Esta es la historia de Luciana, una hermosura blanca. Es es el relato de su muerte y de cómo su familia enfrenta el duelo. Es un poema a la ausencia.
Porque a la noticia de tu muerte no nacerán las cosechas… Cuando esto acontezca —Albaniña— todos sabremos que la muerte ha empezado a habitar tu hermosura y que se ha torcido para siempre el rumbo maravillado de tus huesos”.
Gabriel García Márquez
Lunes 2 de enero de 2023. Con tinta roja y caligrafía precaria escribo en mi diario azul: “En casa nada está bien. Mi hermana llora y le pide a Dios que su hija muera. ¿Cuándo se va a acabar este tormento?”.
El domingo 22 de enero mi sobrina Luciana amanece muerta. Todavía tengo imágenes lúcidas de esa mañana.
Sonidos.
Silencios blancos.
Un dolor en la panza.
La madrugada en que Luciana nació, un 13 de octubre de 2017, yo estaba en Buenos Aires, llevaba siete meses viviendo en Argentina. Bailaba cumbia en un bar, cuando recibí una nota de voz de Jeaneth, mi madre. Estaba histérica, reclamándome por no contestar el teléfono.
Esa fue la última vez que tuve la atención íntegra de mamá. De ahí en adelante la vida para todos nunca más será igual.
Todos: Emily (mamá de Luciana), Jeaneth (abuela), Mauricio (abuelo), Doménica (tía), Alicia (tía).
Una decisión inmutable
No hay nada que yo respete más que a la gente que toma decisiones. Esa gente escoge caminos sin retorno. Es gente firme, de mármol, de cara ante la vida. No se lamenta, no tiene vergüenza, no se la pasa pensando si era mejor elegir la camisa blanca a la negra.
Conozco pocas. Una de ellas es mi hermana Emily. Fui la primera de la familia a quien mi hermana contó de su embarazo. Era marzo de 2017. Ella tenía diecisiete años.
Me quise morir. Mi primera reacción fue pedirle que abortase. Ella se negó rotunda. Yo, imprudente como soy, insistí, insistí, insistí. Mi hermana, inmutable, me dijo que no y no y NO.
Pasé noches enteras llorando la decisión de mi hermana. Pidiéndole a Dios que la hiciera recapacitar. Pero mi hermana siempre quiso ser mamá, y así fue.
Dos semanas después, el 23 de marzo de ese año, me fui a estudiar Literatura en Argentina. Para entonces, salté de la desgracia que significaba el embarazo temprano de mi hermana a la dicha de ser tía.
Caminé horas de horas por las calles de Buenos Aires escuchando canciones que mi sobrina y yo pronto cantaríamos juntas.
“Margarita” de Fito Páez.
“Regalitos” de Juan Quintero y Luna Monti.
“Tres estaciones” de Lisandro Aristimuño…
En una librería de la avenida Corrientes le compré su primer libro, Soñadores de Albert Pla. El mismo Albert me lo firmó una noche de primavera.
El 11 de septiembre de 2017 escribí en un diario florido: “Gracias Luciana por despertar en mí un amor que no conocía. Cuando crezcas amarás muchas cosas. Entonces te preguntaré, ¿qué es lo que más amas?, tú responderás, y te diré que así te amo yo”.
Pero, hay cosas que no pasaron.
Hay pájaros que no cantaron.
Hay sueños enterrados.
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Lo que tiene que ser, es
Ese 13 de octubre la niña nace en una clínica privada. Mi madre dice que apenas al verla supo que algo no estaba bien. La niña sacaba la lengua todo el tiempo. Tenía los ojos muy rasgados.
Lo primero que pensé es: “tiene síndrome de Down”, quería equivocarme, pero no. Ese día empezó el calvario de los médicos.
En el embarazo, mi hermana se hizo la prueba prenatal para detectar el síndrome de Down, el resultado dio negativo. Pero fue una mentira. La niña nació con síndrome de Down.
Diré que los primeros cuatro meses de la vida de mi sobrina fueron tranquilos. Tranquilos, comparando con lo que vendría después. Yo regresé al Ecuador cuando Luciana tenía dos meses. Era diciembre. Tenía las ilusiones intactas. Y los pájaros, y las canciones, y los arcoíris.
La miro por primera vez. Veo mares azules, una curiosa isla de cisnes, el cristal y el crepúsculo.
La cargo en mis brazos por primera vez.
Ningún amor se le parece.
Un peso invisible abandona mi cuerpo.
La palabra paz me habita.
El mundo es blando. Es febrero de 2018. Luciana tiene cuatro meses. En las mañanas, ella y mi gato Julio están destinados a escucharme leer cuentos de elefantes rosados, de gorilas tristes, de niños saltaestrellas.
Luciana hace sonidos, muecas, se ríe, mueve sus manitas. Lo celebro todo. Jamás estuve tan cerca de un ser tan pequeño. Su canción favorita es “La tortuga Manuelita”. Subimos el volumen de la música, la tomo entre mis brazos.
Bailamos.
El mar que se hunde
El mar es un montón de agua, donde las cosas que se caen están destinadas a hundirse, dicen los poetas. Que el mismo mar nos pierde, nos encuentra y nos pierde.
¿Pero qué pasa cuando el mismo mar se hunde?
Le preguntó a mamá si recuerda el día de la primera convulsión de Luciana.
Mamá, que barre en un pasillo, se detiene sosteniéndose de la escoba. Mamá es pequeña, de piel blanca, desde hace diez años se tiñe el cabello de rojo. Es una madre joven y fue una abuela joven. Mamá tiene cincuenta años, yo 31. Solo conozco la maternidad a través de sus prácticas: abnegada, sacrificada, incondicional. Mamá es lo más cerca que estuve del amor divino.
—Claro —me responde, como si fuera una obviedad—. Estábamos en la terapia de la niña cuando comenzó a gritar y a levantar los bracitos. En ese momento no sabíamos, pero los gritos eran convulsiones.
Mi mamá no puede seguir hablando con fluidez, la voz se le entrecorta y sus ojos grandes y tristes como la luna se llenan de agua.
—¿Te acuerdas de la fecha exacta? —le pregunto.
—No, pero puedo buscar en los papeles, si quieres —dice mamá presurosa.
Yo le digo que no, que así está bien. Me resigno. Abandono las preguntas que la hieren. La dejo en paz.
Cuando Luciana empezó a convulsionar, fuimos a muchos médicos. Los más accesibles y los más costosos. Los diagnósticos eran variados: síndrome de West, epilepsia refractaria, parálisis cerebral infantil, hipoxia cerebral. Nada definitivo.
Vivíamos días oscuros en clínicas, hospitales, laboratorios. Nos quedamos con el médico que tenía más experiencia, un anciano de pelo blanco que nos transmitió seguridad. Para él Luciana tenía epilepsia y creía que con medicina y terapias las cosas se ordenarían.
Con fármacos potentes, las convulsiones menguaron; sin embargo, no hubo un avance en su desarrollo cognitivo y psicomotor. Las cosas empeoraron. A los siete meses, la niña comenzó a retroceder. Dejó de seguir estímulos visuales y auditivos. Dejó de hacer sonidos. Su sonrisa se borró para siempre. Poco a poco el mar iba hundiéndose.
Nosotros teníamos esperanzas. Mi hermana Emily las mantuvo hasta el primer año de la niña, mi mamá hasta los dos, mi hermana Doménica parecía siempre tener esperanza. Y creo que lo que nos pasó a papá y a mí es que decidimos el camino de la negación.
Mis hermanas son un árbol de kiri, como mamá, capaces de vivir en tierras en las que ninguna especie podría.
Y yo soy una débil flor, como papá.
El silencio
La niña no habla, no se sienta, no camina. Una hermosura blanca cubre su rostro y su cuerpo. Es el silencio. Luciana es una muñeca de porcelana blanca. Un pájaro silencioso que nunca pronunciará mi nombre. No me acompañará en la banca del parque. No perseguiremos juntas a las estrellas.
Luciana cumple un año, dos, tres, cuatro. El mar no deja de hundirse. El tiempo pasa sigiloso por nuestra casa. Mi hermana Emily no conoce otra vida que la de ser mamá de una niña con discapacidad. Va a la universidad, vuelve a casa, es la mejor estudiante de su curso, es la mejor mamá para Luciana.
—Nunca he sufrido por no hacer las cosas que hacen las chicas de mi edad. Cuidarle a la Luci nunca fue un sacrificio para mí; sí es cansado. Supongo que ser madre es eso, sacar las fuerzas de donde no hay —dice mi hermana.
Las fuerzas las intercambian entre las tres: mi mamá, la mamá de Luciana y mi hermana Doménica. Entre las tres cuidan de la niña.
En julio de 2022 Luciana se contagia de coronavirus, el 21 de ese mes sufre un paro cardiorrespiratorio, al que sobrevive. Es internada de urgencia en un hospital privado de Quito.
Para los médicos no hay esperanzas. Nos dicen que Luciana no pasará la noche del sábado 23. Tiene insuficiencia renal, úlceras corneales, hipertensión pulmonar, síndrome posparto cardiaco y falla orgánica múltiple.
Mi hermana y mi papá firman la orden de no resurrección. Pero la niña no muere esa noche. Pasa casi dos meses internada en cuidados intensivos.
Otra vez sobrevive.
La niña sale del hospital el 6 de septiembre. En casa estamos atravesados por dos sensaciones: la felicidad de volver a ver sus ojos de cielo y la angustia de verla llegar con un botón gástrico, un tanque de oxígeno, una traqueostomía.
Luciana convulsiona todos los días. Mi mamá y mi hermana se convierten en enfermeras sin serlo. El cuarto de Luciana se transforma en un cuarto de hospital. Hay guantes quirúrgicos, sondas de succión, gasas, bolsas de alimentación, jarabes, pastillas, cremas. Hay un concentrador de oxígeno que suena como un carro viejo las veinticuatro horas.
Es angustiante volver a casa. Luciana no para de toser. Luciana no duerme, no descansa.
—Esos meses fueron los más difíciles, no para mí, para ella. Bueno, para las dos. Yo todavía podía resistir, pero mi hijita ya no pudo y se fue.
Luciana está muerta
“Emily, la niña está muerta”, es el grito de mi madre, que nos despierta a todos el domingo 22 de enero a las siete de la mañana.
Recuerdo con nitidez los llantos de cada uno. Todos recorrían la casa, sintiéndose perdidos. Todos lloraban su dolor.
Yo me demoré un poco en entender lo que estaba pasando. Silenciosa entré al cuarto de la niña. Me detuve unos segundos a contemplar su hermosura. Quise seguir durmiendo. Me acosté a su lado para intentar remediar los días en que no pasé a verla, porque me dolía su decadencia. Me acosté a su lado, la abracé, puse su mano pequeña sobre la mía. Descansé en su muerte, sintiendo su belleza como un escalofrío.
Mi sobrina está muerta hace cuatro meses. Tenemos una herida fresca. Indeleble. Una herida blanca.
Estoy llorando, pajarito. Llorando lágrimas de sal.
Dime que ahora tu boca al fin canta. Que por fin lees el libro que te regalé.
Dime que ahora, donde sea que estés, pronuncias mi nombre.
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