Sí, un solo hombre puede cambiar el mundo

EDICIÓN 486

Después de Mikail Gorbachov este planeta no es lo que era antes de él.

La familia estaba desconcertada: Mikail Gorbachov había muerto ya dos días antes, el 30 de agosto, y todavía no estaba claro dónde sería sepultado y, sobre todo, con qué tipo de ceremonia. Como presidente que había sido de la Unión Soviética le correspondía un funeral de Estado y una tumba junto a las murallas del Kremlin y el mausoleo de Lenin. Pero el gobierno no decía nada: quería que fueran evidentes su hermetismo y su indiferencia.

Al final, llegó un telegrama parco y frío, muy mezquino, del presidente Vladímir Putin, con las condolencias oficiales. Y nada más: ni luto nacional ni banderas a media asta ni funeral de Estado. Nada. Y el 3 de septiembre, acompañado por un grupo reducido de amigos y admiradores, fue enterrado en un cementerio de la periferia de Moscú, al lado de su mujer, Raisa Gorbachova, que había muerto en 1999.

Con ese gesto de desprecio, que incluyó la ausencia de una delegación oficial en el entierro, Putin se propuso resaltar su convencimiento de que “la desaparición de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, de la cual él culpa, sin ambages, a Gorbachov. Más aún, Putin quiere revertir esa “catástrofe” convirtiendo a Rusia en ‘Eurasia’, un imperio vasto y temido que abarque de Dublín a Vladivostok, como aspira uno de sus ideólogos, Aleksandr Dugin.
“Rusia está de regreso”

Esa “Rusia renacida” requiere —y eso está haciendo Putin— reescribir la historia, partiendo de un pasado fuerte y glorioso, caracterizado por el misticismo, el patriotismo y la obediencia a la autoridad, un pasado que debe ser arrebatado a este presente liberal, mercantil, cosmopolita y democrático, que impidió al pueblo ruso cumplir con su destino, porque en su camino se cruzó un imperio marítimo, de individualismo y codicia, encarnado por la Gran Bretaña, primero, y por los Estados Unidos, después.

En la visión que tiene Putin del mundo, todo eso está quedando atrás. En efecto, las intervenciones en Abjasia y Osetia del Sur en 2008 y en la península de Crimea en 2014 demostraron la determinación de Rusia de expandirse mediante la fuerza militar, tal como lo había hecho la Unión Soviética durante el avance del ejército rojo en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Y la confirmación definitiva de esa voluntad fue la invasión a Ucrania iniciada el 24 de febrero de 2022.

El desprecio a Gorbachov fue una manera ruda pero elocuente de decirle al mundo que Rusia está de regreso bajo la conducción resuelta y sin vacilaciones de su líder actual. Porque así como la Unión Soviética cayó y desapareció por la tibieza de un hombre, será la fortaleza y la determinación de otro hombre lo que llevará a Rusia al poder y a la gloria. Vladímir Putin lo tiene así de claro. Pero, ¿son en verdad los hombres, y no las realidades políticas, económicas y sociales de los pueblos, los que conducen la historia?

Un debate sin final

Siempre, a lo largo de la historia, los cambios en la cima del poder mundial han sido la consecuencia de un conflicto —por lo general sangriento y duradero— entre la potencia dominante y la potencia emergente. Ocurrió, para mencionar tan sólo un caso, con la guerra del Peloponeso, 430 años antes de Cristo, cuando Esparta desafió la supremacía de Atenas y terminó derrotándola (en lo que influyó la peste de tifoidea que mató un tercio de la población ateniense). Ahí, en el mundo griego trastornado por esa guerra, nació la “Trampa de Tucídides”.

El racionamiento alimentario, 1989.

En su relato del conflicto, Tucídides sostuvo que un conflicto entre dos potencias rivales es “inevitable”, tal como había sucedido entre Atenas y Esparta a pesar de los muchos valores helenísticos compartidos por todas las ‘polis’ griegas. Esa es la trampa: lo inevitable del choque. Y en los siguientes veinticinco siglos, hasta la actualidad, las rivalidades en la cúspide del poder mundial han engendrado siempre conflictos mayores. Siempre, con una sola excepción.

Esa excepción fue la conversión de los Estados Unidos en potencia hegemónica. Ocurrió sin que su rival enconado e irreconciliable disparara un solo tiro, sin que hubiera guerra ni convulsiones, sin bombas, masacres ni devastaciones. La Unión Soviética, que desde el final de la Segunda Guerra Mundial le había planteado un desafío frontal a la supremacía estadounidense, terminó disolviéndose en silencio en la Navidad de 1991, dos años después de que la caída del Muro de Berlín hubiera revelado que el mundo socialista era un tigre de papel.

Nadie lo vio venir (“si alguien dijera que sí lo vio venir mentiría sin descaro”, dijo por entonces el secretario americano de Estado, James Baker). El mundo entero sabía de los inmensos problemas económicos y sociales de los países socialistas, empezando por la Unión Soviética, pero nadie evaluó a tiempo la magnitud del colapso: al oriente de la Cortina de Hierro la decepción —incluso la indignación— con el sistema era gigantesca. La gente quería libertad. Pero cada vez que había un gesto de rebeldía (Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968…) los tanques soviéticos lo sofocaban a cañonazos. Hasta que llegó Gorbachov.

Todo es tarde ya

Designado secretario general del partido Comunista y, por lo tanto, jefe del gobierno soviético, Mikail Gorbachov se dio cuenta de que, como estaba, el socialismo era insostenible. Y trató de reformarlo. Era 1985. Había que darle espacio político a la gente para que pudiera expresarse y había que introducir elementos capitalistas para reflotar una economía hundida. Abrir las ventanas y que entrara aire. (Deng Xiaoping lo estaba haciendo en China desde 1978 y sacó de la miseria a millones de personas.) Pero la sociedad soviética estaba anquilosada y todo esfuerzo fue estéril.

Ni la ‘perestroika’, la liberalización política, ni la ‘glasnost’, la apertura económica, pudieron impedir el desplome soviético. Todo era ya demasiado tarde. Pero Gorbachov emprendió entonces otro cambio fundamental: substituyó la ‘Doctrina Brezhnev’ (impedir por la fuerza que cualquier país de su órbita dejara el socialismo) por la ‘Doctrina Sinatra’ (el “my way” de cada país para decidir su destino). Y, ya sin la amenaza del ejército rojo, las quince repúblicas de la Unión Soviética tomaron cada una su camino. El peligro de una tercera guerra mundial desapareció. Por esa sola vez el mundo no había pisado la Trampa de Tucídides.

El debate infinito

Pero otro debate es inevitable: ¿las grandes transformaciones de la historia puede desencadenarlas un solo hombre, o son siempre la consecuencia de una larga serie de circunstancias políticas, económicas y sociales que, al confluir, lanzan a las sociedades a cambios profundos (por evolución o por revolución) que por sí solo un hombre no hubiera podido nunca efectuar? Los historiadores jamás han podido ponerse de acuerdo. Ni, previsiblemente, podrán.

Paul Kennedy, el historiador británico que es tal vez el estudioso mayor del “auge y caída de las grandes potencias” (que así se titula su obra magna), asegura que los países ocupan un lugar en el mundo en concordancia con sus recursos internos, su capacidad productiva y la innovación tecnológica que cada uno es capaz de aportar. Por lo que, en su análisis, no son las habilidades individuales sino las fuerzas sociales las que guían la historia. Pero reconoce que “pueden extraerse algunas conclusiones generalmente válidas siempre y cuando se admita que puede haber excepciones particulares”. El colapso de la Unión Soviética podría ser esa excepción particular.

Para que la Unión Soviética colapsara confluyeron varios factores, desde el fracaso habitual de las economías socialistas hasta el agotamiento de un modelo político basado en el control estatal de todo (la información, la opinión, el diseño de las leyes, la administración de la justicia, la movilidad de las personas e incluso —como sucedió en la China maoísta— el número de hijos que cada pareja puede tener). Y aunque la confiscación de la libertad impedía cualquier disidencia, la gente estaba —como diría Serrat— harta ya de estar harta. Y sin embargo, por si tanta calamidad no fuera suficiente, faltaban dos hechos detonadores del colapso.

Cambiar para sobrevivir

El primero fue la ‘guerra de las galaxias’, es decir la decisión del gobierno de Washington de colocar en la órbita terrestre misiles defensivos para anular la capacidad ofensiva de las armas atómicas soviéticas, lo que forzó al régimen de Moscú a tratar de hacer lo mismo sin que su economía tuviera al potencial suficiente. Y se desbarrancó. Y el segundo fue el escape radiactivo de la central de Chernóbil, que logró que la gente entendiera la importancia de la libertad de información, porque la inexistencia de prensa independiente en los sistemas socialistas había impedido que millones de personas se enteraran a tiempo del desastre y pudieran protegerse.

Chernóbil, 1986
El desastre de Chernóbil, 1986.

Gorbachov no quiso liquidar el socialismo: quiso reformarlo. Pero los problemas causantes del declive soviético eran inherentes al sistema socialista, inseparables de él. Y cuando trató de reformarlo para que sobreviviera, lo mató. Tuvo el poder menos de siete años. Cuando firmó su renuncia a la presidencia el destino de la Unión Soviética estaba sellado, el imperio estaba disuelto, terminado el régimen de partido único, concluida la Guerra Fría y declarada la independencia de los países que durante décadas —unos más, otros menos— habían estado disueltos en una enorme unidad política que había asumido la tarea titánica de implantar el socialismo en el planeta y que, al fracasar, colapsó.

¿Hubiera ocurrido lo mismo si en marzo de 1985 el partido Comunista hubiera designado a otro de sus dirigentes para la jefatura del gobierno? Esta es la ucronía con la que típicamente disfrutan especulando los historiadores. ¿La desaparición de la Unión Soviética era inevitable y hubiera ocurrido tarde o temprano, sin importar quién hubiera empuñado el timón? Cualquiera que sea la respuesta que se ensaye no pasaría de ser una conjetura, una suposición esforzadamente sólida, pero conjetura al fin.

El otro final

No obstante, al constatar lo lineales que fueron los acontecimientos en esos dos años iniciados el 9 de noviembre de 1989 en Berlín, en los que el clamor fue unánime a favor de dejar atrás el socialismo y recuperar la libertad (con la sola excepción del grupo de militares que intentó un golpe de Estado en agosto de 1991), parecería que la conjetura más rigurosa es la que afirma que la Unión Soviética estaba condenada a la desaparición, porque, tras cuatro décadas de competencia con la democracia liberal, el socialismo había sido derrotado y su imperio había perdido su razón de ser. Pero también es posible suponer que con otro gobernante ese final ineludible hubiera ocurrido de otra manera.

Hubiera ocurrido, tal vez, como lo aseguró Tucídides, con una guerra mundial o, al menos, con una guerra civil larga y sangrienta, paredones incluidos, en la que los pueblos de la Europa del Este, “desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático” —según la descripción que hizo Churchill de la Cortina de Hierro—, se hubieran rebelado contra el dominio del partido Comunista y, aplicando la ‘Doctrina Brezhnev’, Moscú hubiera lanzado los tanques contra los insumisos una y otra vez. Las matanzas hubieran sido pavorosas.

Mikail Gorbachov lo evitó. Él trató de salvar el socialismo, reformándolo. Pero el socialismo no tenía remedio: resultó incompatible con la libertad y con la modernidad, como lo han demostrado los hechos desde Siberia hasta el Caribe y desde el sudeste asiático hasta las profundidades de Europa. Cuando Gorbachov lo comprendió tuvo el gesto de generosidad y coraje de dejar que los acontecimientos siguieran su curso, sin pretender interrumpirlos a cañonazos. Y la Unión Soviética se disolvió.

A cualquier precio

En su lugar surgieron (o resurgieron) quince países que con una sola excepción, la Bielorrusia de Aleksandr Lukashenko, dejaron atrás la dictadura y se adscribieron a la democracia liberal. La mayoría de ellos incluso pidió su admisión en la Unión Europa. Anhelaban libertad y prosperidad. Al terminar el siglo XX la paz y la estabilidad de Europa parecían inconmovibles. Pero ese mismo año, 2000, Vladímir Putin llegó al poder en Rusia y, añorando el imperio al que había servido con lealtad y convicción como agente de la KGB, se dedicó con pasión a tratar de reconstruirlo, a cualquier precio y por cualquier medio.

Mikail Gorbachov
Mikail Gorbachov con Margaret Thatcher, 1989.

Y en esas sigue cuando está por concluir 2022. Ya atacó Georgia en 2008 y se apoderó de los enclaves de Abjasia y Osetia del Sur, y en 2014 invadió Ucrania y le arrebató la península de Crimea y la ciudad de Sebastopol, y volvió a lanzarse contra Ucrania este año, demoliendo ciudades y matando multitudes, y después quiso anexar a Rusia cuatro regiones con unos plebiscitos grotescos, sin padrones, con votantes llevados a las urnas a punta de pistola. Y, para que a nadie le queden dudas de su determinación de hierro, ahora está amenazando al mundo con usar armas atómicas. El apocalipsis. En el contraste, la figura de Mikail Gorbachov sigue creciendo para la historia…

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