
En 1943 Muddy Waters tomó una decisión trascendental. Resolvió subir a un tren que lo llevaría desde el denso y fangoso delta del río Misisipi hasta la estación central de Chicago, ciudad industrial, glacial por tres o cuatro meses al año, tórrida en verano. Chicago, lugar siempre ventoso.
Eran mínimas las posesiones de Waters —en realidad nacido McKinley Morganfield, en 1913 en una plantación algodonera—, principalmente una guitarra acústica comprada por catálogo a la casa de Sears Roebuck & Company, algo de ropa y sobre todo el deseo de convertirse en músico profesional. Muddy Waters —el apodo se lo había fijado su abuela, porque de niño solía jugar cerca de un arroyuelo cenagoso— alternaba los trabajos agrícolas con tocar la música que había heredado de sus a antepasados, de vez en cuando en los boliches (juke joints) alrededor de la zona de Clarksdale.
Por supuesto que esa música ancestral era el blues. Música fruto de otro viaje memorable y doloroso: la llegada de los primeros esclavos africanos a las costas de Virginia en 1619. Doloroso, porque de los alrededor de 350 esclavos básicamente arrancados de sus familias y pueblos, en lo que ahora es Angola, llegaron al futuro Estados Unidos apenas algo más de veinte. Se sabe que el resto murió en la travesía, por las inhumanas condiciones de la nave. Doloroso, finalmente, porque a resultas de esa navegación inicial se instauró en el continente un régimen de explotación centenario y brutal.
Cuando Alan Lomax, por encargo de la Biblioteca del Congreso en 1941, viajó a Misisipi para grabar a Muddy Waters tocando el blues, su música todavía conservaba limos y sedimentos de las melodías de los griots, aquellos poetas africanos errabundos, que narraban historias hereditarias, al tiempo que improvisaban sus cantos al andar. Los vasos comunicantes entre esta poesía tribal africana y las Américas —incluyendo, pero sin limitarse a La Habana o Salvador de Bahía— han generado, en el caso del blues, trovadores como John Lee Hooker, Big Bill Broonzy o Son House. O, en el universo femenino, cantantes recias como Bessie Smith, Alberta Hunter o Ida Cox.
Hubo una segunda travesía. Esta vez un éxodo voluntario. Entre 1910 y 1970 algo más de seis millones de afroamericanos —trasnietos de los griots— migraron desde los estados sureños a las relativamente más libres ciudades del norte industrializado, Detroit, Chicago y Nueva York, principalmente. Ni la Guerra Civil ni la llamada Reconstrucción, en la práctica, pudieron acabar con la secular maquinaria basada en el trabajo agrícola forzoso, en las antiguas relaciones de familia y en las vetustas reglas sociales que, con maestría, narraron Carson McCullers o William Faulkner. Si bien en el norte se prolongó una discriminación de facto, las condiciones ciertamente eran mejores que las de los antiguos estados confederados.

La mitología del blues siempre estuvo atada a la existencia del ferrocarril. Por un lado, porque el desarrollo ferroviario coincidió, años más años menos, con la gestación de las canciones de trabajo en los campos algodoneros, con la mencionada industrialización del norte de Estados Unidos y con la expansión del territorio. Por otro, y esto es lo más importante a efectos de esta nota, porque el tren fue una vía de escape de las condiciones de injusticia y discriminación del sur hacia la promesa de una mejor vida en las ciudades norteñas.
Así, la poética del blues está signada por canciones clásicas que tocan los temas adscritos al tren, como la máquina que permite en efecto el éxodo, amantes separados por el viaje, por ejemplo. Robert Johnson grabó “Love in vain” en 1937 y los Rolling Stones mucho después la convirtieron en un clásico del rock. (Well, I followed her to the station/ With a suitcase in my hand/ Whoa, it’s hard to tell, it’s hard to tell/ When all your love’s in vain). Trixie Smith y Louis Armstrong registraron “Railroad blues” en 1925 y, más recientemente, Jimi Hendrix popularizó una versión de “Hear my train a comin’” en 1971, gracias a su sicodelia y a su inigualable técnica en la guitarra.
De vuelta al revolucionario viaje de Muddy Waters a Chicago; cuando Waters decidió cambiar su guitarra acústica por una eléctrica e interpretar el blues con una banda completa, pavimentó el camino hacia el rock y revolvió los cimientos de la música popular. Y lo hizo, pues, sin renunciar a su patrimonio histórico. Porque el blues eléctrico de Muddy Waters conserva los factores tradicionales de los cantos africanos, ambientados luego en las plantaciones e interpretados por los músicos errantes en los boliches del sur profundo. En la transición hacia la música electrificada Muddy respetó los sonidos hipnóticos y alucinantes del delta, al tiempo que tendió un puente con la modernidad.

Muddy Waters emprendió luego otro viaje quizá igual de revolucionario que aquella expatriación inicial de 1943. Durante 1958 expuso su música a la audiencia inglesa, junto al pianista Otis Spann —con Pinetop Perkins, quizá los dos más notables ejecutantes de la escena de Chicago— que hasta entonces no estaba familiarizada con las melodías algodoneras. Si bien en este caso el factor del blues eléctrico no fue determinante, a diferencia de Estados Unidos, inoculó el blues a una nueva generación de músicos blancos británicos (notablemente, Mick Jagger, Keith Richards, John Mayall, Eric Clapton, Alexis Korner o Peter Green). Y trajo como resultado una pléyade de bandas de primera línea que, en cada caso, construyeron los cimientos contemporáneos del rock: los Rolling Stones (que tomaron su nombre de una canción del propio Muddy Waters), los Bluesbreakers, Led Zeppelin o la versión original de Fleetwood Mac.
De este modo, la llamada Invasión Británica de los años sesenta fue en el fondo una reconquista. La redención de las tradiciones musicales africanas, eternizadas en los campos algodoneros del delta del Misisipi, electrificadas en las cantinas de la ventosa Chicago, pasadas por el cedazo de los clubes musicales de Londres y, al poco tiempo, exportadas a todo el mundo.
