Rusia, pese a su fracaso militar en Ucrania, es el país más temido (y no es por sus bombas atómicas)

A medida que se acercaba el verano de 2023, los mandos militares de los grandes países occidentales calculaban cuándo empezaría el contraataque de Ucrania en todos los frentes de batalla abiertos por Rusia desde que empezó su guerra de conquista. Del contraataque nadie dudaba. Lo debatible era la fecha de su inicio, en función de lluvias, vientos, lunas y caudales de los ríos. Un cálculo inimaginable en febrero de 2022, cuando empezó la guerra. Lo que por entonces se calculaba era cuánto resistirían los ucranianos: ¿una semana, dos, tal vez un mes?
Sí, la relación de fuerzas era tan desequilibrada (un “conflicto asimétrico”, en la terminología de la estrategia militar contemporánea) que el mundo entero dio por seguro que la victoria rusa era sólo asunto de tiempo. El primer convencido era, por supuesto, el presidente Vladímir Putin, a quien ni siquiera le pareció necesario hablar de guerra: con decir “operación militar especial” bastaba. Pero muy pocos días después de comenzados los combates fue evidente —incluso para Putin— que la victoria no sería rápida ni fácil. Pero nadie se imaginó que un año después estaría Ucrania preparando su propia ofensiva.
En efecto, quienes hoy cavan trincheras, minan campos y refuerzan muros son los rusos, en busca de mantener los territorios conquistados. Y es que, contra toda buena esperanza, nadie —o casi nadie— vislumbró la valentía indoblegable con la que los ucranianos defenderían su tierra, ni tampoco el apoyo sin fisuras que los aliados occidentales le darían a Ucrania para repeler la invasión. Y fueron muy pocos quienes anticiparon que el ejército ruso ya no es una fuerza formidable de combate, de un coraje admirable, como lo fue en la Segunda Guerra Mundial.
Quienes dudaban del poder demoledor de la milicia rusa recordaban que sus acciones militares de este siglo (Abjasia y Osetia del Sur, en 2008, y Crimea, en 2014) ocurrieron en territorios prácticamente indefensos, en los que no tuvieron que enfrentar una resistencia sólida. Y recordaban también que, todavía en época soviética —mediados de 1987—, el presidente Mikail Gorbachov hizo una purga a fondo de los generales del ejército rojo después de que un joven alemán atravesara con una avioneta de turismo todas las defensas aéreas y aterrizara en plena Plaza Roja de Moscú (Recuadro).
La ofensiva rusa
El fracaso militar en Ucrania es de tal magnitud que desde finales de 2022 son los mercenarios del Grupo Wagner, y no el ejército ruso, quienes participan en las operaciones bélicas más importantes. Ya en 2014, cuando empezó la penetración rusa en la región ucraniana del Donbás, los combatientes de primera línea fueron paramilitares cuya pertenencia a Wagner era inocultable. Además, fue el jefe de la organización, Yevgueni Prigozhin, quien en abril y mayo recientes informó día tras día, como portavoz de Rusia, de la situación en el frente de batalla en la ciudad de Bajmut.

Así, Rusia está expandiendo su influencia apoyada en la creciente capacidad operativa del Grupo Wagner. El caso más evidente es el del Sahel. Allí, en el África Central, de Senegal a Sudán, del Atlántico al Índico, la presencia de los mercenarios rusos es cada año más intensa. En la República Centroafricana, por ejemplo, ya tiene trece bases. Y en Malí y Burkina Faso, dos países dejados por las tropas francesas, Wagner está tomando posiciones. También en Libia y Mozambique. Y en otros continentes avanza con ímpetu similar. Ya actúa abiertamente en Siria. Y veladamente en Venezuela.
Pero, además, Rusia sigue teniendo el arsenal atómico más grande del planeta. Y aunque su tecnología ya no es la más avanzada, tiene un número de bombas suficiente para devastar cualquier país. Y tiene armas hipersónicas, esas sí de última generación. Y armas nucleares tácticas cuyo uso en Ucrania es cada día más reclamado por el grupo ultranacionalista que rodea al presidente Putin y que quiere terminar la guerra sin demora arrasando Kíev y cuanta ciudad ucraniana sea necesaria para forzar la rendición del presidente Volodímir Zelenski.
El misticismo ruso
Pero no es su arsenal atómico lo que hace de Rusia el país al que todos temen. No, y menos después del mal desempeño de su ejército en Ucrania. Lo que de Rusia asusta a sus adversarios es la esencia de un país en el que todo es inmenso: el territorio, el frío, los amores y los rencores, la pasión política, la devoción religiosa y un patriotismo con toques de nacionalismo extremo que sus caudillos —como Stalin o Putin— se han encargado de exacerbar. Pero hay algo más: el alma rusa tiende al misticismo, con la convicción de que a su país le corresponden misiones superiores cuyo alcance escapa de sus fronteras.
Allá por el siglo XVI, después de que el Principado de Moscovia lograra consolidarse y expandirse, superando en importancia a las otras ‘rus’ de las planicies que descendían de los montes Urales, Iván IV se proclamó “Soberano de todas las Rusias”. Y se proclamó también “césar”, “zar”, considerándose el heredero indiscutible del trono del Imperio Romano, porque su abuela, Sofía Paleólogo, fue sobrina nieta de Constantino XI, el último emperador de Bizancio. Por todo lo cual declaró que Moscú era “la tercera y legítima Roma”.
Habiendo caído el Imperio Romano de Occidente en 476, la sede del cristianismo pasó a Constantinopla, capital del Imperio Romano de Oriente, que a su vez cayó en 1453. Fue entonces cuando Iván (que ya era llamado ‘el Terrible’ y que reinó de 1547 a 1584) proclamó que Moscú era la heredera de Roma y, como tal, era la nueva capital de la cristiandad, con la misión irrenunciable y superior de llevar la fe de Cristo a todos los rincones del mundo. Fue la primera vez —pero no sería la última— que Rusia se autoimponía una tarea de ribetes místicos y de alcance planetario.

La época socialista
La dinastía Rúrika, la de Iván el Terrible, se extinguió en 1610, por lo que tres años después, en 1613, la asamblea de boyardos, los nobles del reino, designó zar a Miguel I, con lo que empezó la dinastía Romanov. Al cabo de tres siglos de autocracia, con épocas de esplendor y expansión (con Pedro I, Catalina la Grande y Alejandro I), Rusia llegó al siglo XX atravesada por vientos de descontento y convulsión, que llevaron en 1917 al estallido de la Revolución Socialista, con Lenin como ideólogo y conductor. Y Rusia volvió a sentir que la historia le encomendaba una misión superior y global.
En efecto, durante tres cuartos de siglo Rusia sintió que tenía la representación del proletariado mundial, con sus afanes por establecer una sociedad justa y sin clases, en la que no hubiera ni explotadores ni explotados, que empezaría con una dictadura proletaria, socialista, que llevaría a la implantación del comunismo, un sistema perfecto y eterno con el que terminaría la historia. Y Rusia (convertida en 1922 en la Unión Soviética con la anexión de catorce repúblicas) llevó la bandera roja, librando guerras y ocupando países, hasta 1989, cuando el socialismo —ya fracasado en el mundo entero— colapsó.
Pero en el siglo XXI, ya con Vladímir Putin ostentando el poder absoluto, Rusia se asignó otra misión de alcance planetario y de convicción mística: destruir la “agotada, decadente y libertina” democracia liberal, un sistema “sin Dios ni ley ni disciplina” y que “tolera las drogas, la homosexualidad y el vicio”. Así, aferrada a su destino misionero y a su fuerza mística, Rusia está hoy en pleno conflicto con el Occidente, librando su guerra en Ucrania y apoyando movimientos iliberales (la extrema derecha europea, el socialismo del siglo 21), con el mismo ardor de la “Tercera Roma” y de la lucha mundial por el socialismo. Por eso se hace temer. Por eso todos le temen.
El día en el que un adolescente venció a la mayor potencia militar del mundo
Su idea (al menos eso fue lo que dijo cuando alquiló la avioneta en Hamburgo) era “dar una vuelta por el mar del Norte”. Lo cierto es que, poco antes de las nueve, se subió a la Cessna 172 y, más tranquilo de lo que correspondía a un novato con escasas cincuenta horas de vuelo, despegó con rumbo noroeste. Era una luminosa mañana de primavera, con poco viento y mucha visibilidad.
A los pocos minutos ya estaba volando sobre el mar, y seis horas más tarde aterrizaba en Tórshavn, en las islas Feroe. Recargó combustible y, de inmediato, volvió a elevarse, pero esta vez con rumbo este, hacia la península escandinava. En Bergen, Noruega, pasó la noche, para a la mañana siguiente reanudar su travesía, hacia Finlandia. A pesar de que se sentía bien y con fuerza, decidió pernoctar también en Helsinki, para estar descansado y fresco para lo que haría al día siguiente.
El 28 de mayo, muy temprano, volvió a elevarse. Lo que iba a hacer era una locura, en la que muy probablemente moriría. Pero, a sus jóvenes dieciocho años, no midió el peligro y, resuelto, enrumbó otra vez hacia el este. Cruzó el golfo de Finlandia y, ya volando sobre tierra firme, buscó las rieles del tren. La vía férrea era la referencia única que tenía para poder volar a baja altura, con la radio apagada y sin ninguna guía exterior. La travesía fue larga y, sobre todo, tensa, en especial cuando un avión militar le sobrevoló durante un cuarto de hora, aunque después se alejó tan misteriosamente como había aparecido.

Un poco antes de las seis de la tarde vio la ciudad. Ahí estaba, enorme, agitada, gris. Sabía que si seguía volando sobre las rieles del tren llegaría al centro. Y, tal como suponía, unos minutos después ya localizó su objetivo. Ahora tendría que buscar dónde y cómo aterrizar.
Hizo dos sobrevuelos y, sabiendo que la noche se le venía encima, decidió que tomaría tierra a la salida del puente sobre el río Moscova, a pesar de que el piso de adoquines y en subida le complicaría la maniobra. Lo pequeño de su Cessna lo ayudó, y un par de minutos más tarde se había posado ya, sano y salvo, en la Plaza Roja, frente a la catedral de San Basilio, ante las murallas del Kremlin, en Moscú. Nada menos.
Al día siguiente, la foto de Mathias Rust —que así se llamaba el joven alemán—, sonriente junto a su avioneta y rodeado de turistas y curiosos que no podían creer lo que habían visto, dio la vuelta al mundo. Es que todas las defensas aéreas de la Unión Soviética, por entonces la mayor potencia militar del planeta, habían sido vulneradas por un adolescente a bordo de una avioneta ligera, que desde el mar del Norte no había tenido otra referencia que las vías del tren. Y a ojo había llegado a la capital del imperio y, más aún, al lugar más icónico y reverenciado del socialismo mundial: la tumba de Lenin.
Ese año, 1987, la Unión Soviética estaba tensa e intensamente enfrentada con los Estados Unidos, en uno de los períodos más crudos de la Guerra Fría. Lo que estaba en juego era la supremacía mundial, no sólo de un país, sino sobre todo de un sistema: el socialismo soviético o el capitalismo americano. Y, claro, el aterrizaje en la Plaza Roja había sido una bofetada al orgullo de una gran potencia.
Mathias Rust, detenido a los pocos minutos de su aterrizaje, fue enjuiciado y, cuatro meses más tarde, en septiembre, condenado a cuatro años de trabajos forzados, que en la práctica fueron once meses: en agosto de 1988 fue indultado y, tan sonriente como había llegado, regresó a Berlín.
Pero, por supuesto, las cosas no terminaron allí. Mikail Gorbachov, quien intentaba abrir política y económicamente a su país para librarlo del colapso inminente, se dio cuenta de que tenía una oportunidad dorada. Y es que en abril de 1986 había explotado la central nuclear de Chernóbil, en Ucrania, y en octubre de 1987 un submarino atómico se había incendiado frente a las Bermudas. Dos fracasos espantosos para la “invencible ciencia socialista”. Y que ahora un jovenzuelo se colara entre las inexpugnables defensas aéreas ya era el colmo de los colmos. Algo había que hacer.
Y Gorbachov lo hizo, con visión y valentía: el ministro de Defensa, el jefe de la fuerza aérea y, en conjunto, cerca de trescientos generales —todos ellos obsesivos en su ortodoxia socialista— fueron relevados de sus mandos en las siguientes semanas. El camino quedó abierto para la apertura y la liberalización. Tres años más tarde, el régimen socialista se derrumbó y la libertad volvió a Europa del Este. Y todo empezó con esa avioneta que aterrizó en la Plaza Roja…
(Este artículo fue originalmente publicado en la edición de la revista Mundo Diners de noviembre de 1998.)