiño Roselli. Pocos días después ocurrió lo impensable: con el grito “¡Mataron a Gaitán!” se anunciaba la muerte del líder liberal y ardía una capital que terminó mutilada.
Edificios públicos, almacenes y hasta librerías sucumbieron a las llamas. La primera obra de Mutis se agotó hasta las cenizas. Entre las ascuas se desvanecían sus versos y el preámbulo del personaje que también aparecía por primera vez para luego acompañarlo en los cientos de páginas que hoy conforman su obra: Maqroll el Gaviero, ese que anduvo entre ríos, mares y hospitales de ultramar.
En La balanza leemos por primera vez la voz de aquel marinero inquieto y suplicante. El libro anticipaba una versión de la ‘Oración de Maqroll’ que, aunque incompleta, reunía “algunas de sus partes más salientes”: “Porqué quitaste a los ciegos su bastón con el cual rasgaban la densa felpa de deseo que los acosa y sorprende en las tinieblas?”.
La memoria de un errar insaciable
Para recuperar el trabajo que ardió en las hogueras violentas del Bogotazo, Mutis construyó ‘Los elementos del desastre’ (1953) con cinco poemas del libro original. En uno nuevo que escribió para esta obra, titulado ‘Hastío de los peces’, siguen delineándose el genio y figura de Maqroll, uno de cuyos primeros oficios fue celador de buques trasatlánticos “en un escondido y mísero puerto del Caribe”, con pocas ganancias pero plena conciencia de sus responsabilidades.
Allí lo acompañaron pájaros portentosos, albatros vaticinadores del hambre y mariposas de oscuras alas lanosas que hacían juego con las hondas ojeras de desgano de los turistas, esos “seres singulares estancados en el placer de un viaje interminable”. Así auguraba Mutis los recorridos de Maqroll, advirtiendo una historia posterior en la que narraría su vergonzosa huida y el subsecuente castigo.
En 1959 llegó ‘Memoria de los Hospitales de Ultramar’ como una separata del número 26 de la revista colombiana ‘Mito’ −publicada como apoyo a Mutis en sus días en la cárcel mexicana Lecumberri−. En esta aparecen fragmentos de “un ciclo de relatos y alusiones tejidos por Maqroll el Gaviero” donde el personaje se dedica a otro oficio, el del cuidado de la gavia, esa gran vela trapezoidal que ayuda a impulsar buques y navíos.
El de ‘Memoria’ es un marino viejo, enfermo e insomne visitado por recuerdos y rondado por la muerte ante “los días en blanco en espera de nada, vergüenzas de la carne, (…) semanas de hospital en tierras desconocidas curando los efectos de largas navegaciones por aguas emponzoñadas y climas malignos”.
Pese a su lírica poderosa, esta edición impresa en papel periódico cosido con ganchos, una letra de tamaño mínimo y sin las ilustraciones del pintor Fernando Botero −que alguien perdió en un taxi− pasó casi desapercibida. El mundo literario le hizo justicia seis años después con ‘Los trabajos perdidos’ (1965), publicado por la mexicana Era. Dividido en I. Los pasos perdidos y II. Reseña de los Hospitales de Ultramar, el libro cobró una fuerza insospechada y recuperó para Mutis el mérito de su poesía andariega.
En 1981 nació ‘Caravansary’ (FCE) en alusión a la edificación persa donde pernoctaban y descansaban las caravanas de viajeros. En las páginas de este libro reposó también el Gaviero, reseñando algunos momentos de su vida de los cuales manaron la razón de sus días y los motivos que le ayudaron a vencer el manso llamado de la muerte.
Mutis relata el viaje de Maqroll en una vieja barcaza oxidada que atraviesa los manglares, acompañado por una mujer salida de un burdel, de oscura melena y aroma agridulce, captada por las fiebres de la malaria. En el delirio que causa el hambre el Gaviero evoca fuegos, diálogos, soles y monedas, infundios sobre su pasado y “todas las esperas. Todo el vacío de ese tiempo sin nombre”.
Tres años más tarde vino Los emisarios (FCE, 1984), en dos de cuyos textos se asoma de nuevo el personaje de ríos y mares. “La visita del Gaviero” y “El cañón de Aracuriare” dan cuenta del peso de la vida que se cierne sobre Maqroll, ahora con voz apagada y hombros rígidos, hombre que mira los cafetales en actitud de espera y opaca alegría… Ese que fue antes comerciante y se enroló en un carguero, hizo prédicas y cantó aleluyas, pasó por hospitales e hizo negocios, prolongó la soledad en oficios, trashumancias y caídas, y ahora se aleja “del trajín de los puertos y de la encontrada estrella de su errancia insaciable”.












Novelar a Maqroll
Y entonces ocurrió lo que precisaba la literatura: que Maqroll se instalara en las novelas de Mutis. Sucedió con La Nieve del Almirante (1986) que ya se prometía en un poema de Caravansary. En la tienda (cuyo nombre da título al libro) donde el Gaviero de barba grisácea, muleta artesanal y llagas supurantes recibía a los clientes, se agolpaban frases escritas en las paredes: “Soy el desordenado hacedor de las más escondidas rutas, de los más secretos atracaderos”. Entre el calor, algunas neblinas de páramo y las empresas que al final no prosperan, Maqroll sigue sobreviviendo al fracaso, siempre exiliado.
En 1987 apareció Ilona llega con la lluvia, esa amante del Gaviero que se anunciaba desde el poema “204” de La balanza, la incansable viajera cuya oración matinal despierta a los durmientes del hotel de cuartos sin arreglar. Ahora es Villa Rosa, el burdel que administran juntos, donde Maqroll se perderá por nuevos laberintos.
Un bel morir y La última escala del Tramp Steamer (ambos de 1988), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1991) y Tríptico de mar y tierra (1993) extienden la presencia de Maqroll en la novelística de Mutis. Esa condición trashumante presente en toda su obra, “la itinerancia, el desplazamiento continuo (…). Este ir y venir del tiempo y del espacio” que finalmente se convierte en la esencia de su propia vida, y evidentemente, “en la materia de mi poesía y de mi materia narrativa”.