Muerte en la penitenciaría

Columna muerte en la penitenciaría
Ilustración: María José Mesías

¡Ah de la vida!…
¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni a dónde
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que
no me ronde.
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será,
y un es cansado.
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
Francisco de Quevedo

Entre la tarde del 12 de noviembre y la madrugada del 13, 68 personas habían sido asesinadas en la Penitenciaría del Litoral y otras veinticinco fueron heridas. Pocas semanas antes, el 28 septiembre, habían muerto otros 119 presos.

Esa mañana, al abrir el teléfono, empezaron a aparecer las noticias del monstruoso evento. Era inimaginable. Supongo que, mientras unos festejaban la consumación de la barbarie, otros estábamos sumidos en la conmoción y la angustia.

Empecé a leer los mensajes que los reos enviaban a sus familiares mientras la atrocidad tomaba cuerpo y empezaba la cuenta regresiva hasta el segundo de su propia muerte. No podía dejar de pensar en los hermanos, padres e hijos que recibieron esos mensajes cargados de muerte y resignación. Pensaba en los videos filmados, y el hecho, casi inverosímil, de que varios de ellos hubieran contactado a periodistas para transmitir en vivo el horror, como un grito desesperado e inútil.

Luego estaban los testimonios de las familias desesperadas por saber si la muerte también se ensañó con ellas, como la historia del padre que en la matanza de septiembre perdió a tres de sus cuatro hijos.
Por primera vez la violencia se instaló en la sala de nuestra casa y lo que otros países han vivido por décadas nosotros recién empezamos a testimoniar. Un camino largo y tortuoso.

El día de la masacre, ese sábado 13 de noviembre, mientras las familias se consumían en dolor, el Gobierno en desesperación y la mayoría de nosotros en desconcierto, asistí a una de las primeras fiestas del tiempo de la frágil “pospandemia”.

La gente se entregó al festejo, como es usual, en estas épocas después del encierro. Mientras esto sucedía, me alejé por un momento del centro de la acción, como para ser consciente de la sensación que albergaba. Mientas veía desde la distancia a la gente bailando, se me vino el pensamiento punzante de las víctimas y sus familias, y ese dolor indecible.

Es un imperativo colectivo, que jamás nos volvamos indiferentes ante la violencia. Que jamás el dolor del otro nos sea leve, porque así pasa cuando a las sociedades les sume el terror y una anestesia social empieza a circular por sus venas y la gente mira hacia otro lado. El horror se convierte en un hecho normal y cotidiano que solo llena las estadísticas y las portadas de los periódicos, pero deja de importarle al resto de la sociedad que, acorazada, se encierra en su burbuja. ¡Que esto nunca nos pase!

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