Miguel Ángel Cabodevilla: Un cura vasco entre los Aucas

Por Omar Ospina

Fotos: Daniel Andrade

            Miguel Ángel Cabodevilla ha sido, en los últimos quince años, símbolo del trabajo misional en la Amazonía ecuatoriana. Con sede en Pompeya, a orillas del Aguarico, este cura vasco, que tiene la aparente fragilidad del bambú, llegó cuando por esas tierras ejercía su apostolado otro sacerdote que luego dejaría vacío el lugar a causa de las ochenta y cinco lanzas tagaeris que horadaron su cuerpo, en un ritual de muerte que para la cultura blanco-mestiza fue un acto de barbarie y para víctima y victimarios un hecho necesario y defensivo. Y presentido.

Pero el ejemplo que dejó Monseñor Alejandro Labaca fue suficiente, y Miguel Ángel, capuchino como su antecesor, retomó el trabajo con igual vocación. Dan fe de ello algunos libros de su autoría, en los que narra las peripecias de su labor, la historia de esos pueblos remotos, la realidad de culturas tan diferentes a la occidental, e inclusive la riqueza natural y arqueológica de esas regiones. Pero él no se muestra muy orgulloso de ese trabajo de investigación y escritura que estima aleatorio y marginal a ese otro que lleva en la sangre: su vocación de misionero.

Vamos a iniciar la entrevista con una pregunta incómoda.

El cura, el hombre, el político

Revista Diners: Usted estuvo frente a la opción de la violencia, ¿por qué se decidió por el sacerdocio?

M. A. Cabodevilla: Estuve en acciones callejeras de protesta, de sabotaje, pero no en el extremo. Y se enfrentó una represión muy dura. Estuve en la cárcel varias veces. Pero la ETA de ese tiempo no era la terrorista y de crímenes que se hizo luego. Mis actitudes han sido en grupos que se unen para decir “basta”, mediante acciones políticas de cierta violencia pero sin llegar al crimen. Acciones necesarias porque nuestra democracia es una falacia y los pobres no tienen representación digna pues son sujetos de manipulación. Sus voceros están lejos de ellos, y a veces tienen que asumir acciones directas.

Pero se hizo sacerdote…

Sí, pero fui un cura contestatario. Me negué a cobrar mi sueldo de sacerdote al Estado español. Y trabajé: obrero de construcción, repartidor de cilindros de gas, trabajé en imprentas, di clases diez años. Por las tardes trabajaba en mi parroquia, con jóvenes. Hasta pertenecí a sindicatos. Y decía misa como cualquier sacerdote. Me ordené a los 24 años y a los 35 era sacerdote obrero. Ahora soy un fraile capuchino que tiene otras misiones. He tratado de hacer ciertos trabajos durante un tiempo que permita darle seriedad a lo que se hace. Entre diez y quince años, digamos. Pero siempre me he sentido atraído por otras tierras y otras culturas. Trabajé 11 años en Pamplona, tierra de emigrantes y obreros, y fue muy interesante vivir allí; aprendí mucho de gente que tiene que dejar su tierra y su cultura para poder sobrevivir. Aquí estuve casi 15 años en la Amazonía.

¿Usted llegó a trabajar con Monseñor Labaca?

Sí, él me invitó.

¿Y no ha pensado que su labor lo puede llevar a una situación extrema como la que afrontó Mons. Labaca?

Siempre existen en la selva peligros que es necesario afrontar: un naufragio, la selva misma, etc. También la violencia la hemos sentido cerca. Durante mucho tiempo tuvimos temor de ser agredidos y hasta expulsados. La muerte estuvo cerca algunas veces. Pero el Ecuador no es un país violento. Los sacerdotes hemos sido respetados. Se nos critica y confronta a veces, pero no hay un peligro de violencia como en otros países. La muerte de Alejandro fue muy especial, en una situación coyuntural de confrontación.

¿Tenía usted al venir al Ecuador alguna referencia del país?

Sí, de mis compañeros capuchinos que están en el oriente ecuatoriano desde 1952. De joven les había escuchado hablar de la selva y de sus gentes. Les llamaban Aucas y esa palabra me produjo un choque. Me dije que algún día tendría que conocerlos. Tenía gran atractivo para mí que fueran distintos. Quise comprenderlos y conocerlos. Incluso, cuando llegué, escribí un libro, bastante pesado creo, sobre su historia. Pues un pueblo sin historia es un pueblo al que los llamados blancos no lo tenemos como humano ni le damos trascendencia. Lo humano siempre tuvo para mí un rasgo muy preciso que me fue inculcado; ahora creo que es un continente muy amplio que requiere esfuerzo de conocimiento y comprensión.

¿Había en esa posición suya con respecto a lo humano, un rezago de esa intolerancia religiosa que les negaba el alma –es decir, lo humano- a los indios?

Algo de eso había. Pero esa actitud dependía de la intención, creo yo. Me eduqué en un medio tolerante pero con dudas. Luchamos contra ellas a favor de comprender al otro. Trato de entender al homosexual, al criminal, porque dentro de cada persona hay problemas y sufrimientos. Jesucristo quiso hacer una iglesia más universal. Por eso rompió con las otras tribus de Israel, tratando de universalizar la iglesia, hacerla más tolerante. No me cuestiono lo que el otro cree; pienso si los dos tenemos el mismo objetivo, si coincidimos en el trabajo y en el esfuerzo. Mi catolicismo confronta las fronteras teóricas porque la práctica me exige tratar de entender y respetar al otro.

¿Cree que ha logrado entender al indígena y asumirlo?

Tengo límites. He aprendido a respetar lo misterioso de otras gentes y culturas, tanto en lo humano como en lo religioso. He tratado de ponerme en guardia frente a las verdades absolutas y las perversiones de la cultura occidental. Mantengo ciertas verdades que para mí funcionan, pero me cuido de creerlas universales, de pensar que son válidas para todos. Hago propuestas, y escucho. Y cada uno decide qué cree mejor, más acertado.

La fe, el hombre, el entorno

Esa posición suya me lleva a la paradoja de Dios. Si el cristiano ama lo incomprensible al amar a Dios, ¿por qué no acepta las creencias ajenas y pretende que son equivocadas?

No tengo respuestas para ello. Sólo mis propias sensaciones. Hay zonas claras y zonas oscuras, percepciones que no pueden ser aprobadas ni reprobadas. Creo con cierta certeza, con alguna fuerza, en verdades que asumo. La fe nos da la posibilidad de soportar la vida en un mundo de dudas. Con ella es más rica la vida en general, la humana en particular. Aunque soy en parte racionalista, no creo que ello sea la respuesta a todo. Lo real se une con lo misterioso y surgen contradicciones que es necesario aceptar o sobrellevar.

¿Y cómo logra manejar esa actitud frente a una jerarquía tan cerrada y conservadora?

Hay conflictos incluso entre la sociedad mínima que es la pareja. En la sociedad compleja no se pueden evitar. Hay que vivir con ese conflicto, que para mí ha sido más fuerte en España que acá, donde la jerarquía es más tolerante y abierta a medida que se aleja del centro; cuanto más alejado esté uno del centro es más fácil convivir con el conflicto. Las sociedades crecen por los extremos, como el árbol crece por las ramas y las raíces. El tronco se endurece. Pero la Iglesia es más flexible que otras organizaciones.

Los partidos de izquierda extrema, el comunismo, son más inflexibles. La Iglesia adopta incluso un tono paternalista y comprensivo. Creo que los obispos son por dentro más flexibles, humanos y mejores de lo que parecen por fuera; tal vez tienen que dar una imagen estricta que no debilite la estructura de la Iglesia. Es el lenguaje. La Iglesia tiene gran dificultad en cambiar de lenguaje, utiliza uno antiguo, anquilosado, que para mucha gente no significa nada. Eso le crea una enorme dificultad. Es una de las sociedades que peor se vende por el lenguaje que usa.

¿Cree usted que en la periferia de la Iglesia, más cercana a la gente que la jerarquía, haya más flexibilidad frente a problemas éticos como el aborto, la eutanasia, el divorcio, la clonación de seres humanos, etc.?

Sí. La Iglesia sabe que dentro de ella hay otras iglesias, otras tendencias, como en cualquier sociedad. Otras sensibilidades. Y si eso ocurre en la jerarquía, mucho más en el cuerpo social, en los fieles, que tenemos posiciones distintas. He aprendido que mientras más joven se es, uno es menos abierto a ciertas cosas, más rígido. Y la vida enseña que hay que estar más cerca de la gente. Hay que diferenciar las ideas simples de las complejas. La gente quiere respuestas simples al aborto y la eutanasia, pero no sólo la iglesia tiene posiciones inflexibles, sino también la sociedad civil. No es sólo que una mujer decide deshacerse de un hijo o una persona decide que debe morir. No es así de simple. Hay causas y circunstancias especiales.

El aborto es menos común en una sociedad justa, progresista y equilibrada que en otra injusta y desigual. Es una agresión contra la mujer creer que ella piensa: “mi cuerpo es mío y hago de él lo que yo quiera”. Es tan simple como condenar el aborto sin reflexionar, sin ir caso por caso. Yo he convivido con ello y no dejaría de ayudarle a alguien que esté en esa situación ni le negaría el perdón o la comunión en ciertas circunstancias. Es un drama humano muy grande y no se puede simplificar. Hay una teoría, una tesis general, pero de ahí se desprende cada caso en su contexto de sufrimiento, en sus distintas fases, en el tiempo, en la defensa de la vida pero también en la defensa de la persona. Y al final, hay que dejar que cada persona elija porque el único juez es cada uno, no el cura, el obispo ni nadie más. Es la concepción que de la vida tenga cada quien y su conciencia.

Hay una concepción religiosa que tiende a convertir a la gente, a llevar “las ovejas al redil” para conseguir la salvación. ¿Cómo asume usted eso?

Hay circunstancias especiales. Muchos indígenas del Napo han sido bautizados, sus creencias no coinciden con las oficiales de la iglesia, pero son católicos por bautismo. Monseñor Labaca -y yo he seguido su ejemplo-, no bautizó ningún indígena no evangelizado. Hay grupos humanos no cristianos, en la selva, con una búsqueda religiosa muy parecida a la nuestra. Palabras e ideas que reproducen las del Evangelio, las de la Biblia. Eso me sorprendió y me di cuenta de que la búsqueda humana es semejante en todas partes y que las diferencias de forma importan menos que las cosas en común que hay en el fondo. Cuando se comprende, las diferencias son menores. Si uno no trata de imponer sus propias creencias y actitudes sino que las manifiesta abiertamente porque cree en ellas, las otras personas son más receptivas pues encuentran semejanzas con su propia búsqueda.

¿Y cómo ha manejado usted las relaciones entre obreros, colonos e indígenas y las de ellos con el entorno ecológico y la vida diaria?

Pues aquí hemos tenido que escoger lo malo a cambio de lo peor. Hay cosas que es necesario aceptar porque forman parte de la realidad. Pero las cosas han cambiado mucho. Antes los conflictos eran graves, las agresiones excesivas, en fin. Una vez, un ingeniero borracho mató con su auto a dos niños indígenas y las empresas trataron de ocultar el hecho. Protesté, amenacé hasta con la prensa, y aceptaron que se juzgara al causante y se indemnizara a los padres. Pero se los llevaron, los emborracharon y les obligaron a firmar un acuerdo distinto. Eso ya no pasa, el Estado tiene más presencia; los indígenas han conquistado ese derecho. Ahora se hacen cosas que hace diez años ni se soñaban.

El sacerdote y el hombre

Pasemos a otro tema. La castidad en el sacerdocio. El ser humano es sexual por naturaleza y por instinto. ¿Cómo asume el reprimirse hasta la castidad?

La Iglesia tiene dos posiciones. Una frente al cura, que es una norma para sus ministros, que es la castidad y la prohibición de tener esposa e hijos. Y otra frente a los frailes como yo, que voluntariamente renunciamos a un derecho, al ejercicio de la sexualidad. Es difícil de llevar. A mí me ha sido posible aceptar ese esfuerzo voluntario sin demasiada presión. Sé que me privo de una de las sensaciones más placenteras, que es muy añorada porque se añora lo que no se tiene. Pero curas y frailes son la gente más romántica respecto al amor y la sexualidad; los sublimamos y transferimos a la esfera romántica, lo que se da menos entre los seglares.

Para nosotros la sexualidad es algo pendiente, que no se resuelve o hay que resolver poco a poco. Yo he podido mantener amistad muy especial con mujeres, muy cercana, y eso me ha ayudado a sobrellevar esta actitud. Algunos dicen que jamás se han enamorado pero ese no es mi caso. Me ha pasado y creo que le ha pasado a la mayoría. Me parece inevitable que en algún momento nos guste mucho una mujer y que hasta se piense en dejar el sacerdocio. Es una opción, en todo caso, como la pobreza. Mi vocación es el sacerdocio y a ella le sacrifico otras apetencias.

¿Y su renuncia es a algo que nunca conoció o que alguna vez conoció?

A algo que nunca conocí. Jamás he tenido una relación sexual. Por eso me parece un poco absurdo meterme a consejero matrimonial. Hay cosas que puedo comprender porque he escuchado a la gente, pero en otras soy inadecuado.

¿No cree que si los curas pudieran casarse estarían mejor preparados para aconsejar a las personas en torno a la vida en común y la sexualidad?

Sí y no, pues habría curas que llevarían mal su matrimonio, como ocurre con los seglares. Esto cambiará e incluso para los curas el matrimonio será una opción. No me molestaría tener un compañero sacerdote que fuese casado, aunque yo haya elegido no hacerlo.

Y en cuanto a la actitud de la Iglesia de no permitir que la mujer confiese, dé comunión y acceda a las órdenes mayores…

En esto a la mujer le ocurrirá, creo, como en su relación con la sociedad y con los hombres. Las cosas han cambiado en la sociedad y cambiarán, pienso, en la Iglesia. Han cambiado simbologías, formas, lenguaje. También cambian los conceptos. La Iglesia mantiene una fachada demasiado antigua, pero la vida se impone y tarde o temprano quedará reflejada en la actitud de la Iglesia.

Y en el terreno de la fe, ¿la suya es inconmovible o en algún momento la ha cuestionado y puesto en duda la existencia de Dios?

Desde mi punto de vista, inconmovible y fe no se llevan. La fe se tiene, se pierde y se recupera. Puedo tener certezas, pero, como persona pensante e incluso inteligente, creo que no he dado con toda la verdad y que esa certeza mañana puede ser duda. La fe es una búsqueda continua más que una certeza inamovible, un estar entre la obscuridad y la luz. Creo que quien más firme tiene la fe es quien la tiene como una apuesta de vida. Es decir, me juego porque sí, porque hay algo en lo que vale la pena creer, en que hay un Dios. Más que la fe en lo absoluto o en la certeza total, es la fe en la fe, en la posibilidad de creer o elegir creer.

Si la fe es una búsqueda, se da porque existe aquello que se busca…

Sí, y me gustaría que al final estuviese ese Dios que buscamos. La búsqueda tiene que ver con algo que existe o que te gustaría que existiese.

Veo un asomo de duda…

Claro. Y repito que la duda es esencial y necesaria para cualquiera que piense. No le hace mal a nadie; le hace bien.

¿La duda fortalece la fe?

Sí, la hace más auténtica, pues si no se tienen dudas, ¿cuál es la gracia de tener fe? Diría que sin la duda no existe la fe. Es asumir un riesgo. Uno apuesta a lo que cree. Se arriesga en el amor, en muchas otras cosas, e igual en la fe. Tienen que ver los sentimientos humanos: yo hago esto, creo en esto, me ejercito en ello porque me parece que es. No estoy seguro, deseo que así sea.

 Y el Padre Miguel Ángel Cabodevilla apura su cafecito mientras finalizan estas casi tres horas de conversación, apenas interrumpidas por algún visitante inesperado que cruza, o por el enorme gato de la casa que se pasea impune, silencioso e irreverente. Y yo me digo que sí, que quizás valdría la pena creer si se cree como este cura vasco que, en buena hora, decidió meterse a misionero antes que a guerrillero.

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