
En el centenario del Ulises de James Joyce recordamos a Sylvia Beach, la librera y editora estadounidense que el 2 de febrero de 1922 publicó por primera vez la que sería proclamada como la mejor novela en lengua inglesa del siglo XX.
En 1919 Beach fundó la librería Shakespeare and Company y la convirtió en punto neurálgico de la cultura parisina y refugio de la colonia literaria norteamericana conocida como Generación Perdida. “La mamá gallina” de enormes autores, como Gertrude Stern, Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, John Dos Passos y Ezra Pound, lo fue también de un vulnerable genio irlandés que había tardado más de una década en escribir cerca de mil páginas sobre una historia que transcurre en un solo día.
Y pese a que el Ulises sufrió una férrea censura, acusada de pornografía, la clarividencia de Beach y el gran apoyo moral y económico que ofreció a Joyce fueron decisivos en la consagración universal de su obra.
Sylvia
Sus padres la llamaron Nancy, pero ella se cambió el nombre a Sylvia y adoptó el segundo apellido paterno. En 1916 y con diecinueve años también decidió cambiar la rectoría presbiteriana de Baltimore en la que se había criado por un minúsculo departamento de estudiante en el centro de París.
“Algo irresistible me atrajo hacia el lugar donde iban a sucederme cosas tan importantes”, confesaba en sus memorias publicadas con el título de Shakespeare and Company (1956), como justificando esa locura juvenil de abandonarlo todo en el peor momento de la historia e instalarse sola y sin un plan establecido en el París de entreguerras.
Deambulando por la ciudad se dejó gravitar hasta la calle de l’Odéon. Su hambre de libros siempre fue más apremiante que cualquier otra clase de hambre y, en lugar de entrar en el mítico Café Voltaire, se detuvo ante un letrero que ponía La Maison des Amis des Livres (La Casa de los Amigos de los Libros). Incapaz de resistirse a lo que más que una invitación parecía una llamada, cruzó la puerta y lo que encontró fue un hogar.
Su propietaria, la librera y poeta Adrienne Monnier, la acogió como si la llevara esperando toda la vida: “Sylvia lucía un rostro original, de lo más atractivo (…). En la conversación no vacilaba, nunca le faltaban las palabras, aunque, llegado el caso, se las inventaba a sabiendas. Tenía mucho humor; mejor dicho: era el humor en persona”.
Se hicieron íntimas y, a través de Monnier, Beach hizo sus primeras amistades francesas. Jules Romains, Paul Valéry, Erik Satie y André Gide eran algunos de los escritores y artistas que frecuentaban la librería y que vieron en Beach la pieza exótica que encajaba a la perfección en su círculo, ya de por sí singular.
En sus primeros años en Francia se ganó la vida como peón de granja y temporera agrícola. También se alistó como voluntaria en la Cruz Roja y fue destinada a la guerra de los Balcanes en Belgrado durante nueve meses, el tiempo necesario para madurar el sueño de abrir su propia librería.

Si bien primero consideró hacerlo en Nueva York para promocionar a sus amigos franceses, cambió de parecer cuando Adrienne imaginó, como una epifanía, una pequeña librería anglófona en la orilla izquierda del Sena. “Yo no estaba preparada”, confiesa Beach en su última entrevista televisada de 1962 y disponible en el canal de YouTube de Manufacturing Intellect: “No sabía nada de negocios, solo sabía un poco de libros y no podía prever el éxito que iba a tener mi librería”.
Junto con Adrienne buscaron el local y lo encontraron en el número ocho de la empinada callejuela Dupuytren. Se trataba de una derruida lavandería que ante sus ojos apareció como el refugio perfecto para los amantes de los libros. Colocaron estanterías de madera y dejaron la zona central despejada para unos viejos sofás que compraron en el mercado de pulgas. Colgaron fotografías de Whitman, Poe y Wilde y dos dibujos de Blake, ocupando un lugar de honor en la pared. Junto a la estancia principal adaptaron un pequeño dormitorio para que cualquier escritor falto de techo pudiera pasar la noche.
Y tras apostar por un modelo de bookshop que combinaba la venta con el préstamo de libros y se financiaba con suscripciones, Beach abrió Shakespeare and Company el 19 de noviembre de 1919. El día de la inauguración la librería se llenó con “todos estos jóvenes estadounidenses que habían llegado a París disgustados porque en Estados Unidos no podían beber por las prohibiciones ni podían encontrar el Ulises”.
James

James Joyce llegó a París en 1920, tras un peregrinaje por varias ciudades europeas que empezó en 1904 con el autoexilio de su natal Dublín. Ezra Pound lo había invitado a pasar unos días en la ciudad, tentándolo con una traducción al francés de dos obras que le habían otorgado fama mundial —Retrato del artista adolescente y Dublineses—, pero que, paradójicamente, generaban unos royalties tan exiguos que no le permitían vivir de la escritura.
En su ensayo El libro más peligroso: James Joyce y la batalla por Ulises (2016), el historiador Kevin Birmingham cuenta que los primeros trece capítulos del Ulises fueron publicados por entregas en la revista neoyorkina The Little Review, que fue fiscalizada y censurada incluso por los propios amigos de Joyce.
“Es desagradable. La novela huele a mujeres gonorreicas y a hombres de lupanar”, apuntó en su informe uno de los funcionarios de los órganos censores que se habían constituido en Estados Unidos, a raíz de la Ley Comstock de 1873 que reprimía el comercio y la circulación de literatura obscena y artículos de uso inmoral.
La crónica de un día en la vida de Leopoldo Bloom resultaba tan intrincada para algunos de esos funcionarios, que estaban seguros de que era un “elaborado código para espías extranjeros”. “No la entendían”, remata Birmingham, “pero la prohibieron por si acaso”.
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Sylvia y James
“Fue durante el verano de 1920 cuando conocí a James Joyce”, recuerda Beach en su autobiografía. Ocurrió en una fiesta en la casa del poeta André Spire. “Yo sentía una gran adoración por Joyce y al escuchar que estaba allí me sentí tan asustada que quise salir corriendo”. Por suerte, se quedó y descubrió que su admirado escritor era un hombre sencillo, de fácil conversación. “Al día siguiente Joyce apareció caminando por mi empinada callecita”, rememora.
Las visitas a la librería se hicieron habituales y, en una de ellas, Joyce le confesó que había perdido toda esperanza de ver su libro publicado. Entonces, Sylvia le hizo la gran pregunta: “¿Permitirías que Shakespeare and Company tuviera el honor de publicar tu Ulises?”. Joyce le respondió con un enérgico y nupcial: “¡Sí, quiero!”
La edición de Ulises acaparó todo el trabajo de la librería que, por aquel entonces, se había mudado a un local más grande en la calle de L’Odéon. Joyce, casi ciego por el glaucoma, trabajó diecisiete horas diarias para terminar el libro de su vida. Finalmente, la criatura vio la luz el 2 de febrero de 1922, el mejor regalo de cumpleaños para su creador: tapas de azul griego y letras blancas impresas tal y como habían sido escritas, con una media de erratas de imprenta de seis por página y 1,550 kg de peso.
Los ejemplares enviados a Estados Unidos fueron confiscados en el puerto de Nueva York y solo gracias a Ernest Hemingway —que llegó a Shakespeare and Company en 1921 y se convirtió en su mejor cliente— pudieron introducirlo desde la frontera con Canadá. Un amigo suyo, un tal Bernard B., consiguió pasar cientos de ejemplares ocultos en sus pantalones y haciendo tantos viajes en ferri como libros transportaba. La reputación de libro prohibido impulsó las ventas, siempre de contrabando y disfrazadas de obras completas de Shakespeare o de Cuentos maravillosos para niños.
Sylvia y los nazis
Sylvia asumió el rol de agente y mecenas a tiempo completo de un Joyce que, ofuscado por la fama, vivía por encima de sus posibilidades. Era ella quien pagaba sus facturas, le concertaba las entrevistas o tramitaba las traducciones a otros idiomas. En 1934 la editorial Random House consiguió el veredicto de absolución en Estados Unidos y el Ulises se publicó sin restricciones, con la consigna de obra maestra. Beach jamás recibió una compensación por sus derechos como editora.
Redimida de la carga joyceana, volvió a su vocación de librera. Y a pesar de que la librería era ya mundialmente conocida, el retorno de los escritores de la Generación Perdida a Estados Unidos hizo que perdiera a varios de sus más valiosos suscriptores. Para mantenerla a flote Beach tuvo que deshacerse de sus ejemplares firmados por Hemingway, la serie de pruebas corregidas del Ulises y varios manuscritos originales de otros grandes escritores.
Cuando se desencadenó la Segunda Guerra Mundial en 1939, Shakespeare and Company permaneció abierta. “Decidí quedarme en París, aunque los alemanes se acercaban y la ciudad se vaciaba de parisinos”, rememora con tristeza en la entrevista del 62. “Mantuve mi tienda abierta hasta que un oficial alemán me dijo que quería el ejemplar de Finnegans Wake —una obra de ficción cómica de Joyce— que tenía en el escaparate. Yo le respondí que era la única copia que quedaba en París y que no podía dársela (…). Días después, volvió con la intención de llevársela. Me negué y le pedí que por favor se marchara. Él prometió que ese mismo día confiscaría todos mis bienes”.

En apenas dos horas y con los pocos amigos que quedaban en el vecindario, Beach vació la librería y guardó todo lo que había en ella en un departamento desocupado del mismo edificio. Al poco tiempo, fue detenida junto con otros estadounidenses y trasladada a un campo de internamiento, donde permaneció seis meses. De vuelta a París, vivió escondida en la casa de Adrienne hasta el día de la liberación de la ciudad, el 25 de agosto de 1944.
“Todavía había tiroteos en la rue de L’Odéon y ya empezábamos a estar hartos de los alemanes, cuando un día subió por la calle una hilera de jeeps de la resistencia y pararon frente a mi casa. Oí una voz muy fuerte que gritaba: ‘¡Sylvia!’. ‘¡Es Hemingway!’, gritó Adrienne. Bajé corriendo y él me levantó en sus brazos y me besó, mientras la gente que estaba en la calle y en las ventanas nos vitoreaban”.
Sylvia Beach no volvió a abrir la librería. Otro apasionado librero llamado George Whitman tomó el relevo y la reabrió en 1951 frente a Notre Dame, en la rue de la Bûcherie. Actualmente, Shakespeare and Company funciona bajo la dirección de la hija de Whitman, Sylvia Beach Whitman, que, como bien leen, lleva el nombre de su predecesora y hace todo lo posible por mantener a salvo su recuerdo y el del universo de la Shakespeare and Company original.