La vida de una ciudad en caos queda reflejada en una sola escena: tres mujeres fuman, beben y escuchan reguetón, mientras a unos pocos metros policías y manifestantes se muelen a piedrazos y bombas de gas.

Son las cuatro de la tarde. No se ve el final de la calle, aunque está tan cerca, apenas a unos 200 metros. El humo blanco y venenoso invade las aceras, las siluetas de las personas que protestan, las de los policías, los perfiles de los edificios. En medio de ese escenario de guerra urbana, tres mujeres ríen y escuchan reguetón.
Es el día 10 del paro nacional en Ecuador.
De ellas, sale un humo más amable, marca Lark, con forma de sonrisa, de picardía, de erotismo y miedo.
Daniela, Bárbara y Nicole son tres trabajadores sexuales, cuyo giro de negocio también fue afectado por el paro nacional convocado por los movimientos indígenas. Con las calles cerradas, los clientes no llegan —o llegan mucho menos—.
Así que decidieron instalarse junto a una de esas cajas metálicas de electricidad que hay en las esquinas, con una botella de vino casi vacía, una de piña colada hasta el medio y una azul repleta de vodka. Unos pasos atrás, encapuchados arman bombas molotov.
Bárbara es venezolana. Salió de su país hace cinco años. Primero llegó a Colombia, donde dice que no le fue tan mal. Hace seis meses llegó a Ecuador.
―Viajo de provincia en provincia para trabajar y ser famosa ―dice Bárbara, quien luce un short de jean, una blusa blanca con flores azules muy cortita y una chompa jean. De sus caderas cuelga un canguro crema. Usa gafas glamorosas. Cuando habla, mueve su cabello, —lacio, negro y largo—, hacia atrás. Es una mujer trans orgullosa de sus uñas largas.
―Tú sí que las tienes cortitas ―me dice mientras con su fosforera enciende mi cigarrillo―. Yo, si no las tengo así de largas, no soy yo. Salir sin uñas es como salir desnuda ―explica, coqueta, mientras detrás de ella pasan tres motos, en una de las cuales, los pasajeros llevan llantas para quemar.
―Estos me recuerdan a los guarimberos de mi país, que salían para hacer relajo y vandalismo. Yo creo que deben protestar, pero también que la gente tiene el derecho a salir a trabajar en paz, a hacer su vida―dice Bárbara entre las detonaciones y los gritos que hay alrededor.
Cuenta que en un día muy bueno puede ganar hasta 400 o 500 dólares, y que desde que empezó el paro, si tiene dos clientes, es un día con suerte.
―Imagínate, reina, es casi el 99% de pérdida. Claro que nos afecta, nosotras debemos llevar dinero a nuestras familias.
“Reina”, “amor”, “mi vida”, así se tratan entre ellas. Mandan besos a los transeúntes que pasan enojados, cansados, con el ceño fruncido, con llantas y palos en las manos.
Nicole pide una ramita de eucalipto a una mujer indígena que también va en dirección al campo de batalla. Huele la ramita como si estuviese grabando un comercial de ramitas de eucalipto. Cada movimiento, en ellas, tiene ritmo.
El reguetón sigue saliendo de un teléfono. Se toman otro shot de licor. Dicen que se han mantenido encerradas y que, a pesar del miedo, decidieron salir “un ratico” a ver qué estaba pasando. Que escuchar esos estruendosos sonidos desde el hostal, es peor.
Daniela es la pelirroja del grupo. Lleva dos trenzas a los lados y un gorro de lana negro con orejitas de Minnie Mouse. Una blusa florida y un jean oscuro adherido a su cuerpo. Habla por video llamada con su esposo. No deja de sonreír, le muestra la zona cero, tan cerquita a ese oasis que instalaron estas tres mujeres entre las calles Francisco Robles y Reina Victoria.
Mientras, decenas de hombres con palos siguen acercándose a la avenida Patria. Las bombas no dejan de sonar.
Una mujer mulata y joven está sola, sentada en la esquina, con una mochila negra en su vientre. Se acerca temerosa al grupo, cuenta que viene de Santo Domingo de los Tsáchilas y que está esperando a su esposo que se metió “a la pelea”. Reza en silencio para que regrese a salvo.
―No tengo plata ―dice Daniela, sin dejar de sonreír―, este paro nos ha nublado, los indígenas están muy agresivos. Da miedo salir a la calle, han mandado notas de voz de que están matando venezolanos y colombianos porque dicen que nosotros nos llevamos la plata.
―Nosotras somos personas expulsadas por lo que otra gente hace ―dice Bárbara― y pues, pagamos todos por los errores de pocos. Pero bueno, mami, así es la vida.
Nicole es la más grande y fornida de las tres. Viste una camiseta blanca con el logo de la NBA, y un piercing en su nariz. Sus cejas son prolijas. Dice que el paro sí afectó su trabajo, pero, por suerte, tiene otros ingresos, como los que gana con su página de Onlyfans.
―Mi amor, en esta vida tienes que hacer de todo. Estar a la vanguardia. Yo tengo título universitario. Hago lo que me gusta.
Es muy elegante al hablar. Piensa cada palabra. Está con un amigo que no deja de mirarla. Ella lo sabe, le coquetea sin importar las bombas, los gritos, ni el escuadrón de la Cruz Roja que pasa por la acera con una bandera blanca y haciendo una fila de cascos, gafas y grandes mascarillas. No importa. Nicole le canta, acerca sus labios a los suyos hasta ese límite cruel cuyo abismo es la amistad.
―Para hacer la nota tienes que reportear así ―juega Nicole―: “Gente, esto es lo que está ocurriendo en la calle Reina Victoria, a unos pocos pasos de la avenida Patria. Los manifestantes siguen llegando, se escuchan los sonidos de las bombas, el olor es fuerte, pica. Ahí van los de la Cruz Roja, esto es lo que está sucediendo amigos, aquí en Quito” ― ¿Ves? Así me gustaría reportear.
Las otras dos amigas festejan, se ríen, aplauden y se sirven otro trago.
Entre tantos manifestantes no ha habido clientes. Las chicas dicen que pasan cargados con demasiada rabia como para dejarse llevar por cosas del amor.
Bárbara, Nicole y Daniela piensan diferente sobre el paro. Unas lo apoyan, otras no. Algunas están contra el presidente, Guillermo Lasso, otras no. Unas creen en la protesta social. Otras defienden el derecho al trabajo. Pero logran sentarse a conversar, a escucharse, debatir sus ideas y terminar abrazadas con la bandera del Ecuador para una foto.

― ¡Ay! ¡eso quiero yo! ―dice Bárbara―, quiero una foto con el fondo del relajo y la bandera de Ecuador.
Consiguen una bandera y se alistan para la foto.
Un diminuto perro blanco se pasea entre los pies de las tres trabajadoras sexuales. Fue Nicole quien lo compró, pero luego se dio cuenta de que no fue una buena decisión, así que se lo vendió a Daniela.
―350 dólares les costó ―dice Bárbara― ese perro es más importante que todos los que estamos aquí.
El ambiente se pone pesado, violento. Disparos de perdigones y de bombas lacrimógenas retumban con más frecuencia. Son cada vez más grandes las piedras que vuelan por las calles. Un tumulto de gente viene hacia esta esquina, corriendo, perseguidos por motos de policías.
En segundos desaparecieron los vasos, las botellas, la música y ellas. La protesta inundó la calle, las aceras. Había que correr. Fue el momento en que estaban destruyendo la Fiscalía General. La represión aumentó, los golpes, las motos, las llantas, los insultos, el humo blanco y venenoso.
Hubo que esperar a que pasaran, por oleadas, los grupos de manifestantes, de mujeres indígenas con guaguas en la espalda, encapuchados con palos, las motos, jóvenes rastas en bicicletas con parlantes de los que salía rap. Y policías que, por cada piedra o bloque que les llegaba cerca, respondían con gas.
Así fue por una hora más.
Por altoparlantes, la policía recomienda evacuar la zona. Al llegar al edificio de los Bomberos de Quito suenan las alarmas. Tienen el aviso de un posible incendio en un edificio público.
Se supo, por las redes sociales, que hubo un primer acercamiento entre los líderes indígenas y el Gobierno.
Grupos de amazónicos pasan por le estación de bomberos con calma. Luego del anuncio, se retiran a la Universidad Salesiana, donde pasarían la noche. Hubo jóvenes indígenas que en la estampida se perdieron, e intentan llegar a la Universidad Central.
Por la esquina, a toda prisa, pasan cinco camionetas repletas de policías. Los helicópteros sobrevuelan el sector. Son casi las 6 de la tarde.
Y, en otra esquina, como recién plantadas y abonadas, las tres mujeres vuelven a tomarse otra caja de electricidad. Ya no beben, se hacen trenzas entre ellas.
***
En la Casa de la Cultura siguió la guerra 8 días más.
En la esquina que forma las calles Reina Victoria y Francisco Robles, ha vuelto a abrir un local de almuerzos. No hay huellas de las llantas quemadas, ni de la bronca. Tampoco de Bárbara, Daniela o Nicole. Nadie sabe nada de ellas. Ni con fotos las reconocen. Hay dos hostales cerca. En el uno nunca las han visto: “Aquí no hospedamos trans”; y el otro está abandonado. Con las ventanas rotas.
No hay rastros de las tres.
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