Por Ave Jaramillo.
Ilustraciones: Catalina Pérez Camargo.
Edición 464 – enero 2021.
Hasta que nos pasó, uno de nuestros colaboradores se contagió de la covid y ahora cuenta lo que pasó, lo que pensó, lo que sintió. Este no es, sin embargo, un acercamiento a la muerte, sino un reencuentro con la vida.

Luego de catorce años, empujado por la cuarentena, volví temporalmente a casa de mis padres. Iba a ser una visita pequeña, de un mes como mucho.
Regresé a los copiosos desayunos, a que no me dejaran lavar una sola taza, a que me llamaran a las seis de la tarde para tomar el café con leche, mientras veían en televisión a la doctora Polo resolver algún caso que incluía DJ enanos y alguna o varias bailarinas cubanas.
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La relación de mi viejo con la tecnología me hace reír. Mi hermano había instalado Alexa, un asistente virtual de Amazon que responde a órdenes vocales como “Alexa, qué día es hoy” o “Alexa, receta del seco de chivo” o “Alexa, pon música de José José”. Pero no siempre se entendían, sobre todo cuando mi padre pedía algo en inglés:
—Alexa, pon Marco Antonio Solís —decía él.
—Reproduciendo música de The Police —respondía la máquina.
Con hartazgo, insultaba a Alexa, le gritaba y le reclamaba hasta caer sin culpa en la violencia de género. Luego se callaba e iba a rumiar su frustración tecnológica en el sillón. Yo me reía, pensando en lo que diría Jeff Bezos si supiera que creó al último archienemigo de mi progenitor.
En casa de mis padres yo salía a hacer las compras para que ellos no se expusieran: son grupo de riesgo. Cuando entraba me sacaba toda la ropa en la puerta y me bañaba, aunque solo hubiera ido a la tienda de la esquina.
Aun así, sucedió: me contagié de la covid-19 y, conmigo, mis padres.
Pudimos haber contraído el virus en el hospital, cuando acompañé a mi padre a que se saque unos cálculos renales y tuvimos que pasar la noche ahí. Tal vez lo traje yo en una de mis salidas. Capaz fue una tía quien vino con la enfermedad… ¿Acaso importa? El pasado no nos interesaba, era el mañana el que nos preocupaba porque, por primera vez, teníamos miedo a morir.
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Cuando pienso en la muerte recuerdo una historia que leí en la prensa años atrás. Un trolebús se salió de su vía exclusiva por evitar un choque contra un automóvil que se le atravesó; se metió en el parque de El Ejido y atropelló a una señora, matándola en el acto. Cuando le conté esta historia a mi mamá, me respondió lacónicamente: “Nadie se muere la víspera”.
Ese axioma empapado de sabiduría milenaria me ayuda a sobrellevar estos tiempos, cuando la Parca ronda a sus anchas, con el mismo desparpajo de un Bucaram en hospital público. No se puede hacer nada contra la muerte, te puede llegar en cualquier momento y vestida como le dé la gana (o desnuda, si le da la gana). Puede ser un largo cáncer, un accidente de avión, un hueso de pollo atravesado en la garganta, una bala perdida en medio de una persecución policial, una diabetes que llegó por no controlar esos dulces de la tarde, un virus del otro lado del mundo; o puede ser un conjunto de decisiones que te llevan a lanzarte desde la cornisa de un edificio. Al final, solo quedará la carne sin vida… el polvo enamorado de Quevedo.
No pensamos mucho en la muerte. Hacemos planes, ahorramos, posponemos, invertimos y planificamos. El futuro es el lugar donde nos espera la esperanza, para el que trabajamos y al que le tenemos fe. Parafraseando a Borges, es el espacio de los anhelos. Dedicamos esfuerzos conscientes para posponer lo más que se pueda la llegada del último suspiro. Yo trato de comer bien, hago un poco de ejercicio, no participo de deportes de alto riesgo y cuando estoy en la selva amazónica siempre reviso mis zapatos antes de ponérmelos para comprobar que no haya alguna araña venenosa agazapada en la punta. Así voy por la vida, pensando si debería comprar bitcoins para mi retiro.
Pero se atravesó esta enfermedad que parece matar al azar. Se mueren los viejos y los diabéticos, pero también treintañeros deportistas que se sentían intocables.
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Nuestro primer síntoma fue un dolor de cabeza intenso y duradero. Luego vino la falta de aire, una asfixia que al inicio atribuí a mi hipocondría pero que resultó ser muy real. Cuando mencionaba la posibilidad de que el origen de los síntomas fuera la enfermedad que tanto temíamos mi papá, iracundo, me decía:
—No hables pendejadas.
Un viernes de noche calenté en el horno panes de yuca con relleno de higo, unos panecillos que solían llenar de un aroma dulzón la cocina de mis padres. Pero esta vez no hubo aroma y cuando lo mordisqueé me llegó la confirmación: el sabor había desaparecido.
Los resultados del laboratorio llegaron a inicios de agosto, en un escueto y frío correo de la clínica: Positivo.
Mi padre, ya rondando los ochenta, no lo tomó bien. El hombre que me crio, un tipo duro hasta hace pocos años, a quien nunca vi llorar hasta que tuvo nietos, se desplomó a mi lado. Él no vio una medición de anticuerpos, vio una sentencia de muerte firmada y refrendada. “Papá”, le dije, “cálmate, no tiene que ser grave”. Aun así, los años le cayeron encima en un segundo, como si hubieran estado esperando sobre su cabeza.
Empezaron las llamadas por teléfono. Médicos, tías, primos, gente con la que habíamos estado. Teníamos que decir a muchas personas que habíamos dado positivo, que éramos del grupo de los enfermos, de los apestados, de los que tienen que adivinar hacia dónde los va a llevar este virus. “El 90 % de la gente se recupera en la casa”, me dijo el doctor Ortiz, la primera persona a la que llamé. “Yo me curé con encebollado”, añadió para darme ánimos. Los números jugaban a nuestro favor. Pero nos encanta ser fatalistas, amamos la tragedia, siempre es ella la que va a delinear nuestro accionar en países caóticos como este. “Igual, prepárense para lo peor, no es para asustarlos pero que no les coja sin saber qué hacer si alguno se complica”.
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Memento mori: Recuerda que vas a morir.
Esa frase latina, posiblemente de origen sabino, era usada en la antigua Roma cuando un general entraba victorioso en sus calles. Un siervo le tenía que repetir eso al militar triunfador para que recuerde que no es un dios, que las leyes naturales aún se le aplicaban para que mantuviera los pies en la tierra y no se dejara vencer por la soberbia. Siglos más tarde, en San Antonio de Pichincha, no había marchas triunfales ni laureles en las coronillas de conquistadores herederos de Eneas. No. Solo una familia con una enfermedad poco conocida que había guardado la soberbia en el cajón, encubierta entre las medias.
Las primeras dos semanas de síntomas suelen ser importantes. Si no teníamos que ir a emergencias del hospital hasta el día quince, podíamos tener esperanzas de pasar la tormenta sin mojarnos mucho.
Por las mañanas salíamos al patio, a recibir el sol que calentaba con suavidad, cuando el verano recién se estaba acomodando. Hablábamos del árbol genealógico de la familia que mi padre ha estado llenando desde que se jubiló. Los nombres de familiares que no conocí hacían llevaderos esos días de espera. Eran días veraniegos. Eran días de miedo.
Una tarde, desde mi ventana, vi a mi padre colgar la ropa. Trastabilló, dio dos pasos torpes a un lado y tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse en pie. Se puso pálido. Bajé corriendo. Mi madre llegó antes que yo. Cuando lo vi de cerca me di cuenta de que estaba lívido. Su piel estaba como el papel arrugado. Se sentó en una silla, le faltaba el aire. Medimos su saturación de oxígeno. Fue una baja de presión, un susto, pero yo sentí que era un mensaje de la enfermedad. Nos estaba diciendo: si quiero, te vas en un suspiro.
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Un efecto de la enfermedad, creo, fue la cantidad de pesadillas que tuve. A veces eran tan impactantes que me despertaba en medio de la noche y podía escuchar a mi padre toser. Con los ojos abiertos, viendo el techo, empecé a contar las horas del desvelo y a recordar.
Esa tarde del año 2012, cuando recién había vuelto de hacer un posgrado en Europa. No tenía trabajo, no tenía casa, por eso, estaba —como ahora— en el hogar de mis padres. Una mañana en que me quedé solo decidí desayunar frente al computador. Eran los primeros días de la lucha de Satya, la hija de una inglesa que vivía con su novia en el Ecuador y quería que la pequeña lleve el apellido de ambas. El Registro Civil les había negado ese derecho. Uno de mis contactos (que cuando fue adolescente era izquierdista de Che Guevara en la camiseta y ahora era empleado bancario Opus Dei, es decir, un cliché andante) publicó: “Por fin triunfó la decencia”. Yo, indignado, empecé a responder. Hablé de derechos humanos, hablé de amor, de religión, de política. Otro contacto (esta vez con un escudo de Liga de Quito como foto de perfil) me comenzó a insultar. Me defendí. De pronto, mi padre entró a mi cuarto. Había regresado del trabajo. ¡Eran las cinco de la tarde! Y no había hecho nada: ocho horas solo frente al computador discutiendo con desconocidos que no pensaban como yo. Nadie me iba a devolver esas horas. Nadie me las devolvió.
Escuchaba de nuevo toser a mi papá. Pensaba en la convalecencia: ¿cuánto tiempo más tendré con él? ¿Se irá en estos tiempos cuando tantos no han alcanzado siquiera a despedirse? Al décimo día nos recomendaron que le diéramos oxígeno para evitar complicaciones.
Renegué del tiempo perdido. Con resquemor, pensaba en esas veces cuando respondí a troles que me insultaban por no ser correísta. O cuando un grupo de señoras góticas se estresaron porque dije que los restaurantes que no aceptan perros tampoco deberían aceptar niños.
Pensaba, entre sudores y alientos entrecortados, que debí ser más osado y guardarme menos cosas. No solo abrazos a mi padre o conversaciones con mi madre. Con todos: hay que besar más. Me arrepentí de las horas que gasté discutiendo sobre Derrida o Sau-ssure cuando debí estar tirando en mi cama con esa compañera que me hizo ver la Princesa Mononoke o cuando debí estar acostado en un parque leyendo Pedro Páramo de ese Juan Rulfo tan sencillo y celestial.
Perdemos el tiempo. Pero también tenemos esos pequeños pagos que hacen que todo valga la pena. A los veintiséis años salí de mi casa para probarme a mí mismo que podía vivir solo y, con excepción de la pequeña estancia después del posgrado que mencioné arriba, no volví más. A mis casi cuarenta años había pasado catorce sin compartir con mis viejos tés de la tarde, programas de televisión malos y noches de chimeneas prendidas. Ahora lo hice y descubrí cosas que la distancia me había escondido, como verlos más ancianos pero aún juntos y que mi papá prenda la chimenea con ciprés seco, que se quema rápido, en un chispazo cortísimo pero ruidoso, como la vida.
Qué afortunados somos quienes hemos podido vivir para contarlo.
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Mi madre pasó la enfermedad con soltura, protegida por toda la fuerza del matriarcado que heredó mi familia. La edad me jugó a favor y eventualmente salí negativo. No me quería ir hasta que todos estuviésemos curados, pero mi madre me convenció de volver a mi casa para que vuelva a mi “normalidad”. Solo unos días después, por teléfono, pregunté cómo estaba él. “Ahí está tu papá”, me respondió mamá, con sorna, “peleándose con Alexa”. Supe que estaba curado.
Ahora pienso que es muy sano sentir la cercanía del final. Pienso también, con mucha pena y algo avergonzado por mi suerte, en aquellos que perdieron a sus padres, madres, abuelos y abuelas. ¿Se sentirán felices con el tiempo que compartieron? ¿Quedarán deudas que nunca serán pagadas? Ante lo inevitable solo queda la resignación que, de alguna manera, se vuelve liberadora. Una aceptación ontológica que justifica el andar por la vida con algo de desdén kierkegardiano.
Ahora tengo tiempo de nuevo. Tiempo para perder. Solo espero que, si la segunda ola del virus me ahoga o un trolebús me arrolla en un parque cuando esté paseando con mi perra, mi vida no sea un amasijo de arrepentimientos.
