Por Jorge Ortiz
Edición 456 – mayo 2020.
Cuando llegó a Moscú, en mayo de 1960, con un pasaporte checoslovaco y una identidad falsa, fue recibido con honores de Estado. Era, al fin y al cabo, un adalid de la causa socialista, que en las semanas siguientes fue honrado, sucesivamente, con la Medalla de Oro, la Orden de Lenin y el título privilegiado de Héroe de la Unión Soviética. Todo lo cual (recibimiento y condecoraciones) ocurrió tras un velo de secreto absoluto y discreción total: había que celebrar al hombre insigne, pero había que hacerlo de tal manera que no se enterara nadie…
Y es que veinte años antes, en agosto de 1940, Ramón Mercader había asesinado en su refugio de Coyoacán, México, a León Trotski, partiéndole el cráneo con un piolet, un hacha de montañista, en acatamiento de una orden personal de Stalin (“Mi hijo, el asesino”, Mundo Diners 455, abril 2020). El crimen horrorizó al mundo. Antes de caer, agonizante, Trotski dio un alarido de espanto y dolor que alertó a sus guardianes. El asesino fue capturado de inmediato, mientras sus cómplices, que lo esperaban con un automóvil para la fuga, huían despavoridos del lugar. Mercader fue condenado a veinte años de cárcel. Cuando salió, en 1960, viajó a Moscú. Pero, con Stalin ya muerto, la dirigencia soviética prefirió evitar las celebraciones públicas. Y los homenajes fueron secretos.
Ramón Mercader había nacido en 1913, en Barcelona, en una familia de la burguesía catalana. Pero el hogar paterno zozobró pronto, afectado por la enfermedad de su padre y, sobre todo, por los vaivenes emocionales de su madre, Caridad del Río, que se dedicó a la vida bohemia, se enredó en amores al paso, se unió a círculos anarquistas, cayó en la adicción a la morfina y fue encerrada en un manicomio. Al salir, en 1925, se emparejó con un piloto comunista francés y, con él, Caridad se fue a vivir a Francia, llevándose a sus cinco hijos.
La fidelidad de Caridad del Río Hernández a la URSS fue correspondida. Hasta su muerte, la “madre del asesino de Trotski” recibió una pensión de Moscú y el día de su defunción, en 1975, la embajada soviética en París se hizo cargo de su funeral en el cementerio parisino de Pantin.
Ramón quería ser maître de hotel, por lo que en 1928, cuando el piloto abandonó a su madre y ella se regresó a Barcelona, él se quedó en Toulouse, estudiando y ganándose la vida como podía. Eran tiempos difíciles, con el mundo sumido en la pobreza y el abatimiento que dejaron la Primera Guerra Mundial y la pandemia global de ‘Gripe Española’. La pobreza era masiva, el desempleo también. En ese ambiente de escasez y desesperación, la radicalización política fue rápida y las calles se volvieron violentas y hostiles. En 1931, cuando fue proclamada la República Española, Mercader volvió a Barcelona.
Para entonces, Ramón ya era un comunista de hoz y martillo: la prédica de su madre, cuyos naufragios emocionales la habían llevado a una militancia marxista rotunda y extrema, había dado sus frutos. Y en esos años de convulsión, en los que España se acercaba día tras día al precipicio de una guerra civil, Caridad y Ramón, cada uno por su lado, se dedicaron al activismo más resuelto y radical. En junio de 1935, Ramón fue apresado y encerrado en la cárcel. No se amedrentó: salió en febrero de 1936 dispuesto a luchar arma en mano por la revolución que, en esos meses turbulentos, parecía inminente.
Cuando estalló la Guerra Civil Española, en julio de 1936, se unió a la Columna Durruti para combatir contra los militares sublevados, donde se reencontró con su madre, que también estaba en las trincheras del frente de Aragón. Allí, Caridad fue herida. También Ramón, unas semanas después. Madre e hijo volvieron a encontrarse, convalecientes, en un hospital de Lérida. Con el alta médica, Caridad se fue a Francia para cumplir alguna misión encomendada por la NKVD, el servicio secreto soviético, que la había reclutado en 1934 o 1935. Ramón volvió a las trincheras hasta abril de 1939, cuando terminó la guerra con la derrota de la República.
Por entonces habría ocurrido un diálogo que habría trazado para siempre el destino de Mercader. Ramón hablaba con su madre:
—Ahora que la guerra terminó, quiero quedarme a vivir en España.
—Tú no quieres nada. Ninguno de nosotros quiere nada. Sólo hacemos lo que quiere el Partido.
—Me niego.
—Métete esto en la cabeza de una puta vez: tú no piensas, sólo obedeces; tú no actúas por tu cuenta, sólo ejecutas; tú no decides nada, sólo cumples; tú no piensas, yo tampoco pienso, el camarada Stalin piensa por todos nosotros.
Sea como fuere, Ramón viajó a México, sedujo a Sylvia Ageloff, una estadounidense que era asistente de Trotski, y con ella entró en la casa de Coyoacán. De acuerdo con lo previsto, Mercader mató a Trotski, pero fue capturado ahí mismo. Entre los cómplices que lo esperaban afuera, que huyeron en cuanto las alarmas sonaron, estaba su madre…