Todo empezó en la cervecería

Hitler. Cervecería Bürgerbräukeller, 8 de noviembre de 1923.
Cervecería Bürgerbräukeller, 8 de noviembre de 1923.

Desde las seis de la tarde el lugar estaba repleto, abarrotado por tres mil personas tensas y nerviosas, que presentían que algo especial sucedería aquella noche. Esa no sería una jornada cualquiera. La ‘Bürgerbräukeller’ era la cervecería más concurrida de la ciudad y, sobre todo, el lugar más intenso y vibrante, donde sucedían las conversaciones más apasionantes, los debates más ardientes y, también, las conspiraciones más siniestras, en una época de alta politización y absoluta radicalización, en la que las calles eran escenarios diarios de enfrentamientos armados cada vez más sangrientos.

Alemania entera hervía en ese turbulento 1923: al terminar la Primera Guerra Mundial, Inglaterra y Francia, las potencias europeas vencedoras, habían colocado a los imperios derrotados, en especial al alemán, en una situación humillante de vasallaje, incluida la obligación de pagar unas reparaciones de guerra aplastantes. En enero los pagos se habían retrasado, por lo que tropas francesas y belgas ocuparon la región del Ruhr, el corazón de la producción de carbón, hierro y acero, lo que terminó de devastar la economía alemana. La inflación se disparó y la moneda se pulverizó.

Al empezar la ocupación, el 11 de enero, un dólar estadounidense costaba 17.900 marcos, en agosto estaba en 4’620.000, en septiembre subió a 98’860.000, en octubre a 25.260’000.000 y en noviembre llegó a 4’200.000’000.000. Los billetes eran papeles sin valor. Con los precios enloquecidos y la pobreza generalizada, la agitación social se volvió estruendosa. Alemania entera se incendió. Múnich, con la ‘Bürgerbräukeller’ en el centro, se convirtió en el eje de la agitación. Algo, y muy grave, tenía que suceder pronto.

Quien mejor entendió que ese ambiente de desastre era propicio para un estallido político fue un agitador de multitudes nacido en Viena, que abrazó con fervor la teoría de la “puñalada por la espalda”, según la cual habían sido los “criminales de noviembre” (una confabulación de judíos, comunistas, liberales y republicanos) los causantes de la derrota en la guerra, y no los reveses en los campos de batalla. Con la ira causada por la traición, el nacionalismo alemán reapareció con una fuerza nunca antes conocida. Y Adolf Hitler la convirtió en un movimiento de masas.

Adolf Hitler y sus conspiradores del “Putsch de la Cervecería”, Múnich, 1923.
Adolf Hitler y sus conspiradores del “Putsch de la Cervecería”, Múnich, 1923.

En 1921, moviéndose con audacia y sagacidad en los vericuetos de la política, Hitler se había erigido en el líder supremo del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, al que dotó de escuadras paramilitares de camisas pardas que desde entonces pelearon sin tregua por el control de las plazas y las fábricas contra los grupos armados comunistas. Y un año más tarde, en octubre de 1922, recibió de Italia la inspiración para la toma del poder en Alemania: si Benito Mussolini había derrocado al gobierno marchando con sus huestes hacia Roma, él llegaría triunfante a Berlín al impulso de sus legiones nazis.

La cervecería estaba en estado de ebullición a las ocho y media de la noche del 8 de noviembre de 1923. Gustav von Kahr, el ministro presidente de Baviera, daba un discurso cuando Hitler —con seiscientos hombres armados— interrumpió el acto, anunció el inicio de la “revolución nacional” y proclamó un nuevo gobierno regional, encabezado por el general Erich Ludendorff, un respetado héroe de guerra. Su idea era que, copando Baviera, los demás estados alemanes se unirían a la sublevación hasta doblegar a las autoridades nacionales, de manera que él, Adolf Hitler, asumiera el control pleno del país.

Mi lucha (1925) de Hitler llegó a vender casi trece millones de ejemplares en la Alemania nazi.
Mi lucha (1925) llegó a vender casi trece millones de ejemplares en la Alemania nazi.

Pero el golpe sólo estaba listo en las mentes afiebradas de los confabulados. Atrincherados en la ‘Bürgerbräukeller’, Hitler y su estado mayor (Göring, Hess, Röhm…) se dedicaron el resto de la noche a conseguir lealtades y apoyos. Pero al amanecer del 9 todo había terminado: el ejército no se unió a la rebelión, las columnas nazis fueron contenidas a la salida de la ciudad, las multitudes de apoyo menguaron con el paso de las horas, en las refriegas armadas murieron dieciséis sublevados y, derrotado, Hitler tuvo que huir. Fue arrestado dos días más tarde.

Enjuiciado por traición, Hitler fue condenado a cinco años de cárcel. Fue una sentencia benigna para evitar crispaciones mayores. Estuvo preso trece meses, que los aprovechó para escribir Mein Kampf (Mi lucha), el libro en el que anunció lo que haría si algún día alcanzaba el poder, incluido el exterminio del pueblo judío. Y el poder lo alcanzó en enero de 1933. La Segunda Guerra Mundial la emprendió —aliado con Stalin— en septiembre de 1939. Murieron cincuenta millones de personas. Vencido, se suicidó en abril de 1945. Y todo había empezado en la cervecería, en el otoño de 1923. Hace cien años.

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