Mi historia con Miley Cyrus

Por Rafael Lugo.

Ilustración: Shutterstock.
Edición 463-Diciembre 2020.

En el año 2007 mis hijos mayores eran todavía niños, y todavía usábamos la televisión. Así, el mayor de ellos descubrió a Hannah Montana, una serie de televisión infantil original de Disney Channel. Hannah era interpretada por Miley. Miley tenía doce años.

Hannah Montana era una serie para niños que relataba la vida de una chica con una doble vida: era una estrella del pop y era una niña como cualquiera. Su música sonaba en mi casa y en el auto. Hasta vimos una de sus películas en el cine. Recuerdo que la guagua me cayó muy bien, especialmente porque yo también tengo una doble vida: a veces soy un tipo cualquiera y otras, encubierto por el secreto, soy un tipo común y corriente.

Así pasaron los años con mis hijos creciendo, con la música sonando, la melenas largas, las voces potentes, las historias simples con amor, enojo, reconciliación y final feliz. Aparecieron otros ídolos juveniles: Hermione, Harry y Ron.

Verán, yo soy un tipo lleno de defectos, pero no tengo el defecto de mirar cochambrosamente a las mujeres que he visto crecer. Entonces, aunque Emma Watson se convirtió en una de las mujeres más hermosas del planeta, para mí —que la vi crecer película a película— es como ver a una sobrina.

Y me pasó que un día esta niña, que también vi desarrollarse y, según yo, se llamaba Hannah Montana, apareció convertida en Miley Cyrus. Ella, que hasta 2012 había seguido siendo una especie de amiga de mis hijos, en 2013 apareció parcialmente chirisiqui en la portada de Rolling Stone y totalmente chirisiqui en un video, subida en una bola de demolición. La noticia fue mundial y como al Dr. Chapatín, a mí me dio cosa.

Me resentí como el típico tío metiche y corté mi interés en su carrera. Me olvidé de su voz espectacular, de su registro vocal, de su talento en general. La encerré en el convento de mi memoria y esa niña que vi crecer desapareció de mi horizonte. Mis hijos —sin saberlo— ayudaron a sepultarla porque les dio por llevarme al cine a ver solamente películas de terror durante varios años. Yo chillaba, ellos se reían.

Lo cierto es que hace como un año, por pura chiripa en los videos aleatorios que vienen en cadena en YouTube, encontré un dúo de Miley Cyrus con el inmarcesible Billy Idol de 2016. Quedé fascinado con la versión de “Rebel Yell”. Miley hace lo que le da la gana con su voz. Me cuesta mucho aceptar nuevas versiones de mis canciones adoradas, sin embargo, no pude estar más contento con la interpretación. Repetí el video docenas de veces. Su versión de “Heart of Glass” (Blondie) es una joya palpitante.

Busqué todo lo que me había perdido de esa voz, esa actitud, esa libertad. Varias horas he dedicado a escucharla y redescubrirla, tratando de compensar el tiempo perdido. Hice conciencia de que esa actitud de desparpajo y seguridad me habían parecido magníficas en otras mujeres, pero a ella no se lo perdoné.

¿Por qué hice lo que hice con Miley? Pues su pecado fue que la vi crecer. Y por alguna razón somos más dados a dejar vivir en paz a quienes están lejos. La familia es el primer círculo intelectual y moral que nos toca enfrentar y usualmente el más difícil cuando te sales del molde. Es paradójico, pero ver crecer a alguien nos da la falsa idea de que sabemos para dónde debe ir.

Y bueno, todo esto para decirles que escuchen a Miley Cyrus.

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