Millennials descubren.

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración: Maggiorini.

Edición 439 – diciembre 2018.

Firma--AmpueroSupongo que está en nuestra naturaleza: desacreditamos a las generaciones que nos siguen porque bailan música que no entendemos, visten como ya no podemos vestirnos, se las arreglan (demasiado) bien sin nosotros y nos llaman carcamales porque todavía somos quienes pueden poner las reglas.

Cuando éramos adolescentes mi hermano mayor y yo, mi papá —que lo sabía todo y lo que no sabía se lo inventaba— no nos entendía ni intentaba hacerlo. ¿Para qué? Él era el adulto y nosotros unos pendejos.

Nuestros casetes de Depeche Mode o de The Cure no tenían ningún valor para él. Ninguno. A él lo que le gustaba era Mocedades y Enrique Guzmán y cargaba unos portacasetes gigantes en el carro cuando nos íbamos de viaje. Ahí no había democracia, sino una dictadura férrea contra nuestros gustos. Su desdén por la música de nuestra juventud era tan brutal que mi hermano todavía recuerda el día en que, tonto él, le pasó un casete de rock latino para que mi papá lo pusiera en el carro después de seis horas de boleros y tangos.

—Papi (voz temblorosa), ¿puede poner este casete?

—A ver, pasa.

Lo que siguió fue brutal. En pleno páramo mi papá abrió la ventana del carro y aventó con todas sus fuerzas el adorado casete de mi hermano, ese que le había costado sangre y lágrimas grabar sin que se metiera la voz del locutor de 96.5 o de I99. Todavía recordamos ese momento con estremecimiento. El resto del viaje fuimos en silencio, maldiciendo a Papá Noel por habernos regalado ropa en vez de walkmans.

Todo el mundo fue en algún momento el joven bobo que no sabe apreciar la música de verdad, el arte de verdad, el sacrificio de verdad, la vida de verdad. Mi abuelo seguramente se moría de iras al ver a mi papá con el pantalón pata de elefante y mi papá odiaba nuestra afición por la ropa de moda en los ochenta (“yo no voy a pagar por ropa desteñida, carajo”).

Hoy todo el mundo habla de los millennials, la generación que tiene entre quince y veinticinco y que ha vivido toda su vida en la era digital, es decir, conectados a Internet. Esos chicos y chicas son objetos de grandes mofas (Millennials descubren es una cuenta de Twitter que los ridiculiza) porque su mundo no es el nuestro (como el de mi papá no era el de mi abuelo) y viven las dos realidades, la virtual y la analógica con igual intensidad. Son rápidos, son globales, son eficientes y, también, son insoportables porque, así como los mayores desprecian a los que vienen detrás, ellos nos miran como si fuéramos australopitecus comiéndose la carne cruda a mordiscos animales.

Por mi parte yo envidio profundamente a los millennials: todas las inquietudes que destrozan la cabeza de un adolescente se pueden resolver con Google (¿esto es normal?, ¿soy normal?), sea cual sea tu tribu o tu inclinación pueden encontrar hermanos en cualquier parte del mundo, las cosas del nacimiento sexual que no nos atrevíamos a preguntar a nuestros padres o profesores las responden de forma divertidísima la serie Big Mouth o el libro Amiga date cuenta, nada es bueno o malo, los géneros pierden esas fronteras tan tajantes, se pueden comprar la ropa del estilo y la talla que quieren en Internet, aprenden lo que sea en un tutorial de YouTube.

No soy boba, no estoy idealizando la tecnología. Sé que hay espantos innombrables detrás del anonimato de la red, pero también sé que los había en nuestra juventud y nadie nos hablaba de ellos porque los adultos preferían callar a hablar de cosas que consideraban vergonzosas.
Yo, por mi parte y como tía de una millennial, me muero de la envidia de todas las cosas que saben y de la libertad sexual, ideológica, estética, idiomática y emocional con la que cuentan. Son unos genios. Cuando veo la increíble madurez de mi sobrina me comparo con ella a su edad y hasta me da pena por esa mariafernandita adolescente que tenía tantas preguntas y solo a su hermano para responderlas, otro adolescente confundido.

También le envidio a mi sobrina los viajes en el carro de mi hermano porque él, que recuerda a fuego el incidente del casete, siempre le deja poner su música y hasta se pega unos reguetones —él que es tan Soda Stereo— para estar más cerca de su hija millennial

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