Mujeres hutus y tutsis de Ruanda unidas por la piel del tambor

Nada puede borrar lo ocurrido entre abril y julio de 1994 en Ruanda, un genocidio que dejó aproximadamente un millón de muertos, dividió el país en dos y del cual solo quedó rencor y recelo, pero sí se puede intentar suavizar sus efectos en la memoria. Así es como nace Ingoma Nshya, un proyecto donde Odile Gakire Katese decide unir a mujeres hutus y tutsis a través de la piel de un tambor, creando el primer grupo percusionista femenino del país. El proyecto surge con una doble intención, dar herramientas de empoderamiento a la mujer a través del tambor, que hasta entonces era una práctica cultural reservada exclusivamente para el hombre, así como cicatrizar heridas mediante la reconciliación.

Ingoma Nshya es el primer grupo de mujeres percusionistas en Ruanda, surgido tras el genocidio para unir a mujeres hutus y tutsis, con el doble objetivo de curar heridas y proporcionar herramientas de empoderamiento. En la imagen diecisiete de las veinte componentes del grupo. Fotografías: Óscar Espinosa.

Llegamos temprano a Huye, en la provincia Sur de Ruanda, considerada la capital intelectual del país desde la era colonial, cuando era conocida como Butare, y la segunda ciudad más importante de Ruanda, a quien Kigali le arrebató la capitalidad por su situación geográfica, y nos encontramos con una ciudad desierta, sin el habitual bullicio de las ciudades y pueblos que habíamos ido conociendo por el camino. Resulta que nuestra visita a la ciudad coincide con el Umuganda, que se celebra el último sábado de cada mes entre las siete y las once de la mañana, y en el que se llama a la población de entre 18 y 65 años a hacer trabajos comunitarios. Dicen que ese día todos los ruandeses trabajan juntos para reconstruir el país, haciendo trabajos de mantenimiento, limpiando calles, plantando árboles o cualquier otra actividad comunitaria que contribuya a la mejora del país. No sabemos si esos trabajos en comunidad se hicieron en las afueras de la ciudad o en el campo, pero lo cierto es que en Huye apenas vimos un par de grupos haciendo trabajos de mantenimiento en dos calles y un hombre podando un árbol de la carretera principal a golpes de machete.

Al mediodía, como por arte de magia, resurge la vida en todos los rincones de la ciudad, abren los comercios, se inunda la calle principal de bicicletas, coches, boda-boda y hay gente caminando en todas direcciones. Habíamos quedado frente a la iglesia de Santa Teresa, situada justo al lado de la estación de autobuses, con Marguerite Mushimiyimana, una mujer de veintiséis años, de aspecto frágil y delicado, que tras presentarse tímidamente nos condujo hasta el lugar donde ella y el resto del grupo iban a ensayar. Cruzamos la estación de autobuses y llegamos a un edificio de ladrillo donde nos esperaban dieciséis de las veinte integrantes del grupo, ataviadas con coloridos pañuelos africanos, dándose los últimos retoques de maquillaje y acabando de vestirse para la ocasión, como si se tratase de una actuación.

Últimos retoques de vestuario y maquillaje antes del ensayo.

Enseguida nos damos cuenta de que aquello no será un ensayo habitual. Después de un ir y venir de mujeres, entre sonrisas y manos llenas de baquetas, cargando pesados tambores de distintos tamaños, salen al patio que hay justo al lado del local de ensayo y sin mediar apenas alguna palabra todas se colocan delante de su tambor.

Las coreografías se entremezclan con la percusión y constituyen una parte esencial del espectáculo.

Un pequeño silencio, y de repente un grito de tambores rompe el murmullo de aquella ciudad tranquila, la energía se siente como un golpe en el estómago, cuando el grupo de diecisiete mujeres empieza su ensayo semanal. En unos segundos aquellas mujeres tímidas y reservadas explotan con tal fuerza y alegría, que es imposible no dejarse llevar por esa energía. Rápidamente el grupo es rodeado por curiosos, mayoritariamente hombres, que atraídos por el latir telúrico de aquella música, escuchan con interés y admiración. El sonido de los tambores se entrelaza en una compleja coreografía con cantos, bailes, saltos y gritos, que durante una hora nos mantienen atentos a cada uno de sus movimientos, para acabar exhaustas, mientras nos miran con una sonrisa de satisfacción y complicidad al final de la actuación.

Fue siendo directora artística del Centro Universitario de las Artes y Teatro de la Universidad Nacional de Ruanda en Huye, después de su exilio en el Congo, cuando Odile Gakire Katese, actriz, directora de teatro, cineasta y poeta, se propuso crear un espacio inclusivo, un lugar donde proporcionar a las mujeres herramientas para su propio desarrollo y un escenario donde mujeres de ambos lados del conflicto sufrido en Ruanda entre abril y julio de 1994 pudieran compartir. Conflicto que fue un intento de exterminar a la población tutsi, una masacre que en apenas cien días dejó entre ochocientos mil y un millón de muertos, cuyos cadáveres, a día de hoy, todavía siguen apareciendo en fosas ocultas, dejando en el país profundas heridas abiertas, y donde las mujeres pasaron a formar el 70 % de la población.

Clémentine Uwintije disfruta durante el ensayo. La alegría de las percusionistas invade la actuación de inicio a fin y se contagia a todo aquel que las escucha.

En ese contexto fue cuando la polifacética artista fundó en 2004 Ingoma Nshya, el primer grupo percusionista de mujeres de Ruanda. En un principio empezó trabajando principalmente con estudiantes, explorando un campo artístico que era exclusivo de los hombres, como era el tambor, pero llegado el momento de profesionalizarse, las estudiantes no contaban con suficiente tiempo para dedicarle a la percusión, así que recurrió a mujeres de otros ámbitos, principalmente amas de casa que después de terminar las labores del hogar tenían ganas de salir de casa a explorar otros espacios. Y aunque los primeros años fueron duros porque el proyecto era inviable económicamente, debido al gran número de participantes y a la gente que veían la iniciativa con recelo, sobre todo por parte de los hombres, en 2008 la situación cambió radicalmente, ya que el grupo se redujo a veinte mujeres y se contrataron profesores de otros países, convirtiendo a Ingoma Nshya en todo un referente. Un proyecto que va más allá de lo artístico es un ejemplo de que en Ruanda las mujeres pueden trabajar unidas, haciendo cosas que antes eran impensables para una mujer.

“Vi un anuncio en la universidad donde buscaban mujeres para tocar el tambor y enseguida me interesó y me apunté”, explica Agnès Mukakarisa, de 48 años, al terminar el ensayo. Ella vino desde Nyaruguru después de perder a su marido y sus hijos en el genocidio, y lleva en el grupo desde sus inicios en 2004. “Estaba muy sola después de perder a mi familia, y entrar en el grupo me trajo de nuevo la felicidad. Incluso he podido salir de Huye, conocer otras ciudades de Ruanda y viajar a Senegal por primera vez”, comenta con una sonrisa en los labios.

La fundación Fair Saturday, que distingue a aquellas personas e iniciativas que aplican la cultura con fines de superación social, otorgó en junio de 2019 el Premio Fair Saturday a Odile como colofón a los quince años de recorrido del grupo generando cambios sociales a través de la cultura. “El grupo es un ejemplo para el resto de mujeres, ya que antes se creía que los tambores era cosa de hombres”, dice Marie Louise Ingabire, que tiene 31 años, es de Huye, y lleva en el grupo desde que las vio ensayar por primera vez a todas juntas hace ya más de once años. “Los tambores son muy pesados. Antes del genocidio no había mujeres que hicieran las tareas más pesadas, ellas estaban en casa cuidando a los hijos y haciendo las tareas del hogar pero, después del genocidio, muchos hombres murieron y las mujeres tuvimos que reconstruir el país, haciendo los trabajos más pesados. Por eso Ingoma Nshya es un ejemplo para las mujeres del país y del resto del mundo, porque te empodera y capacita para tu propio desarrollo a través de la música —insiste, orgullosa de lo conseguido hasta ahora—. Somos el primer grupo de mujeres percusionistas de Ruanda”. Marie Louise pudo pagarse los estudios universitarios gracias al sueldo que recibe por tocar con Ingoma Nshya. “El grupo me ha ayudado mucho, no solo económicamente, también vencí mi timidez. Ellas me han hecho cambiar, ahora puedo tocar delante de muchísima gente sin miedo ni vergüenza. Incluso he viajado a Holanda para tocar en un festival en Ámsterdam”.

Agnès Mukakarisa y Prisca Muhorakey dejan un momento de tocar el tambor para marcarse un baile durante el ensayo.

Ancestralmente en Ruanda la mujer no podía ni acercarse a un tambor, tenían prohibido tocarlo, era algo exclusivo de los hombres. En la Ruanda precolonial, los percusionistas eran una categoría de Abiru, guardianes de la historia y la tradición oral, que se encargaban de aprender de memoria los diferentes rituales que rodeaban al rey, así como la historia de los reyes anteriores. Y aunque los tambores hayan perdido su código sagrado y su práctica sea más popular, las mujeres seguían sin poder tocarlos, debido a que mucha gente pensaba que no eran lo suficientemente fuertes para llevar uno. Olive Ngorore, tiene 43 años y es de Nyaruguru. Lleva doce años en Ingoma Nshya y reconoce que es muy difícil tocar el tambor, porque son muy pesados y hay que aprender muchas cosas. “Yo tardé algo más de tres años en aprender un espectáculo —confiesa Olive—. Cuando conocí el grupo y vi que solo eran mujeres me quedé muy sorprendida y enseguida les pregunté si me podían enseñar a tocar los tambores”.

Otro argumento para creer que estaban reservados a los hombres es la connotación sexual que tiene el tambor en la cultura del país, donde hombres y mujeres tienen roles específicos que no se pueden intercambiar: el hombre toca el tambor mientras la mujer baila. Rose Ingabire tiene veintiocho años, es de Huye y lleva diez años con el grupo. “Antes era bailarina de danza tradicional y cuando regresaba de un ensayo pasé delante del sitio donde ensayaba Ingoma Nshya y me quedé atrapada. Justo estaban buscando mujeres para unirse al grupo y me apunté enseguida. Comparándolo con la danza, los tambores son mucho mejor, tienen mucha más fuerza y energía —comenta, mientras recoge su tambor—. Decidí quedarme con el grupo y no regresar a la danza. Ahora también bailo aquí, ya que combinamos la percusión con el baile”. Rose reconoce que Ingoma Nshya le ha cambiado la vida, nunca imaginó que viajaría y que conocería otros lugares como Suecia, Sudáfrica, Etiopía, Inglaterra o Nueva York. Quiere seguir en el grupo durante el resto de su vida y poder enseñar a más mujeres a tocar el tambor. “Estando aquí no te haces mayor —explica mientras suelta una carcajada—; además, también estamos enseñando a un grupo de unas treinta niñas de entre seis y dieciséis años a tocar los tambores. ¡Ellas son el futuro!”.

Este grupo de veinte mujeres, después de años de duro trabajo, ha conseguido traspasar las fronteras de Ruanda. Han actuado en diferentes países vecinos, así como en Europa y Estados Unidos. Ingoma Nshya, sin embargo, es mucho más que un grupo artístico, es una comunidad de mujeres que ha encontrado su propio modelo de gestión y ha desarrollado otros proyectos exitosos como la fabricación y venta de helados artesanales para involucrar a muchas más mujeres. “Al principio no teníamos beneficios económicos, pero seguíamos porque nos encanta tocar y nos consuela en muchos aspectos de nuestras vidas. Después se convirtió en una profesión, por lo que, además de felicidad y alegría, nos dio un trabajo con el que poder ayudar a nuestras familias”, dice Olive con orgullo. “Cuando tengo problemas y no estoy contenta, o cuando tengo mil cosas en mi cabeza, me pongo a tocar los tambores y todo desaparece, solo toco y disfruto”.

Son conscientes de que el momento es histórico y revolucionario. Además de haber conseguido eliminar el rencor posterior al genocidio, han dado forma al empoderamiento de la mujer en Ruanda. Reclamando a través del tambor la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, desterrando los clichés machistas tradicionales y exigiendo el derecho de la mujer a la libertad de expresión, así como su participación en la cultura.

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