
Ha perdido la cabeza. Grita incoherencias todo el día. Ataca enemigos invisibles. Insulta, insulta, insulta. ¿Se estará insultando a ella misma? ¿A su cabeza? Vamos, repite, vamos, como si quisiera que algo o alguien se ponga en marcha, que la siga. Ese algo o ese alguien no responde, no obedece, no aparece. En realidad, no existe.
Mañana, tarde y noche grita vamos, vamos, vamos.
También grita otras cosas horribles y mueve muebles, los arrastra, como si le quisiera hacer sitio a alguna reunión familiar que no sucederá nunca.
Llama a alguien, ¿a quién, si no tiene a nadie? Sigue llamando y la que la oye soy yo: la de abajo.
Creo que tiene algún animalito porque, de vez en cuando, escucho gemidos. Quizás son suyos, pero no parecen humanos. Ella tampoco. Le faltan dientes, tiene el pelo seboso como si no se hubiera bañado nunca, la ropa está llena de huecos, huele mal.
A veces la veo: camina rápida y furiosa. Me pregunto por qué está tan iracunda, pero la pregunta se responde sola. La han abandonado tanto que la ha abandonado hasta su propia cabeza.
La soledad absoluta.
La compadezco como nadie lo hace. He intentado hablarle, pero es imposible: ya no sabe quién soy. Yo tampoco la reconozco, pero su demencia, sus gritos, su furia, me hacen llorar.
Y me aterran.
Temo que un día se caiga y no se levante. Temo verla volar por la ventana abierta al abismo. Temo que sí sea un animalito lo que gime y que lo mate y recupere un segundo la conciencia y se dé cuenta de que ha matado a lo único que le importaba. Temo que en la infinita noche de la demencia deje prendida la hornilla y se queme viva. Temo tanto por ella que ya no pienso en otra cosa.
Con el corazón encogido me asomo a su sueño desesperado, a esos sueños que tiene de que todavía es una mujer joven, de que todavía puede recuperar a su amor verdadero, tener un hijo, una hija.
¿Qué come?, me pregunto. ¿Cómo mastica con esa boca desdentada? ¿Pensará alguien en ella a kilómetros de distancia? ¿Quién irá a su funeral? ¿Las fotos de quién adornan sus repisas?
Me pregunto muchas cosas de ella que sé que nunca sabré. Cuando llegue el momento de conocerla ya no veré ni escucharé ni tendré lógica.
Sus gritos me acompañan todo el día. Está arriba, no puedo dejar de oírla cuando maldice a las sombras, cuando se pone furiosa por algo que nada más ella sabe: ¿sus decisiones?, ¿en lo que se convirtió una vida que imaginó feliz?, ¿la maldita cabeza que ya no es suya, sino del diablo de los seniles?
Algún día la conoceré y entonces será tarde para todo. Quizás ya lo es. Su fantasma es mi fantasma.
Vive arriba de mi cabeza y le tengo miedo: la vieja demenciada del mundo de arriba es la amenaza que me rompe en dos.
La mujer que seré cuando no sea esta, la anciana que grita todo el día y a la que nadie visita porque no hay nadie que la quiera visitar: es un monstruo de ira.
Tengo miedo del futuro. Tengo miedo a perderme como te perdiste tú. Tengo miedo a envejecer de esa forma espantosa: sola, sin hijos ni nietos ni amor.
El mundo de arriba se me viene encima mientras escucho una vez más que maldices algo, a alguien, y ese alguien, probablemente, soy yo.