Monserrath Astudillo, confesiones de una show-woman

De niña veía fantasmas y se considera una bruja; no le teme a la muerte, pero sí a que la vean envejecer. ¿Por qué esta cuencana es capaz de sentir algo muy parecido a un orgasmo sobre el escenario? Con su obra busca conectar con la “energía universal” y a sus 47 años va tras otro sueño: ser cantante de tecnocumbia.

“Mi abuelita era bien bruja”, dice Monserrath Astudillo. “Estaba conectada con el mundo de los muertos”. Después de la misa de la aurora, la niña de siete años era conducida a las catacumbas donde estaba enterrado un hermano cura de la abuela. “Para mí era un misterio, pero no me asustaba. Mi abuelita me decía: “No hay que tener miedo de los muertos, mijita, los muertos están muertos y los vivos… de esos hay que tener cuidado”.

Iban después a la plaza de las Flores en Cuenca, para tomar agua de pítimas: un líquido rojo que las monjas del claustro preparaban para los nervios. “Era una mujer fuerte, mi abuelita. Aparte de ser físicamente gruesa, tuca, era de saber cosas, de contarnos historias y de saber de la “medicina de las plantas”. Cuando nos salían fuegos en la boca, ella chancaba geranio y nos ponía. Chancaba, aplastaba. Hacía medicinas de la mata, nos enseñó a limpiarnos; yo hasta ahora le limpio a mijo con la ruda. Mi abuelita creía mucho en esas cosas y yo tengo eso de ella. Yo me considero una bruja”.

Es mucho lo que esa niñez tuvo que ver con aquello en lo que Monserrath Astudillo se convirtió. La vida de esta actriz cuencana de 47 años —que actuó en Pasado y confeso, interpretó a la Luchita Zuquillo, y hemos visto en obras como Mis tetas lo dicen todo; María, la diabla; Tengamos sexo en paz; La muy señora Navidad o ¿Vieja yo o millennials ustedes?— está marcada por esa época y por la casa de sus abuelos paternos, que parecía extraída de alguna novela de realismo mágico.

“Una casa de cuatro pisos, pero flaca, flaca, que hasta ahora existe ahí en El Vado, el barrio donde vivió mi familia. Yo pasaba full donde mis abuelitos. ¡Me encantaba! Nos ponían botas y nos daban unos clavos grandes para deshojar el maíz. Nos sentaban en la chacra a mis hermanos y a mí, y deshojábamos la cosecha. Luego, en la noche, en la terraza, nos tocaba desgranar. Y llovía. Y yo amo la lluvia porque sonaban los sapos y los grillos, y mi abuelito nos contaba historias. Era hermoso”.

¿Cómo fue que en medio de estos escenarios se iba volviendo actriz? Monserrath cuenta la historia desde la sala de su departamento, en un silencioso conjunto residencial, incrustado en pleno corazón comercial de Quito, pero aislado por completo del ruido de la ciudad. Lleva el cabello corto desde hace poco, porque dice que estaba destruido por todo lo que se pone para cada personaje; usa un top azul, pantalón negro y zapatos de cuero y plataforma. “Verás, si hablo mucho, vos me paras”, dice. “Porque yo haaabloooo… me das un tema y me voy por las ramas. ¡Yo soy así!”.

—De niña, ¿cómo te recuerdas?

—Bien inquieta. A mí me daban un caramelo, era como que me ponían una pila y yo bailaba. Mi tío, mi papá, me cantaban esa canción “Baila, baila, negra…” y me daban premios por bailar. O por decir malas palabras: “Diga puta, Monsita”. Y yo: “Puta, puta, puta”. De ahí creo que soy malhablada. Me acuerdo que en el barrio había la casa comunal. Yo tendría unos nueve, diez años, les reunía a las niñas y a los niños, y les decía: “Tráiganse cosas de su casa”: mesas, ropa de los papás; yo llevaba ropa de mi mamá y hacíamos obras de teatro. Organizaba yo, dirigía y después llamábamos a los papás para que vieran.

—¿Tú te inventabas las obras?

—Yo me inventaba. Nunca había visto obras de teatro. En Cuenca no había.

—¿Y de dónde salía, entonces, todo eso?

—No sé. Lo más cercano que yo tuve fue la tele, El Chavo del 8 fue mi escuela. Yo crecí con el Chavo, el Chapulín, Chespirito. Pero también eran las historias de los pueblos que visitaba. Mis papás eran de coger el bus y nos íbamos a conocer los ríos de la Costa, ponte, y ahí pasaba siempre algo. Recuerdo la imagen de una familia bañándose en el río; había una culebra colgada en el árbol y yo a mis primos les contaba la historia de la culebra. Me inventaba.

—O sea, eras ya una contadora de historias.

—Sí. Yo tengo imágenes de unos sapos gigantes que había en la puerta de una casa abandonada; nos metíamos y yo les inventaba historias a mis primos, de noche, con velas.

—¿Te acuerdas la primera obra de teatro ya en la época colegial?

—Se llamaba Con gusto a muerte de Jorge Dávila y nos dirigió nuestro profesor de literatura. Sería en cuarto curso. Yo era la protagonista y el profesor le llamó a mi papá a decirle que no me desperdiciaran, que soy muy talentosa, que tenía que estudiar actuación.

—¿Y de qué iba la obra? ¿Te acuerdas?

—Era una obra horrible, no mentira (risas). Era una obra como Bernarda de Alba, algo así: muchas hermanas sentadas en una mesa y todas de luto porque se murió mi esposo. Yo me paraba y gritaba: “Aureliooooooo”. Solteronas todas, y yo tenía este novio, marido, yo qué sé, que se acaba de morir. Era una tragedia. Después de eso, dije: “Esto tengo que hacer”.

—Acabaste el colegio y te quisiste venir a Quito, pero estudiaste la universidad allá.

—Estudié porque mi papá me obligó, la verdad. Me quise venir a Quito, porque ya quería hacer teatro. Sabía que en las capitales de los países existen más posibilidades, pero mi papá me dijo: “Estudia primero algo que valga la pena”, y yo empecé a estudiar Comunicación.

—Ya acá, en Quito, ¿cómo te vinculas con el teatro?, ¿cuáles fueron tus escuelas?

—Estudié en el Malayerba, en el Cronopio; fui locutora en radio La Luna; también hice teatro callejero con los Perros Callejeros; estudié en la escuela de mimo y pantomima del Pepe Vacas. Y ya luego comencé a hacer televisión.

—Entonces, llegan Las Zuquillo. ¿Crees que fue el personaje que te llevó a la fama?

—Sí. Hubo papeles que ya me hicieron conocer un poco, pero definitivamente Las Zuquillo fue la puerta grande.

***

El departamento tiene un estudio que comparte con su hijo de siete años. “El escritorio que está arreglado es de mijo. El otro es mío”. En un solo ambiente confluyen la cocina y la sala. No tiene comedor porque así puede mover sus muebles y convertir fácilmente su sala en un estudio para ensayar. La casa está llena de adornos alusivos al hinduismo y otras formas de espiritualidad, de fotografías suyas interpretando personajes, de dibujos y pinturas que hacen ella y su hijo, de instrumentos musicales que el niño aprende a tocar sin maestro.

Monserrath junto a su hijo Liam, 2021.
Junto a su hijo Liam, 2021.

A Monserrath le cuesta quedarse quieta. Durante la entrevista se rascará muchas veces el muslo izquierdo sobre el pantalón; los dos anillos que lleva en las manos pasarán de un dedo a otro; colocará el puño sobre la palma extendida de la otra mano, como si estuviera machacando algo, y finalmente jugará con su cabello. Repetirá frases dos y hasta tres veces para hacer fuerza en algo que quiere decir.

Así me cuenta que cuando trabajaba en el Patio de Comedias, comenzó a escribir su primer guion. Y entonces sucedió algo: por algún asunto personal con una persona equis a la que no le cayó bien, quedó excluida de una obra que fue famosísima en aquella época, Los monólogos de la vagina. “Esa persona me cerró esa posibilidad y dije: ´No puedo depender de nadie ni de caerle bien a nadie’. Y entonces, hice mi primera obra”.

—¿Escribes todos tus guiones?

—Sí.

—¿De dónde surge una idea para un guion?

—Ponte, tengo ahí una conversación con una amiga, hablando de hombres, y después nos juntamos con más amigas, que tienen otras historias, y nos cagamos de risa. O de una situación equis que me ha pasado. De pronto algo detona la escritura: una idea, una imagen, una sensación. Mis tetas lo dicen todo es porque yo tuve depresión posparto y, en una de las mil terapias que hice, uno de estos alternativos me dijo: “Escribe”.

Y yo escribía así: “Odio la maternidad y todo lo que me está pasando, me quiero botar por el balcón y quisiera comerme a mi hijo”. Así, todas las atrocidades que yo me imaginé en ese momento, ¿cachas? Si vos ves mis primeros bocetos, no tienen nada de cómicos. Tengo cosas que le escribí a mi mamá cuando estaba enferma.

—¿Y el humor en qué momento llega?

—De ahí me siento y comienzo a darle la vuelta.

—¿En qué momento dices “terminé este guion”? ¿Cuándo le pones el punto final?

—Nunca acabo de escribir. Por ejemplo, Las chiquititas de la cumbia tiene una mezcla de todas las obras, diría yo. Es una propuesta performática, escénica, que tiene cosas que he traído de todos lados. Y siempre va a cambiar.

—Te escuché definirte como una show-woman. Porque te cuesta encasillar lo que haces como monólogos, stand up o teatro. ¿Qué es ser show-woman?

—Verás, con esto de que yo hacía monólogos y después vino el boom del stand up, yo intenté hacer stand up puro, a lo gringo, y me di cuenta de que no era por ahí: yo parada con un micrófono, me pican los pies. Comencé a dejar que surjan todas las posibilidades de mis aprendizajes de mis treinta años de carrera.

—Te refieres a una hibridación.

—Exacto. En el escenario estoy haciendo clown, bufón, melodrama, drag queen; estoy mezclando danza contemporánea, danza contact; también el stand up y dejo que se amplíe. Y eso es un show. Si me preguntas si es stand up, no lo es; si me preguntas si es una obra de teatro, no lo es; no es un monólogo. Entonces, como tiene de todo, es un show y a mí me gusta que sea un show.

—Es que en todo arte las fronteras se rompen cada vez más, ¿no?

—Si la comida se fusiona… (risas). Y ya no considero que el purismo quepa. Respeto que haya gente que crea que sí, pero yo considero que no. Para mí todo es material dramático, artístico; todo se puede convertir en una obra. Los momentos más trágicos de mi vida se han convertido en obra de teatro. La muerte de mi mamá, los desamores. Soy como Shakira, yo facturo todo (carcajada).

—Ahora estás haciendo una obra tras otra. ¿Siempre estás metida en algún show?

—Sí. Todo el tiempo, porque no tengo otra opción, no tengo otro negocio. Yo soy autogestora, no tengo auspiciantes, no gano fondos. He estado trabajando todos los fines de semana durante muchos años.

—¿Cuántos? ¿Cuántos años llevas en ese ritmo?

—¡Uf! Desde que hago monólogos, básicamente yo me he dado vacaciones cuando he podido, por mi hijo. Así voy unos quince años. Ahora intenté cambiar de modalidad y me fue pésimo.

—¿Cómo?

—En el Teatro San Gabriel entran 700 personas, en el Scala 200 y en la Casa Toledo 80. Entonces, me tengo que sacar más el aire en Casa Toledo, porque ahí gano, en dos meses, lo que ganaría en un mes en el Scala. Y en el San Gabriel, en un fin de semana, gano lo que ganaría en un mes en el Scala. Entonces, yo dije: más bien voy a trabajar menos y voy a producir las obras para el San Gabriel. Pero me fue mal.

—¿Por qué?

—Porque es más difícil llenar un teatro de 700 personas, la producción cuesta el triple.

—¿Y cómo funciona el trato económico con los teatros?

—Como soy autogestora, si tengo una plata de una obra, invierto para la siguiente.

—Pero invertir, ¿qué significa? ¿Alquilar el teatro?

—La producción, escenografía, vestuario. Mi vestuarista me cobra hoy en día 700 dólares por un vestido, porque es una man que hace un trabajo increíble. Antes yo misma me mandaba a hacer con la costurera. Tengo otra obra de corte familiar, que va a salir en julio y se llama Zigzag y los elefantes planetoides, y necesito mucha plata para esa obra. Esa producción cuesta 15 000 dólares.

—Y, entonces, ¿el trato con los teatros?

—Los teatros privados funcionan con un porcentaje de la taquilla: 60 para el actor, 40 para el teatro; otros son 50-50. El San Gabriel tiene varios tratos: puedes alquilar el teatro, pero, si no tienes público, terminas endeudada. Los teatros públicos son un desastre total. Tienes que alquilar el teatro, sacar los permisos, pasar por todos los departamentos burocráticos. En Cuenca, Atenas, ciudad cultural: ¡dos meses para sacar un permiso! Y para alquilar un teatro: 2500 dólares diarios. ¡¿Cómo te arriesgas?!

—¿Qué representa para ti el escenario?

—Cuando estoy en el escenario es el momento más mágico, donde más auténtica soy porque estoy en el presente absoluto. En el escenario debo estar presente en cuerpo y alma, en el ritmo, conectada con lo que estoy haciendo. Sucede un viaje superprofundo, un estado casi meditativo. Es como un orgasmo, Diosito lindo, qué placer. El teatro es un cúmulo de conocimientos que te tienen que llevar a conectar desde tu herramienta que es el cuerpo, hacia lo más profundo que es el alma. Y creo que esa es la clave.

—Esto tiene que ver con otra palabra que usas mucho: propósito. ¿Para qué haces esto?

—Oye, yo siento que el arte es una herramienta superpoderosa para canalizar la energía universal. Cuando me preguntan de dónde viene eso, digo que ya vine así. Yo creo que todos venimos con una cosa particular y, cuando la descubres y la trabajas, te potencia. Y eso es lo que viniste a hacer, creo que vinimos con una misión, y creo que mi misión es a través del arte, siento que puedo generar cambios en las personas.

—¿Qué cambios, por ejemplo?

—¿Qué te digo? El otro día una viejita me abraza, me besa y me dice: “Monserrathcita, quiero bendecir sus pies, su hacer, su andar; porque no sabe usted, cuando me voy a verle, cómo salgo contenta”. O que me encuentre una señora y me diga: “Qué bestia, cuando yo vi su obra, recién pude hablar con mi esposo. Tuve cinco hijos y no he sabido lo que es un orgasmo”. ¿Me entiendes? Salen de ahí mujeres diciendo: salí y terminé con esa relación de mierda. Mujeres que, sobre la depresión posparto, dicen: “Chuta, qué bestia, a mí también me pasó, pero yo no podía hablar”. Todo eso me alimenta. Solo con que la gente se ría desde que yo me paro en el escenario hasta cuando se van, para mí ya es un: ¡gracias por este don!

—Ahora, la muerte… Está en todas tus obras.

—Sabes que ha sido de alguna manera inconsciente. Creo que desde niña esto me ha hecho un clic, yo veía fantasmas; en la casa de mi abuelita había fantasmas, yo los veía. Mi abuela me quitaba el miedo; me decía: aquí están, aquí viven. Luego, la muerte de mi mamá marcó un antes y un después. Ella tuvo cáncer de pulmón y vi esa agonía de un año; vi la transmutación, cómo se fue yendo. Ahí entendí que la vida es un camino hacia la muerte.

—Y tus abuelos paternos, ¿hasta cuándo te acompañaron?

—Mi abuelito se murió cuando yo tenía unos veinte años y mi abuela, unos veintiocho. Mi abuelita se murió un año después de mi mamá.

—¿Tienes miedo a morir?

—No, francamente.

—Sin embargo, dices que no vas a permitir que te veamos envejecer en el escenario.

—Eso sí, yo sí tengo miedo de la vejez. La imposibilidad de hacer cosas me produce un poco de temor.

—Pero, ¿si puedes seguir haciendo lo que haces?

—No sé. Esto requiere un montón de energía. Cuando yo salgo del escenario, tengo una adrenalina que me voy de fiesta y me amanezco, porque yo sigo arriba. Pero después quedo devastada.

—Entonces, ¿este miedo a envejecer no es a que no te vean las arrugas?

—No sé si también tengo un poco de miedo de eso. Sí me da melancolía de ver mis fotos de antes. Es un poco de vanidad, supongo. Pero no sé qué vaya a pasar. Yo creo que es esto de haber tenido un buen físico y que la gente te vea bonita; para que luego el público diga: cómo está de viejita, cómo era de bonita cuando era joven.

—Es un poco tu ego, ¿o no?

—Sí, obviamente sí. Sí, total, esto te digo: vanidad.

—¿Y ya te has sacado la pica de ser tecnocumbiera con las obras que has hecho o falta?

—No, justo empieza ahorita. Y eso es locazo. Ahora sí estoy en clases de canto. Mi ventaja es que quizá no soy la mejor voz del Ecuador, pero mi presencia escénica es muy grande. Me meto tanto en lo que estoy cantando que eso transmite a la gente. Este proyecto recién empieza a los 47 años y no me importa. Es un proyecto que va a crecer, hasta que me vea en los escenarios con la cumbia.

—¿Ya sin actuar?

—Es que va a tener performance, va a tener teatro.

—Entonces, ¿la idea no es ser solamente una cantante de tecnocumbia?

—(Baja la voz, susurra). Capaz. Porque me encanta. Creo que iré mutando, mutando, mutando y ver hacia dónde me lleva el río, hasta dónde me lleva el río, hasta dónde me lleva. Y creo que es infinito, hasta que me muera.

***

A los diecisiete sufrió un accidente y estuvo a punto de perder un brazo. “Eso me llevó a la espiritualidad. Dije: algo más tiene que haber, no puede ser solo así la vida, no puede ser que uno nace, crece, se reproduce y muere; y en el intermedio solo vas cagando”. Ha pasado por el camino shamánico —tomando ayahuasca y sampedro—, ha estudiado las plantas sagradas, se metió al taichí, el sufismo, la cábala. “Y conocí el kundalini yoga cuando me quedé embarazada; fui al yoga de embarazadas, al de mamás con bebés; seguí hasta que hice un profesorado de yoga y comencé a dar clases en la pandemia.

Y es chistoso porque a veces se contrapone con esta otra imagen que tengo. Van a decir: esta man es una bestia, habla de sexo, es una idiota, habla malas palabras y va a enseñar kundalini yoga, o sea hello”.

—Tu personaje María, la diabla, pregunta al público cómo quieren que se los recuerde cuando ya no habiten sus cuerpos… A ti, ¿cómo te gustaría que te recuerden?

—Así, como me ven en el escenario, como zorra. ¿Defino zorra? Justo de lo que estamos hablando: una mujer empoderada, que disfruta de su propia sexualidad, ya sin miedo de lo que te diga o no te diga la gente y con muchos conocimientos para compartir. Bien parada, bien parqueada, alegre, siempre optimista. Así, una zorra.

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