Mientras Trump se pelea con medio mundo, China y Rusia se alían y, además, amenazan: “más guerras, y no sólo comerciales”

Edición 447 – agosto 2019.

El vuelo fue largo, cargante y tedioso. Fueron once horas para recorrer los once mil kilómetros de distancia entre Washington y Osaka. Dentro de un avión, aunque sea el ‘Air Force One’, hay muy poco que hacer. Pero el presidente Donald Trump no se aburrió: se dedicó, con enorme dedicación y notables resultados, a empeorar las relaciones —ya lastimadas y declinantes— entre su país, los Estados Unidos, y varios de sus aliados principales. Sus ‘tuits’ más contundentes fueron contra Alemania y Japón, además de que se regocijó de los quebrantos severos —en especial el “brexit”— que está sufriendo la Unión Europea. Al llegar a su destino (para asistir a la reunión del G-20), a Trump se lo vio tranquilo y distendido: una buena pelea siempre lo hace sentir bien. Era el 28 de junio de 2019.

Unos días antes, el 7 junio, en San Petersburgo, otros dos líderes poderosos, Xi Jinping y Vladímir Putin, habían hecho todo lo contrario de Trump: dejaron atrás viejas y ya inútiles rencillas y, entre sonrisas elocuentes y saludos efusivos, le anunciaron al mundo sus flamantes acuerdos y entendimientos, pues “la cooperación entre China y Rusia es esencial para la estabilidad global”. Cooperación que, por supuesto, se plasmó de inmediato en un frente común contra los Estados Unidos, “que antes promovían el libre comercio con una competencia honesta y abierta, pero que han empezado a hablar el lenguaje de las guerras comerciales, las sanciones y las incursiones económicas con tácticas de retorcimiento de brazos y amedrentamiento…”.

Con lo cual, sumado a las tensiones y desentendimientos —múltiples, complejos y muy variados— acumulados a lo largo del primer semestre del año, quedó configurado el que podría ser el panorama global de la política internacional para los próximos años: una confrontación en ascenso constante, potencialmente explosiva, entre los Estados Unidos y sus aliados más leales (que, en la era Trump, van en rápida contracción) y China, Rusia y sus respectivas zonas de influencia (que con Xi y Putin están en proceso de expansión). Una confrontación que al menos en sus inicios no será militar, como no lo fue la Guerra Fría que libraron los Estados Unidos y la Unión Soviética entre 1949 y 1989, pero que podría abarcar al mundo entero y tenerlo en ascuas, con los nervios de punta, durante años y décadas.

No es exageración: Putin ya advirtió en San Petersburgo que las “tácticas agresivas” aplicadas por los Estados Unidos desde que empezó el gobierno de Trump, en enero de 2017, son “un camino hacia conflictos interminables, guerras comerciales y, tal vez, no sólo comerciales”. Nada menos. Y si bien unos días más tarde, durante la reunión del G-20 en Osaka, Trump se reunió con Xi y acordaron algo así como una tregua en su contienda comercial actual, indulto a Huawei incluido, el ambiente de guerra fría ya era notorio: los dos grandes centros globales de poder económico están en curso de colisión y su lucha por la cima del mundo será cada día más intensa, cruda y sin fronteras.

“Todos se aprovechan”

En el transcurso de los dos años y medio iniciales de su administración, Trump ha sido reiterativo en las críticas a sus aliados. “Casi todos los países del mundo se aprovechan de los Estados Unidos”, dijo la víspera de viajar a Osaka, en una entrevista con su cadena de televisión de confianza, Fox. Extraña afirmación, sin duda, porque fueron los estadounidenses y los británicos quienes diseñaron y mejor provecho sacaron del orden democrático y liberal vigente —sobre todo en el hemisferio occidental— desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Y no fue un orden bosquejado el apuro, en los días agitados y caóticos de la rendición de Alemania, en mayo, y del Japón, en agosto. No. Las líneas maestras de la posguerra comenzaron a trazarlas Franklin Roosevelt y Winston Churchill bastante antes, en 1941, cuando redactaron la Carta del Atlántico, con la guerra en pleno desarrollo.

Parte de ese orden de la segunda posguerra mundial fue el desarme del Japón y la creación, en reemplazo del agresivo ejército imperial previo, de unas “fuerzas de autodefensa” con capacidad operativa muy restringida por la constitución. Esa constitución, en la que consta la prohibición expresa de combatir en el exterior, fue impuesta durante la ocupación estadounidense del territorio japonés, con el general Douglas MacArthur con poderes virreinales, tras la rendición del Japón en la guerra del Pacífico, que había empezado con el ataque a la base naval americana en Pearl Harbor, en Hawái, en diciembre de 1941. Sin embargo, el presidente Trump se quejó con dureza de esas limitaciones, e incluso puso en duda la perdurabilidad de su alianza militar, olvidándose (o no queriendo recordar) que fue su país el que las impuso: “si el Japón fuera atacado, nosotros iríamos a protegerlo con nuestras vidas y nuestro dinero, pero si fuéramos nosotros los atacados, ellos no tendrían que ayudarnos”. Y así es, en efecto, porque el tratado bilateral de defensa obliga a los Estados Unidos a proteger al Japón si fuera atacado, a cambio de lo cual los japoneses permiten el funcionamiento en su territorio de bases estadounidenses. Bases que son primordiales para la presencia americana en el Lejano Oriente, fueron de enorme utilidad durante las guerras de Corea y Vietnam y hoy tienen una importancia estratégica decisiva ante las actitudes desafiantes de China y, en especial, de Corea del Norte.

Pol-int--0-1Fascinado con el despliegue militar del Día de la Bastilla, al que lo invitó en 2017 el presidente de Francia Emmanuel Macron, Donald Trump, que estudió en una academia militar pero eludió luchar en Vietnam, decidió que su país no iba a ser menos. Sus asesores admiten que está convencido de que envolverse en la bandera, rezumar patriotismo y rodearse de generales exaltará a sus seguidores y le dará un tirón en la campaña de reelección.

Deshaciendo las alianzas

Otro aliado clave de los Estados Unidos, Alemania (país que, en definitiva, es la mayor potencia económica de Europa y, como tal, el eje de la Unión Europea), también recibió un tratamiento poco amable por parte de Trump, que lo calificó de “socio fallido”. Dijo, además, que “Alemania le paga miles y miles de millones de dólares a Rusia por su energía y, sin embargo, se supone que nosotros debemos proteger a Alemania”. Francia y Canadá, otros dos aliados significativos, cuyos jovenes gobernantes, Emmanuel Macron y Justin Trudeau, son los mejores exponentes del nuevo liderazgo democrático occidental, también han sido criticados con rudeza e insistencia por Trump, al mismo tiempo que demostraba su sintonía con algunos de los menos recomendables políticos europeos, como Boris Johnson, Matteo Salvini, Andrzej Duda, Viktor Orbán y otros populistas ruidosos y nacionalistas agresivos.

Y, a punta de ‘tuits’ ásperos y declaraciones descorteses, no sólo está siendo demolido el orden democrático liberal que le ha dado al mundo la etapa de su historia más prolongada y fértil de paz global y de prosperidad económica, como lo prueban todos los indicadores, sino que también está siendo demolida la red de convenios y tratados que tanto facilita la convivencia entre las naciones. Es así que, en la ‘era Trump’, los Estados Unidos abandonaron la Asociación Transpacífica de Cooperación Económica, el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático y el Pacto para la Desnuclearización de Irán. Más aún, el presidente estadounidense está alentando el desmoronamiento de la Unión Europea y la fragmentación de Europa, lo que en el corto plazo puede facilitar el ‘America First’ de Trump, pero que en el mediano y el largo plazos estimula los planes expansionistas de los adversarios del Occidente capitalista y desarrollado.

Por añadidura, el telón de fondo de esta aniquilación gradual y consistente de la red internacional de alianzas es el endurecimiento de las políticas de China y Rusia, los flamantes aliados para la Segunda Guerra Fría. Es así que Xi Jinping es, a partir de las reformas constitucionales aprobadas en marzo de 2018 por el comité central del partido Comunista, quien concentra todos los poderes. Y los concentra sin límites de tiempo, en un régimen autocrático equiparable a las épocas más espinosas del maoísmo, es decir a los años turbulentos y ruinosos del Gran Salto Adelante y de la Revolución cultural, dos ideas demenciales y macabras de Mao, quien, no obstante, el 9 de septiembre de 1976 hizo algo de importancia incomparable para que en los treinta años siguientes legiones de chinos (tal vez trescientos millones) salieran de la pobreza: se murió.

Ahora, el desafío

A la muerte de Mao, quien había tomado el poder y emprendido la revolución socialista en 1949, Deng Xiaoping (con aquello de que “no importa si el gato es blanco o negro, sino que cace ratones”) introdujo elementos del mercado capitalista en el sistema socialista, con lo que le dio al régimen chino la eficacia económica de la que siempre careció el socialismo, en todos sus experimentos y modalidades. En 2018, cuarenta años después de su liberalización económica, China se convirtió en la primera potencia económica del mundo, lista y dispuesta para desafiar la hegemonía estadounidense. Y el arrasamiento de la red de alianzas occidentales no hace sino allanarle el camino.

Ahora, tras los acercamientos entre Xi Jinping y Vladímir Putin, China dispone de un aliado muy funcional para avanzar con su proyecto de alcance planetario. Y es que, a pesar de la fragilidad económica de Rusia, que quedó muy vulnerable al cabo de tres cuartos de siglo de socialismo, la sagacidad política y los anhelos imperiales de Putin, un gobernante de apuestas fuertes y maniobras audaces, le pueden aportar mucho a China en su disputa con los Estados Unidos. La astucia y la rapidez de reflejos del presidente ruso quedaron comprobados en la invasión y anexión de la península de Crimea, en marzo de 2014, y en el ingreso en la guerra de Siria (lo que está siendo determinante para la victoria del gobierno de Bachar el-Asad), en septiembre de 2015.

Europa (o, al menos, algunos de sus líderes, encabezados por Ángela Merkel y Emmanuel Macron, que sí tienen la visión estratégica y de largo plazo de la que parece carecer Donald Trump) está tratando de salvar lo poco que va quedando del orden multilateral del siglo XX. Pero, a pesar de sus nuevos y más amplios acuerdos comerciales, los logros están siendo escasos. Una cifra es elocuente: las refriegas entre americanos y chinos hicieron que el valor del intercambio de bienes y servicios disminuyera tres puntos porcentuales del PIB mundial en 2018, un descenso que podría ser aún mayor este año. Es decir que, al fracturarse las bases del orden liberal vigente desde 1945, está revertiéndose la tendencia siempre ascendente del comercio internacional, que había escalado del 36 al 61 por ciento del PIB mundial en menos de veinte años.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (Izq.), y su homólogo chino, Xi Jinping.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (Izq.), y su homólogo chino, Xi Jinping.

Estados Unidos, acusando a China de prácticas comerciales desleales, inició una guerra comercial el año pasado. Washington no sólo acusa a Pekín de robar la propiedad intelectual de muchos productos estadounidenses, sino que quiere que el gigante asiático haga cambios en sus políticas económicas porque asegura que las actuales favorecen a las compañías estatales chinas mediante un sistema de subsidios.

Pero, ¿seguirá Trump?

Está claro que los procederes de China, Rusia y la Unión Europea responden a sus respectivas políticas de Estado. Podría no ser ese el caso de los Estados Unidos, donde desde enero de 2017 el rumbo internacional no provendría de una política de Estado, sino tan sólo de una política de gobierno fundada en el credo nacionalista radical del presidente Donald Trump. En concreto, ¿qué sucedería con la política internacional americana si en las elecciones de noviembre de 2020 Trump fuera derrotado? Es difícil anticiparlo al cabo de cuatro años de exacerbamiento nacionalista. Pero es todavía más difícil anticipar una derrota de Trump: todo parece estar a favor de una reelección presidencial tranquila y holgada, comenzando por la confusión evidente que reina en la oposición demócrata, fraccionada entre dos docenas de precandidatos cuyas visiones del mundo van desde el centrismo más moderado hasta una izquierda novelera y de rasgos populistas.

Más aún, la economía, que empezó su recuperación en la presidencia de Barack Obama, ha mantenido su ritmo ascendente, e incluso alcanzó ya el pleno empleo, con baja inflación y con marcas sin precedentes en los indicadores de la bolsa de valores de Nueva York. Y, como es bien sabido, los presidentes son reelegidos cuando la economía avanza sin contratiempos. Por eso los niveles de popularidad de Trump, si bien nunca han pasado de 47 por ciento, tampoco han bajado de 40. A mediados de julio estaban en 45, una cifra nada despreciable si se considera que, a estas alturas de sus mandatos respectivos, la popularidad de Bill Clinton estaba en 48 por ciento, la de Obama en 44 y la de Ronald Reagan en 38, y los tres fueron reelegidos sin grandes sobresaltos.

Trump es, además, un político que se crece ante las multitudes y se conecta bien con los votantes. En campaña, es locuaz y carismático. Y mientras los demócratas se desangran en unas primarias que serán largas y cruentas, los republicanos están unidos —con alguna excepción meritoria— detrás de su presidente. Las bases de su partido lo veneran y lo siguen sin reparos. Una unanimidad que es crucial en las elecciones estadounidenses: desde 1932, los únicos presidentes que no fueron reelegidos (Johnson, Ford, Carter y el primer Bush) tuvieron que afrontar desafíos internos en las elecciones primarias. Ningún republicano desafiará a Trump en 2020.

Pero, claro, en la política (incluso en la estable y ordenada política de los Estados Unidos) todo es posible, incluso lo imposible. Y la era actual, la iniciada en el año 2001, con el siglo XXI, parece ser la de los políticos jóvenes, de verbo fácil y aires contemporáneos, con plantaje de actores de Hollywood. Como Macron y Trudeau. O como —aunque sean menos estructurados, tengan propensiones populistas y algunos ya fueran desplazados— el griego Alexis Tsipras, el español Pedro Sánchez, el austríaco Sebastian Kurz, el británico David Cameron, el italiano Matteo Renzi o el holandés Mark Rutte. ¿Irrumpirá en el partido Demócrata alguien con esas características, que haga aparecer a Trump (quien para las elecciones de 2020 tendrá 74 años y cargará con una lista nutrida de promesas incumplidas) como un político viejo y anacrónico, sin la visión y la lucidez necesarias para afrontar el desafío conjunto de China y Rusia?

Por ahora es notorio que energías no le faltan. Más aún, parece que le sobran, porque al amanecer de cada día ya está lanzando sus ‘tuits’ envenenados, con los que mantiene la iniciativa política y llena los noticieros. Pero sus excesos y desvaríos también son muy notorios y, a pesar de su talento para embrujar a las masas, propio de todo populista, es probable que su adversario en la campaña —sobre todo si es un candidato talentoso y convincente— desnude las incoherencias de Trump, en especial lo errático, cortoplacista y contraproducente de su política internacional, que está aislando a los Estados Unidos, debilitando sus alianzas y empequeñeciendo el número —antes  inmenso— de sus admiradores y émulos. Lo que, desde luego, es muy pernicioso para un país que está luchando, y que tendrá que luchar cada día más, por el liderazgo del mundo y que desde su nacimiento, en 1776, se precia, no sin razones, de ser “the land of the free and the home of the brave”, “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”.

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