Apuntes sobre la locura

EDICIÓN 485

Ilustración Miedo a la locura
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta

No le tengo miedo a los extraterrestres ni a los monstruos ni a los desastres naturales, le temo a mi propia cabeza, porque sé que puede crear las peores visiones.

El miedo a la locura es un círculo vicioso, es el miedo al miedo. Este miedo, que en principio es defensa, se convierte en el primer escalón a la locura.

Pocas veces he estado cerca de la locura. Se siente como caminar por el filo de un cuchillo. Como hacer equilibrio sobre un hilo delgadito que se eleva hacia el universo.

De niña, aburrida de la razón, solía autoinducirme a un estado alterno. Me repetía una serie de afirmaciones racionales, como mi nombre, mi edad, el país donde vivía, y entonces llegaba un instante en el que la realidad se desarmaba como un puzle y yo caía como Alicia en el agujero negro. Caía hasta que lograba agarrarme de algo, de alguna palabra o alguna certeza, y empezaba a armar el rompecabezas de nuevo.

En la adultez experimenté alguna vez ingerir alguna sustancia psicotrópica, eso que suelen llamar “ataques de pánico”. Alguna vez llegué a pensar, por pequeños momentos, que entendía a los internos de un psiquiátrico; era como que se habían quedado atrapados en un universo de hielo en el que las palabras no apuntaban a las ideas: alguien había movido las piezas y el lenguaje ya no correspondía a la realidad.

Recién terminé de leer Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, la biografía de Philip K. Dick, escrita por Emmanuel Carrère. El libro es brutal porque está maravillosamente escrito y porque Dick es apasionante (escribió una novela guiado por el I Ching, pero, bueno, esa es otra historia). Ahora estaba hablando de la locura y sucede que Dick estuvo siempre caminando con ella. Se me puso la piel de gallina una noche que leí sobre la primera “alucinación” (o “visión”) que tuvo. Se trataba de un rostro enorme suspendido en el cielo. ¿Qué hacer si un buen (mal) día aparece una cara enorme en el cielo?, ¿cómo seguir viviendo?

En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, famosa novela de Dick, los personajes viven un futuro descrito desde el pasado (nada menos que el año X), y usan una máquina llamada “caja de empatía”, en la que eligen su estado de ánimo como quien elige un menú. Una clara metáfora de la capacidad y los efectos de los fármacos, de los que Dick era dependiente.

En la misma novela el protagonista debe cazar androides y para hacerlo detectar la diferencia entre un robot y un ser humano real. ¿Cuál sería la diferencia? Lo que nos hace humanos, según Dick, es la empatía. Los androides son capaces de todo, menos de sentir por el otro, de ponerse en sus zapatos. Se dice que una de las cualidades de la esquizofrenia es también la pérdida de empatía. Y sucede lo mismo con los efectos de algunos fármacos, especialmente ciertos antidepresivos: reemplazan el caos por la nada.

La mente humana es infinita. Un misterio del que poco sabemos. Tal vez el miedo real no sea el miedo a la locura, sino a la soledad, a vislumbrar un mundo al que no pertenece nadie más. Porque hablar de verdad y mentira es subjetivo. Ya sabemos la historia, lo que para unos es cierto para otros no, lo que para unos es humano para otros no. ¿Quién tiene la última palabra? ¿Quién nos asegura que seamos seres humanos reales y no androides con memoria implantada?

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