Mi primer acoso.

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración Maggiorini.

Foto Mi primer acosoNo hay suficientes ángeles. No es verdad —no puede ser verdad— que todos tenemos uno. Y si lo tenemos, es un perverso hijo de puta, un voyeur, un sicópata. Es mejor pensar que desde bebés estamos solos y que desde la cabecera de nuestra cama no nos vela nadie, nada. Hace unas semanas un grupo de mujeres ecuatorianas, estoy casi segura de que quiteñas (me parece que nadie quiso colgarse ninguna medalla, cosa que en estos tiempos de postu­reo político es casi heroico), creó el grupo de Facebook Mi Primer Acoso.

Participar significaba abrirse en canal como una res en un matadero y contar a las otras, mu­jeres desconocidas frente a mujeres desconoci­das, la primera vez que alguien nos manoseó, nos violó, nos morboseó, nos hizo insinuaciones sexuales, nos mostró su miembro, nos forzó a hacerle cosas de adultos, nos besó la boca que todavía cantaba rondas infantiles, nos lesionó nuestra zona íntima y, también, dios mío, algo que no cicatriza nunca, nuestras mentecitas desesperadas por entender eso que nos estaba ocurriendo —¿por qué esta persona me está ha­ciendo esto a mí?—. En apenas cinco días más de veinticinco mil mujeres de diferentes edades, estratos profesionales y sociales y ciudades del Ecuador, voluntariamente y sin cortapisas, con­tamos nuestras historias de acoso.

Fue como abrir el sótano de un monstruo caníbal. Fue como bajar a las tinieblas del mundo.

Algunas historias eran tempranísimas e in­decibles: abuso sexual perpetrado por padres, hermanos, primos y parientes muy queridos cuando ellas —nosotras— entendíamos que nuestras pequeñas vaginas eran nada más por donde sale el pipí.

Otros acosos nos pasaron de mayores. El horror —distinto, igual de enorme— de enten­der exactamente lo que está pasando: maridos, jefes, profesores universitarios, doctores, com­pañeros de trabajo, hombres en transportes públicos, en la calle, en Internet, ejerciendo un abuso de poder atroz sobre mujeres asustadas, mujeres valientes, embarazadas, recién paridas, tímidas, extrovertidas, adolescentes, divorcia­das, lesbianas, prostitutas, activistas, calladitas, rabiosas. Sobre todas. Acosos por tener pe­chos, vaginas, nalgas, caderas, pestañas, pelo largo, labios, es decir, por ser mujeres. Maldito el maldito mundo que destruye a las niñas.

Pero shhhhh, guarda silencio, no digas, no hables, no lo cuentes, ¿qué van a pensar de ti? ¿Qué van a decir de ti? Tal vez que andabas borracha. O vestida como puta. ¿Segura que dijiste no? Porque puede que te haya gustado. Quizás te metiste en el cuarto del muchacho y hombre es hombre. No podemos prescindir del dinero de papá o del padrastro, aunque haga contigo, niñita, esas cosas innombra­bles, aunque se meta en tu cama y te rompa la vida para siempre. Calla, pequeña, calla. En­señadas desde chicas a aceptar, muchas veces obligadas a mantener secretos asquerosos por nuestras madres y abuelas, otras mujeres se­guramente abusadas también, y a aceptar una culpa gigantesca casi por existir, terminamos callándonos lo que nos pasó, sintiendo noso­tras —nosotras, nosotras, sí, ¡nosotras!, no ellos— vergüenza. Parece que tuviéramos que decir: “lo siento, abusador, te he provocado, perdóname”.

¡Al carajo! Eso fue lo que dijo el grupo Mi Primer Acoso y desde entonces, con ese alarido desde el fondo de cada garganta, de la mía de la de todas, se han derribado miles de zulos y áticos y sótanos podridos donde nos tenían pri­sioneras a las mujeres de este país.

Cada día una más se suma, cada día hay una nueva denuncia de toqueteos en bus, me­trovía o trole, de morbosos en las esquinas y damos las coordenadas, de médicos que utili­zan su consulta para sobajear a las pacientas, de profesores cerdos —maldita sea— que pre­tenden hacer sus cerdadas con nuestros niños y niñas, de sexismo en la prensa, de policías que no toman en serio las denuncias de acoso, ofertas gratuitas de cursos de defensa perso­nal. Hay terapistas, sicólogas y psiquiatras que se ofrecen a ayudar a otras a superar sus trau­mas, hay proyectos, decenas de ellos. Esto aca­ba de empezar. Si no hay suficientes ángeles para los niños y las niñas, si no hay ni siquiera uno, al menos estamos nosotras: somos mu­chas y estamos de guardia.

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