Diners 462 – noviembre 2020.
Por Diego Pérez Ordóñez
Fotografía: Shutterstock

México no es una ciudad, sino un conjunto superpuesto de ficciones. Estamos frente a una superficie incontrolable, con una población cuyas reales dimensiones nadie puede certificar con exactitud.
Así como Nueva York expide vapor por las esquinas, como Lima está coronada por una baja y melancólica nube gris buena parte del año, como en Bogotá la lluvia no parece ceder jamás, la Ciudad de México traquetea y trepida a velocidades inhumanas. Me da la impresión de que nunca nadie ha podido conocerla de extremo a extremo. De que cualquier mapa resulta necesariamente insuficiente e inexacto. De que, más allá de periféricos, avenidas, paseos y calles, México es un sistema en sí mismo, con un idioma particular —que a veces puede parecerse al español— y con unos códigos propios e indescifrables. Quizá con aquello en mente Carlos Monsiváis, agudo portavoz de la cultura popular, comparó a la Ciudad de México con una utopía negativa: “en el tránsito de la Ciudad de los Palacios a Blade Runner de Ridley Scott o Soylent Green de Richard Fleischer”. En otras palabras, una distopía que funciona sobre la base de mitos y disputas históricas, eventos políticos, acuerdos secretos y lenguajes particulares. Una ciudad capaz de fusionar altos niveles de violencia con intelectuales del refinamiento de Octavio Paz, Salvador Elizondo o Elena Garro. Una ciudad en la que, sin que nadie se cuestione mayormente, conviven la exquisita gastronomía de las calles con los más reposados tequilas para coleccionistas. Un templo colonial colinda con una mecánica. Instituciones culturales europeizantes cohabitan con la pasión por la lucha libre y por los enmascarados. México es el coctel más perfecto.
Contenido exclusivo para usuarios registrados. Regístrate gratis
Puedes leer este contenido gratuito iniciando sesión o creando una cuenta por única vez. Por favor, inicia sesión o crea una cuenta para seguir leyendo.