(confesiones de un guionista debutante)
Por Juan Fernando Andrade
Sobrevivimos.
Eso es lo que siento.
Eso es lo que más me importa.
Sobrevivimos.
Cuando empezamos a escribir el guión de Pescador, Sebastián Cordero y yo éramos muy amigos, no más que ahora, pero sí de una manera distinta.
En parte, porque no nos conocíamos tanto ni sabíamos hasta dónde estaba dispuesto a llegar el otro para defender sus ideas y sus principios narrativos, que son al final del día sus principios morales. En parte, también, porque cuando escribes hombro a hombro con otra persona, esa persona se transforma en tu familia, en este caso, en un hermano, y uno, aunque no siempre lo diga en voz alta, está con la familia hasta las últimas consecuencias.
El tema Pescador se hizo público mucho antes de su estreno. Fue a finales del año 2007, cuando ganamos nuestro primer fondo para producir la película. Yo estaba tan nervioso que no quería ir a la sesión en la que el Concejo Nacional de Cinematografía (CNC) anunció los resultados de su primera convocatoria (además, me parece cruel que “inviten” a los que van a perder, o sea, tampoco son los Óscares), pero terminé yendo de todos modos y me sentí feliz cuando dijeron Pescador. Hasta ese día, nos habíamos prohibido hablar de nuestro guión frente a otros. Sebastián es muy discreto, según su familia siempre lo fue, pero es evidente que se volvió radical tras aquella película con Harrison Ford que se anunció en los medios pero jamás sucedió. En nuestro caso, después del CNC fue imposible seguir callados, para bien y para mal.
¿Cómo es trabajar para Sebastián Cordero? Me lo han preguntado tanto, tanto, que cada vez resulta más complicado resistir el impulso de responder: horrible, lo peor que me ha pasado en la vida, solo para que no me sigan preguntando. Yo no lo sé. Mejor dicho, no sé si lo sé. Siento que lo sabré algún día, después de varios años y varias películas, pero no todavía. Lo que sí sé es que la gente te mira distinto, algunos se acercan y otros, más bien, toman distancia. Es súper raro, la verdad. De pronto la gente quiere saber cosas de ti que antes no le interesaban a nadie, ¿estudiaste cine?, ¿en serio?, ¿aquí? Y no sabes si debes sentirte como una especie de alumno becado o simplemente la señora de. No sabes si la gente que te felicita lo hace genuinamente o en realidad te estrecha la mano y te desea, entre dientes, la muerte. No sabes si es cierto que tal cual o cual te envidia y prefieres no pensar en eso, aunque luego, al final de la noche y en silencio, reconozcas que si la situación fuese distinta tú serías el envidioso.
Lo que más me incomodaba (a ratos todavía me incomoda), recuerdo, es que la gente asumiera cosas tan importantes con tanta facilidad. Asumían que la crónica en que se basó la película era buena porque, después de todo, la harían película. Asumían que la película sería buena porque la dirigía Cordero. Asumían que sería Ratas, ratones, rateros II y que no tendríamos problemas consiguiendo auspiciantes. Asumían que Pescador sería un éxito y cuando yo decía que sí, que ojalá vaya mucha gente a verla pero que nada se sabe, que el verdadero éxito es haberla terminado y estar contentos con el resultado, con la experiencia, me miraban asumiendo que estaba mintiendo. Lo más difícil de trabajar con Cordero es que su apellido también es una especie de marca registrada y uno corre el riesgo de terminarse creyendo lo que dicen en el comercial.
Durante años fuimos un matrimonio feliz, la primera llamada en el cumpleaños, el primer regalo en Navidad, el primer mail en la mañana con un link hacia algo que podía gustarle al otro. Aquellos eran los días (risas). Incluso era complicado, por lo menos para mí, funcionar en sociedad, es decir, interactuar con Sebastián y al mismo tiempo con otros que no supieran los detalles de Pescador o los chismes que nos habíamos contado mientras salíamos de un bloqueo mental. Patético, mal. Pero funcionaba. Funcionó hasta un momento en 2009 en el que el guión se estancó y cada día, después de hablar durante horas con Sebastián, volvía a mi casa y escribía y reescribía variaciones de la misma escena. No lo sabía, pero estaba perdido. Inconscientemente me había tragado el cuento de trabajar con Cordero y lo único que hacía era escribir todas las posibilidades que se me venían a la cabeza hasta encontrar, encomendándome más al azar que a la razón, una que le gustara. Si le gusta, asumía como asumían los demás, es porque estoy en lo correcto. Dejé de creer en mí. Me hice a un lado. Dejé de creer, punto. Y me convertí en el peor enemigo que puede tener un director: el guionista desapegado de la historia que ya no escribe sino que trabaja soñando con el momento en el que pueda dejar de trabajar. Lo siento mucho, broder querido.
En medio de esa crisis nos sentamos a conversar en la oficina de la película, que por entonces estaba en un segundo piso, en la Av. 6 de Diciembre y Veintimilla. No había para dónde correr, lo que teníamos en las manos era un tiburón muerto que no iba hacia ningún lado. Sebastián me dijo creo que esto no está funcionando. Sebastián me dijo creo que mi fuerte son los personajes y después de los últimos cambios siento que estos son personajes de telenovela. Sebastián me dijo creo que lo mejor es que yo le pegue una reescritura y te lo mande y luego me dices cómo lo ves. Algo dentro de mí se quebró y desató el llanto. Me puse a llorar como un niño, sin parar, sin poder parar (si no puedes llorar con tu director, mejor no aceptes el trabajo). Me asusté. Lo asusté. Le dije perdón, no sé qué pasa. Bajamos a tomar una cerveza en una cafetería y, cuando nos despedimos, me dio un abrazo que casi me rompe los huesos, justo la clase de abrazo que necesitaba. En el camino de vuelta a mi casa, apretado en un vagón de la Ecovía, saqué mi celular y le envié un mensaje: “estoy contigo hasta el final”. Y él me respondió: “me alegra saber eso, broder querido, porque somos un equipo”.
Muchas veces he vuelto a esa escena, lo mismo con vergüenza que con orgullo. Me parece que no fue la mejor manera de caer pero, con toda certeza, tenía que caer para levantarme. Estaba lleno de dudas. Llevábamos dos años escribiendo el guión y la historia ya había pasado por muchos lectores y posibles colaboradores. Yo sentía que no tenía nada que perder y que esa era mi fortaleza. Para Sebastián, en cambio, esta sería su cuarta película —ya había terminado de rodar Rabia en España— y eso me tenía paranoico. Temía que para seguir la buena racha de festivales internacionales de cine que ha tenido en su carrera, donde las películas latinas que ganan trofeos y medallas, por lo general, terminan con el personaje principal muerto o algo peor, tuviera que transformar Pescador en una tragedia tropical para europeos. Nada más lejos de la verdad. Con el tiempo, Sebastián me demostró que escucha a quien tenga algo que decirle, que tiene en cuenta el futuro de la película antes de hacerla, que piensa en su carrera como un todo y que cada nuevo título debe ser un paso hacia delante o hacia arriba o, mejor aún, hacia afuera, pero que toma las decisiones solo y se la juega guiado por su instinto.
El guión de Pescador terminó de escribirse a la distancia, con mails de ida y vuelta que incluían comentarios, variaciones, sugerencias, y esa distancia nos salvó. Peleé hasta donde pude y al final entendí que el gran Billy Wilder siempre tuvo la razón: si quieres que el guión salga como lo escribiste, hazte director. Sebastián y yo dejamos de ser un matrimonio feliz y nos convertimos en un divorcio funcional y productivo. Sin la relación personal de por medio, o por lo menos no en primer plano, pudimos pensar en la película y en nada más que la película, como, supongo, hacen algunos padres divorciados cuando se trata de sus hijos. Y fue lo mejor. Esta es la historia de Blanquito, un pescador que no pesca ni está interesado en aprender. Piensa que su vida aún no comienza, que estos treinta y tantos años viviendo con su madre han sido puro calentamiento. Sabe que es diferente a los otros pescadores, pero no sabe mucho más. Hasta que un día, por accidente o por fortuna, encuentra paquetes de cocaína en la playa, logra venderlos y, con el dinero, sale de su casa por primera vez acompañado de una mujer que no conoce.
Tres años y nueve versiones del guión después, en junio de 2010, arrancó el rodaje. Sebastián nunca dejó de sorprenderme. Durante la semana de ensayos, que empezaban muy temprano y terminaban tarde en la noche, mientras el resto del equipo dormía con el peso de un día de trabajo encima y muchos más por venir, él se quedaba reescribiendo escenas o corrigiendo diálogos, sabiendo que, en boca de los actores, esos diálogos cambiarían de alguna forma u otra. Más adelante, ya en los días de producción, el nivel de exigencia consigo mismo me pareció casi enfermizo, podía tener a todo el equipo repitiendo la misma escena mil veces hasta que saliera como él quería, o se acercara lo más posible a la visión que tenía en su cabeza. Yo diría que le cuesta entender que su sueño no sea el mismo del resto de gente que trabaja en sus películas o, en todo caso, que los otros no vivan sus sueños con la misma intensidad con la que él lleva a cabo el suyo: al todo por el todo, todo el tiempo. La primera frase de mi diario de rodaje dice “SC hace cine con la misma fascinación con que ve películas”. Hasta el día de hoy, no sé si eso es racional o demente. Yo prefiero vivir a escribir (y, sin embargo, gasto más tiempo en lo segundo que en lo primero). A él nada le gusta más que filmar, su talento está en la disciplina y su genio en la humildad con que ejerce su oficio. Rigor, suele decir Cordero, al Ecuador le falta rigor.
Ahora que todo ha pasado o está empezando a pasar, me parece curioso que la gente me siga preguntando, ¿qué tal Pescador? ¿Qué quieren que les diga? A mí me encanta, obvio, le tengo cariño, le deseo lo mejor y creo que no sería el mismo sin ella. Creo que soy una mejor persona después de haber escrito una película, aunque eso parezca ridículo. ¿Más? ¿Qué más? La verdadera pregunta es, ¿les gustó a ustedes? Y en eso cada uno es maestro de sus dominios. Después del estreno en San Sebastián, España, Cordero me mandó un mail que me tranquilizó. Decía, entre otras cosas: “Estuvo increíble todo en el festival… Siento que la peli funciona muy bien con público, y estuvo muy bonito hacer una película donde la gente sale contenta al final, sonriendo, en buen plan… algo nuevo para mí”. Con eso me siento pagado. Con eso siento que al final gané, no por K.O. sino por puntos. Uno de mis grandes temores era que Pescador, siendo una película de Sebastián Cordero, tomara un camino oscuro hacia un desenlace fatal. ¿El único final digno es la muerte? Quizás sea el único final, pero hay varias formas de llegar hasta allá. De hecho, mi respuesta a ese mail fue, entre otras cosas: “A mí me gusta salir del cine en buen plan porque para lo contrario, me parece, ya esta la vida”.
Corte a: enero, 2012. En letras blancas sobre el fondo negro de la pantalla se lee: cinco años después. Estoy escribiendo una nueva película de la que prefiero no dar detalles. Por eso, cuando me preguntan, apenas digo que es un proyecto más personal que Pescador, más mío. Y claro, la siguiente pregunta es siempre la misma, ¿la estás haciendo para Cordero? Río, pienso que la gente sigue diciendo para y no con, y me doy cuenta de que sí, que de alguna manera la estoy haciendo para Cordero, exactamente de la misma manera en que la estoy haciendo para el público en general. En realidad, la estoy haciendo con Cordero, ya no hombro a hombro ni por mail, sino con las invaluables lecciones de vida que me dio y que no podré pagarle. Tras el silencio, respondo finalmente que no, que Sebastián tiene sus proyectos y yo los míos. Al escuchar esto, la gente parece un poco decepcionada, casi siempre cambia de tema, y yo puedo ir en paz.
En Portoviejo, donde nací, uno tiene amigos como en todas partes, pero los del alma ascienden a la categoría de “maridos”. Como todos queremos ser el hombre de la relación, cuando el marido llama, uno lo trata de mija y, si es un marido de verdad, lo recibe con un bellísimo mijalinda. La última vez que hablé con Cordero me dijo qué fue, mijalinda, y supe que todo estaba bien. Para mí, ese es, por lo pronto, el final del cuento. Tengo un amigo más, un gran amigo, la clase de amigo al que puedes contarle todo pero que nunca, jamás, te pedirá que lo hagas. El resto es paja.