Por Francisco Febres Cordero.
Fotografía Juan Reyes.
Edición 435 – agosto 2018.
Dos periodistas: Mónica Almeida y Ana Karina López.
Un personaje: Rafael Correa Delgado.
Un libro: El séptimo Rafael.
Dos años de trabajo les tomó a ellas hurgar en la vida de su biografiado para develar los más recónditos detalles de su pasado, sus orígenes, su formación, su tránsito por la educación, su familia, sus amigos, sus contradicciones, sus mitos, sus falsedades.
El resultado: una obra sólida, ágil, que se puede leer como una novela pero donde no hay nada, absolutamente nada, que sea producto de la imaginación. Todo está asentado en la realidad, documentado.
Dos años y 120 entrevistas. Dos años y visitas a archivos, a notarías, a bibliotecas, a periódicos.
Viernes 19 de mayo de 2017. Hora: 19:00. Lugar: El Pobre Diablo. Llegan cajas de libros calientitos, recién salidos de la imprenta. Se los desempaca. Se presentan a un público mayoritariamente integrado por periodistas.
Había apuro, porque el miércoles siguiente Rafael Correa dejaba el poder y se trataba de que el libro circulara cuando él aún era presidente.
Al poco tiempo, los primeros dos mil ejemplares se agotaron. Reimpresión, hasta llegar a los cinco mil.
Quienes escribieron el libro también lo editaron. También lo comercializaron. También, como su obra, están agotadas.
Fueron noches de insomnio. Fueron fines de semana angustiosos, lejos de la familia: las dos mamás trabajaban. Sudaban. Confrontaban informaciones, datos. Redactaban párrafos.
Eran amigas. Se habían conocido en 1990, cuando ambas formaban parte de la redacción de diario Hoy. Desde entonces habían buscado una ocasión para emprender un proyecto común, pero siempre, siempre, les faltaba tiempo. Hasta que un día de verano de 2015, cuando ya no eran compañeras pero seguían siendo periodistas y amigas, arrancaron. Pretendían solo hacer un perfil de Rafael Correa. Pero, casi sin sentirlo, fueron a más.
Se organizaron. Trazaron, minuciosamente, un plan. En un cuaderno apuntaron lo que querían pero, también, lo que no querían. Esperaban que estuviera claro hacia dónde apuntaban. Hicieron un esquema de lo que pretendían revelar en cada capítulo. De los personajes que gravitaron alrededor de Correa en cada época. Para ubicarse en el tiempo, cronologías: una del país, una de la familia, una del personaje.
Nada quedaba suelto. Nada, al azar.
Lograr las entrevistas fue duro. Al principio, nadie quería hablar. Entonces ampliaron el círculo: comenzaron con la gente más lejana y, poco a poco, el círculo se fue achicando. Poco a poco, gente más y más cercana.
Un ofrecimiento: que no revelarían los nombres de las personas que iban hablando. Grababan, eso sí, cada conversación. Pero no se preocupe, le decían al entrevistado, su nombre quedará en el anonimato. Y así fue: las dos son de palabra.
Largas charlas, cada vez más profundas.
Los entrevistados confiaron en ellas: conocían sus trayectorias periodísticas. Sabían que eran serias. Que eran profesionales. Que no iban a hacerles ninguna trastada.
Lograban la cita, pero no adelantaban nada por teléfono. Cuando estaban frente a frente, generalmente con un café de por medio, recién revelaban el objeto de la reunión. Por teléfono nada: sabían que los suyos podían estar pinchados. Su experiencia les había puesto sobreaviso.
Y una persona les llevaba a otra. Y a otra. Cada vez iban saliendo nombres, más nombres.
Y revelaciones. Más revelaciones que las conducían a situaciones a veces impensadas.
Ataban cabos.
Y mantenían una distancia: no querían que la subjetividad les ganara. Al fin y al cabo, las dos pertenecían a un gremio estigmatizado, largamente cuestionado, calificado como corrupto. Luchaban porque sus sentimientos no se superpusieran a la objetividad. Buscaban hechos, hechos, hechos.
Comenzaron por lo más cercano: la etapa en que Correa fue profesor en la Universidad San Francisco.
Buscaron entrevistar a Rafael Correa. Les dijeron en la Secom [Secretaría Nacional de Comunicación] que había que hacer una carta. La hicieron. Les dijeron que la enviaran a una subsecretaría de entrevistas del presidente. La dejaron. Tuvieron una respuesta: les pidieron que dijeran cómo se iba a llamar el libro, cuántas páginas tenía, qué editorial lo iba a publicar, en qué imprenta. Una vez que tuvieran toda esa información, verían si el presidente les concedía la entrevista. Ellas no sabían, para entonces, ni cómo se iba a llamar el libro, ni quién lo iba a publicar, ni cuántas páginas iba a tener. Contestaron así: no sabemos, el libro todavía está en proceso. Nunca más las volvieron a contactar y ahí quedó la cosa.
Ese fue el despegue de lo que terminó siendo un retrato fiel del personaje.
Armaron un sitio en la web y prepararon una edición para Kindle. Querían que el libro se promocionara también fuera del país. Las dos concurrieron a un taller en la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano, en Oaxaca, México. Y estando allí las invitaron a una entrevista en la CNN, en Miami.
Después, España. Vino a Quito Manuel Alcántara, profesor de la Universidad de Salamanca y un académico muy reconocido, a presentar una obra suya y pidió que la analizaran periodistas. Ana Karina fue la encargada. Cuando Alcántara habló, se refirió a El séptimo Rafael en términos muy elogiosos. Como la Universidad de Salamanca, junto con la Flacso [Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales], estaban organizando un seminario sobre los diez años del Gobierno de Correa, las invitaron a que presentaran el libro al final del seminario. Fueron.
Después, Madrid. En la Casa de América. Y, como colofón, una amplia reseña seguida de una entrevista en el diario El País. En un tuit, como reacción a ese artículo, Rafael Correa escribió: “No era de izquierda porque no salía a desfilar el 1 de mayo”, texto que adornó con una carita burlona. Esa ha sido, hasta el momento, su única reacción al libro.
Mónica Almeida me recibe en su casa situada en La Floresta, en una mañana soleada de este mes de julio tan impredecible en su clima, en sus vientos, en sus intempestivos aguaceros. Hace unos pocos meses renunció a la jefatura de redacción de diario El Universo y eso se nota: está distendida, fresca, tranquila. Libre del pesado peso del diarismo. Prepara un café. Su esposo y su hija anuncian que nos dejarán charlar en paz, que ellos se van a la piscina. No de la casa, que no tiene, sino a la del hotel Quito, creo.
De izquierda a derecha: Cuando se graduó como periodista, en 1989, en la Universidad Estatal de Guayaquil.
Redacción de diario Hoy en Guayaquil, con Julio Armanza, al fondo.
Con el caricaturista Bonil, 2015.
—¿Cómo nació tu vocación por el periodismo, Mónica?
—Fue como por descarte. Yo quería ser ingeniera electrónica. En el colegio La Inmaculada de Guayaquil, seguí la especialización de físico-matemática. Luego de graduarme hice un preuniversitario en la Politécnica. Pero mi hermana mayor se había ido a Estados Unidos dentro del programa de American Field Service. Con su ejemplo, también postulé para ese programa y me destinaron a Holanda. Allá repetí el sexto curso y viví donde una familia holandesa. Pasé un año en Frisia, al norte. Iba al colegio, aprendí el idioma. La casa en que me alojé era la de una pareja joven donde él, mi “papá”, era ingeniero electrónico. Entonces me di cuenta de que eso no era lo mío. A mi regreso, dudaba entre economía, sociología y periodismo, y finalmente opté por esta última carrera porque, entre otras cosas, me permitía estudiar y trabajar para pagar mis estudios y ayudar económicamente a mi familia.
—¿Qué te dejó ese año en Holanda?
—Me abrió al arte y también aprendí sobre política: tenía una amiga española con quien recorrí todos los festivales de cine latinoamericano, estaba al día sobre la Revolución sandinista y todo eso. También gané en experiencias humanas, porque mis papás de allá habían sufrido la guerra y sabían lo que era el hambre. Todo eso fue como una apertura al mundo.
Izq.: Mónica con su esposo y su hija. Der.: Con Christian Zurita, coautor del libro Gran Hermano.
—¿Y aquí seguiste con el periodismo?
—En la facultad de Periodismo, que dirigía Alba Chávez y tenía como subdecano a Carlos Coquín Alvarado, uno de los profesores era Julio Armanza, quien trabajaba en diario Hoy. Le pedí que me permitiera hacer una pasantía y luego me contrataron. En la redacción de Guayaquil estábamos solo tres periodistas que hacíamos de todo. Era 1987, en plena pelea contra el Gobierno de León Febres Cordero, quien en las ruedas de prensa comenzó saludándome con beso, hasta que descubrió que yo era del Hoy…
—¿Por qué viniste a Quito?
—Porque tenía una oferta de trabajo en el American Field Service, con sueldo en dólares. Vine y aquí Felipe Burbano de Lara me convenció de que siguiera trabajando en Hoy.
Izq.: Mónica Almeida y Ana Karina López son las autoras de El séptimo Rafael.
Der.: En una rueda de prensa con el expresidente Rafael Correa.
—¿Cómo era tu entorno familiar en Guayaquil?
—Mi madre quedó huérfana muy pequeña y creció en Guayaquil con la familia de su madre. No se graduó de bachiller. Era una mujer extraordinaria, con gran sentido común. Yo soy la menor de cuatro hermanos. Aprendí a leer a los cuatro años y mi papá hacía que le leyera los editoriales de los periódicos para ver si lo hacía correctamente. Mi familia era de una clase media baja, con los ingresos justos, pero mis padres apostaban por nuestra educación. Ponían mucho énfasis en que todos teníamos que ser profesionales, tener un título universitario. Mi familia paterna es de Ibarra, pero mi papá se fue muy joven a Guayaquil, tuvo un accidente y perdió un brazo cuando manejaba una pala mecánica. Murió muy joven, cuando yo tenía diecinueve años y acababa de llegar de Holanda. Su muerte me causó tal efecto, que me produjo una úlcera. Vivíamos de lo que nos dejaba una tienda de barrio. Mi hermana mayor y mi hermano se graduaron de arquitectos, aunque mi hermano murió tempranamente, de cáncer. Mi otra hermana vive en Estados Unidos, en las afueras de un pueblo de cinco mil habitantes.
—Entre estas y las otras, terminaste recorriendo mucho mundo…
—La vida me ha llevado por aquí y por allá. Sí, he sido pata caliente. Antes de graduarme de periodista, empecé a ver posibilidades de becas. Regresé por segunda vez a Holanda con una beca para promoción de radio, que duró seis meses. Aproveché para aprender inglés, pues holandés ya hablaba. Luego apliqué a una beca para Francia y fui a París, donde hice durante nueve meses una pasantía en una revista de la Unión Europea. Como antes había estado ya en Alemania y España, apunté a conocer la Europa oriental. Luego de estar en Italia, donde hice un reportaje sobre la reforma política, pasé a Yugoslavia, que estaba en plena guerra. También fui a Moscú y luego a la República Checa, siempre haciendo reportajes.
—¿En ese tránsito por Europa conociste a tu esposo?
—Lo conocí en un pasillo del Correo Internacional, un semanario francés donde Marc (Saint Upery) trabajaba. Él es periodista y también traductor, porque habla muchísimos idiomas. Yo había ido a visitar a un ecuatoriano que trabajaba allí y a Marc lo vi a la pasadita, en un pasillo. Nos hicimos amigos, luego novios y luego esposos, en 1994. Tenemos una hija, Alejandra (a quien nadie llama así, sino Sasha), que ahora estudia su universidad en París. En Francia nos quedamos hasta el 97. Cuando vinimos comencé a trabajar en El Universo, en Guayaquil, hasta que me nombraron jefe de redacción del diario en Quito, donde me quedé veintiún años.
—¿Cómo eras de jefe?
—Mujer y costeña, al principio estaba al mando de seis u ocho periodistas, la mayoría hombres y serranos. Al entrar les dije que podía parecer mandona porque no iba a hablar con diminutivos como los quiteños ni pedirles nada por favorcito. También podía parecer áspera, pero no iba a cambiar. Remarqué que ese era un ambiente profesional y que con profesionalismo íbamos a actuar. Ni bien llegada me tocó la consulta por la salida de Bucaram y luego las elecciones del 98. Como si eso fuera poco, en el 99 nació mi hija. Fue un terremoto.
—Pero nada se compara al terremoto que sucedió con Correa…
—Fue horrible para todos, aunque yo ya tenía cierta experiencia… Antes, en el Gobierno de Gustavo Noboa, cuando hice una investigación sobre los seguros para la flota militar, recibí en mi casa llamadas anónimas y flores como coronas mortuorias. Luego, en la época de Lucio, un par de llamadas para que comprara un seguro de vida, obviamente como una amenaza. En la época de los forajidos, comenzaron a botarme mierda a la entrada de mi casa. Bolsas llenas de mierda. El día que cayó Lucio eso se terminó. Tenía, claro, pinchado el teléfono. Al inicio del Gobierno de Correa me dejaron una caja de zapatos con una rata muerta adentro. Fue una señal, ¿no?
—Como para que te fueras…
—Y me fui, porque en 2008 apliqué para una beca en Harvard. Fue un año que resultó maravilloso. Pero al regreso, en 2009, escuché el discurso en que Correa decía que la prensa era su principal enemiga. Y había la famosa disposición transitoria de la Ley de Comunicación. El ambiente estaba enrarecido. Sí, amenazas, espionaje. Pero lo peor de lo peor fue el juicio contra El Universo. Esa fue una época durísima, de angustia y sobresalto permanentes (Mónica calla, se le humedecen los ojos). Tenía la convicción de que, como los del Gobierno controlaban todo, la sentencia en nuestra contra estaba asegurada. Aunque sabíamos que lo legal no servía para nada, teníamos que seguir el sistema. Claro, trazamos también una estrategia internacional que, a la postre, creo que fue la que nos salvó. Sin embargo, los del Gobierno tenían también su aparato de propaganda afuera, con el argumento de que El Universo era el diario de oposición que calumniaba e insultaba al presidente. Ellos pagaban lobistas en el exterior.
—¿Cómo superaste tanta tensión?
—Llegaba a la casa a las nueve de la noche (calla, los ojos se le llenan de lágrimas) y me ponía a llorar. ¿Qué seguridad podía dar a la gente que trabajaba conmigo? ¿Qué estabilidad laboral les podía ofrecer a ellos que tenían familia, hijos? En su presencia trataba de parecer calmada, con los pies sobre la tierra. Les decía este es el momento en que no podemos cometer errores porque estamos vigilados. Este es el momento en que ustedes tienen que hacer el mejor trabajo posible, tener todos los respaldos, todas las grabaciones, porque si cometemos un error nos caen encima, les decía. Como jefe, yo tenía que mantener la calma. Los periodistas no sabían qué iba a pasar con el periódico. Fue horrible. Para sacarme el estrés, llegaba a mi casa por la noche, fumaba, lloraba, hablaba con Marc, iba a la cocina y me ponía a preparar unos platos complicadísimos que me demoraban horas. La cocina fue la manera que encontré para desfogarme.
—Se publicaban noticias. Pero, ¿y el periodismo de investigación?
—La Ley de Comunicación nos afectó terriblemente. Esa fue la mordaza más descarada. Mientras tanto, insultos, sabatinas, nos quitaban la pauta publicitaria, nos mandaban a los del SRI [Sistema de Rentas Internas], a los inspectores del IESS [Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social], a los de Relaciones Laborales, era un acoso por todo lado. La culminación fue la Ley de Comunicación. En ese tiempo fue súper difícil poder sacar denuncias y, si lo hacíamos, los reportajes pasaban primero por los ojos de los abogados. La gente tenía mucho miedo. Después, cuando sacamos lo de los papeles de Panamá, Correa pidió a sus seguidores que mandaran tuits a los periodistas y sacó sus fotos en las sabatinas. Mandaron gente a que hiciera manifestaciones afuera del diario. Eso fue en abril de 2016. El Consejo de Participación Ciudadana nos citó para que les diéramos toda la información, pero en eso vino el terremoto y se olvidaron del asunto.
Festival Gabriel García Márquez, en Medellín.
—En toda esa época siniestra, muchos preferían mirar hacia otro lado…
—Claro. Cuando todavía yo hablaba con Javier Ponce, le decía acuérdate de todo lo que tú escribías en contra de Febres Cordero y nadie te ha acusado de criminal. Pero todo era inútil.
—Sin embargo, todo tiene su final…
—Yo digo que de todo esto hay que sacar lecciones y hay que ver para adelante. Creo que a los periodistas nos han enseñado a defender nuestros derechos. Derecho a ejercer nuestro trabajo con profesionalismo, con responsabilidad; ese es nuestro derecho como ciudadanos. Y nos han enseñado que, más que en los discursos, hay que ver a las personas en los hechos. Sí, hubo gente que se amilanó ante los gritos de su jefe, pero eso quedará en su conciencia, mientras que hay otros que estuvimos del otro lado, peleando por lo que había que pelear. Esas batallas había que darlas y yo sí me siento orgullosa de haber estado en el otro lado. Es en esas circunstancias en que se conoce a los acomodaticios, a los oportunistas que fueron parte de un sistema corrupto y no les importó. El público necesita saber quiénes fueron esos que cerraron los ojos inclusive ante la muerte de un comandante de la FAE [Fuerza Aérea Ecuatoriana].
—Entonces, con todo eso, ¿viene la segunda parte del libro?
—Por el momento, no. Estamos dejando que El séptimo Rafael se asiente, leude. Veamos qué pasa. Todavía estamos cansadas del correcorre anterior.