Por Huilo Ruales
Me la trajo Vanessa, una prima hermana de fama libertina que, muy joven y casi raptada por un barítono italiano de segunda, fue a sembrar su descendencia en Turín. Hasta allá había llegado la noticia de que, en su familia hecha de médicos y enfermos mentales, había un escritor en ciernes. Y todo por haber obtenido un premio provincial de cuento, semanas antes de que ella, por primera vez, volviera al país.
Indudablemente, tal precioso regalo me estimuló por entero en la escritura. Era blanca como la sal, liviana como una nube, perfecta en sus cualidades, hermosa en sus rasgos. Se trataba de una flamante Olivetti Lettera 25, portátil, casi fosforescente de lo nívea, incluso en su precioso estuche. Justamente por todo ello la bauticé de entrada como Lolita. Tres mediocres poemarios y una novela trunca fueron la prole que juntos creamos a lo largo de esos cinco años de relación, que, no tengo por qué negarlo, resultó tormentosa y progresivamente más difícil. Andaba tan molesto con mis intentos creativos llenos de atascos y pírricos resultados, que a la pobre Lolita más que teclearle la martillaba, movía su rodillo con injusta brusquedad, arrancaba a jirones las hojas, como si la tirara de sus cabellos. Además, la llevaba a toda boda, empezando por cafés y bares, algunos trasnochados y, más de una vez, conminándola a viajar y dormir entre bultos y maletas durante mis periplos por el mundo. Tanto maltrato progresivo la fue resintiendo, pues, hasta su estuche que era como el ajuar perdió su diafanidad y se rasgó en sus ángulos que terminé parchándolos con cinta de embalaje. Una tarde, en el café árabe de mi barrio estaba escribiendo a buen galope cuando la tecla e saltó por los aires. La busqué gateando por debajo de las mesas, pero no la encontré. Pese al vejamen que seguramente significaba para la aún esbelta Lolita, me vi obligado a sustituir su blanca tecla con una vieja ficha de bingo. Un botón de madera grabada con el número 2. El deterioro fue súbito, algo así como si una bella mujer repentinamente perdiera sus dientes delanteros. Qué escándalo humillante, como de bailarina con zapato ortopédico, causaba la ficha. En medio del sinfónico ritmo de las teclas una nota ciega, falsa, justamente ortopédica. Y, como suele ocurrir cuando empieza el deterioro hasta en las personas, sus achaques se precipitaron. La s, repentinamente, se quedó muda, o casi, porque se impregnaba sin tinta en el papel, como un murmullo. La ñ se redujo solamente a su bigote, las tildes se volvieron perforadoras, el separador, con cada tecleo daba un brinco y se quedaba afuera como un tren descarrilado. Dos veces repararon a la Lolita, pero su obsolescencia prematura fue irresoluble, al igual que mi extenuación y desencanto.
Así estaban las cosas aquella noche en que un ladrón entró a mi estudio y me la usurpó para siempre. Una vez repuesto del impacto violatorio inherente al robo, me puse a escribir a puño y letra en verso libre una diatriba ante dicha vileza. Sin embargo, conforme desarrollaba el impetuoso texto, este se fue transformando en un inusitado agradecimiento por el expolio. Mis inclinaciones escriturales, causantes directas de tanta frustración más que de logros, venían de esfumarse con la máquina y, la verdad, me había quitado un fardo. No hay cosa más necia que el desmedido esfuerzo por ser un mediano escritor, pudiendo vivir entre tantas obras maestras que alcanzan para varias vidas, como un excelente y feliz lector. De paso, pedí mil disculpas a la Lolita por haberle sometido durante más de un quinquenio a prácticas violentas e indebidas, cuando su destino estaba en manos de una apacible estudiante de secundaria.