Mi gran noche

Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.

Aveces mi esposo y yo nos sentimos presos de la cocina, del trabajo, de la escuela del guagua; presos el uno del otro, de las reuniones familiares que nunca acaban, de “hacer algo diferente” que nunca es diferente. Sentimos que nos estamos perdiendo de grandes cosas (o de grandes fiestas), mientras lavamos los platos en pantuflas. Entonces decidimos salir, cada uno por su lado, para “hacer algo diferente” y encontrarnos después, a la mitad de la noche.


Ejecutar el plan. Encargar al guagua. Salir a los años, encontrarse en un bar con unos amigos; pedir, temeraria, un tequila, y enterarme de que solo tienen cerveza artesanal, esa bebida amarga y carísima con la que los hípsteres experimentan con mi salud. Beberla de todos modos mientras descubro, junto a las personas de mi mesa, que ya estamos viejos para hablar de la crisis de los treinta, entender que nunca existió crisis alguna, que a los treinta nadie está en crisis. Pensar en la posibilidad de huir a un after alocado, dese-char la idea al acordarse del posible chuchaqui y al ver a tu amiga abrazando a su perrihijo, vestido con saquito acolchado. Prender un tabaco, pedir otra cerveza, buscar plan en los celulares, no querer admitir que estamos aburridos, que tenemos frío, que quisiéramos volver a nuestras casas a ponernos las pantuflas. Pedirle a la amiga que me preste un rato el perrihijo para acariciarle.


Buscar una fiesta o after y descubrir que el único lugar prendido en el Quito pandémico es el bar al que asistían nuestros papás. Hacer cuentas y cachar que somos más viejos que nuestros viejos cuando iban a dicho bar. Ir de todos modos y, contra todo pronóstico, pegar centro, descubrir, con amargura, que no es un lugar ajeno ni incómodo, sino que de hecho una está en su papayal. Sentirse a gusto en el bar más anticuado. Encontrarse con una amiga a la que no has visto en siglos, pedir un whisky para igualarse en el cuaderno y ser interceptadas por una adolescente que no para de hablar de sus uñas, sus zapatos y de las distintas etapas de su niñez (para los adolescentes e incluso veinteañeros la niñez es un tema porque sucedió hace tan solo cinco o diez años). Encontrarse con un exnovio que en su tiempo era un lover y ahora está calvo y drogado hasta los huesos.


Huir con el esposo directo al Burger King a pedir un combo doble. Atravesar la ciudad vacía y meterse a un hotel lumpen, por el gusto de hacer “algo diferente”. No poder evitar elegir la habitación con televisión. Comprobar que está dañada, reírnos toda la noche. Ya lo dijo Tamara Tenenbaum: “Las parejas no necesitan hacer cosas, lo sabe cualquiera que alguna vez se haya enamorado o se haya divertido con alguien, alcanza con un mate o una botella de vino y si no alcanza con eso no alcanza con nada”. Por suerte nos alcanza con la risa, siempre la risa, con un hotel destartalado y hermoso, y una botella de agua que aligere el chuchaqui.

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