Por María Fernanda Ampuero
A Susy Nickel, más aquí que nunca
Esto te hubiera encantado, Susy.
Imagínanos a todos los que te hemos adorado —tremendo personal— llenos hasta los topes de amor, vibrantes y mágicos como luciérnagas, cantando esas canciones puras —las que tú cantabas con esa voz tuya que nadie más tiene— que creíamos olvidadas, superadas, demasiado cursis para ser ciertas, demasiado ilusas para merecernos, demasiado dulces para cantarlas desde estas amarguras.
Piensa que aquí estamos, emocionados como niñitos, luminosos como niñitos, después de haber vivido mil años en el lado seco de la vida. Mira este milagro: hojas muertas, artríticas, chamuscadas, que han recuperado todo el verde, toda la salvia, todo el brillo. Piensa en los descreídos de casi todo, en los escépticos, en los decepcionados, en los astutos, en los sarcásticos —nosotros que ya no somos los de ayer— escapándose a la playa, dedicándote una puesta de sol, volviendo a rezar a algo más bueno y más grande y más eterno que nuestras minúsculas vidas, escuchando la guitarra de Silvio con el corazón a punto de rebalsar, sintiendo otra vez fe, queriendo creer en lo invisible, sintiendo el mundo con todas las consecuencias de sentir el mundo.
Susy, de verdad, te encantaría ver esto.
Imagínanos: gente grande, gente canosa, gente frustrada, apaleada por miles de pérdidas, con deudas, cansancio, problemas —toneladas de ellos—, hastiada del día a día, sobrevivientes de las horas y del ganarse el pan y del oficio de vivir que es implacable y agotador. Y ahora míranos, reunidos alrededor de tu memoria para cantar otra vez como muchachitos y muchachitas eso de “aprendí a ser formal y cortés cortándome el pelo una vez por mes”. Somos cientos de voces y al mismo tiempo somos una, unidos por tu dulzura, por lo que nos diste y nos das, por ti. Tú hiciste esto posible. Solo tú podías hacerlo: que seamos nuevamente jóvenes, capaces de todo, sanos, inocentes, amados, limpios, especiales. Míranos, Susy, cantando y siendo bellos otra vez. Como tú, como ni un día de tu vida dejaste de ser.
No te voy a engañar porque no puedo: lo de tu partida nos golpeó como una bomba que estalla bajo la cama en la que dormimos. Retacitos en carne viva de nosotros iban asimilando lo impensable: que no estés, que no vayas a estar más. De todos lados del mundo, aparecían los damnificados, preguntando, llorando, desesperándose.
Canción de una única estrofa: Por qué. Por qué. Por qué.
Y en todos lados del mundo, unidos por la orfandad en la que nos dejaste, nos encogimos de hombros quizá por la falta de respuesta, pero también por los sollozos. No te voy a engañar porque no puedo: esto tuyo fue un mazazo. Al principio hicimos lo que pudimos, Susy, que no era mucho, los ridículos gestos del homínido aturdido por la pérdida. O ni eso. Animales que sufren: gemir, lamer la herida, echarse en el suelo, respirar con esfuerzo, gemir otra vez.
Alguien puso fotos tuyas en Facebook —yo qué sé, cada quien hace con sus duelos lo que puede—, otro rezó, otro lloró hasta no sentir los ojos, otro puso un disco de aquellos, otro recordó tus diminutivos, tu sonrisa de niña pequeña. Al principio hicimos todo muy mal —no entendíamos nada, íbamos como borrachos de dolor—. Lo hicimos tan mal que hasta nos sentimos furiosos, imagínate, de que ya no estuvieras. Qué rabia con el mundo, contigo, con nosotros mismos, con la puñetera muerte que elige siempre tan mal, tan a destiempo, con una lógica estúpida, es decir, sin lógica alguna. Y con Dios, Susy, y con Dios. Porque llevarte a ti, carajo, a ti, precisamente a ti que eras algo así como su mejor —su única— embajadora en esta locura de mundo tan feroz, tan cruel. Porque eras bien en medio de todo el mal. Porque eras fe en medio de tanta indiferencia. Me enfurecí, nos enfurecimos. ¿Cómo creer que existe un Dios si ese Dios es capaz de matarte a ti? ¿Cómo creer que nos ama si nos aleja de tu lado, si te aleja de nuestro lado, si deja a la humanidad sin ti?
Somos tan insignificantes ante la muerte: hormiguitas que levantan su minúsculo puño hacia el cielo, seres irrisorios con los corazoncitos en llamas.
Pero de repente, no sé, algo pasó. Tal vez llegaste adonde tenías que llegar y te dejaron una guitarra y empezaste a cantar para nosotros —me pongo cursi y no me importa, ¿ves lo que nos has hecho?— o tal vez te convertiste en otra cosa, llamémosla ángel para entendernos, llamémosla espíritu si quieres, y pudiste volar a cada una de nuestras ventanas a decirnos que no somos solo físico, que hay algo más después de todo esto y que ahí, en ese “algo más”, estás tú, para siempre a nuestro ladito.
Estoy convencida de que sigues siendo. No: de que eres más que nunca, de que estás viva aunque de una forma imposible de comprender con la cabeza. Vives, Susy, y por eso, imagino, estoy en paz. De otra forma, sin creer en un cielo en donde estás tú, me hubiera sido imposible escribir esto sin echarme a aullar como un perro herido.
Y por eso, también, te agradezco.
(Linda la puesta de sol desde allí, ¿no?).