Por Marcela García Grosseluemem ///
Me pregunto: ¿cuándo el paisaje se convierte en memoria?, y debo responder: cuando traspasa los límites de la contemplación y se convierte en un texto cuyo relato tiene voz propia. Es el instante en que adquiere vida, cuando se transforma en una entidad ubicada en el tiempo y en el espacio, producto de las relaciones entre los humanos y la naturaleza. Una entidad habitada que adquiere significado a través de la mirada de quien la construye. Están allí las improntas del pasado dejadas por la dimensión humana y la actividad de la naturaleza.
Como bien dijo Humboldt: “Conviene conocer la fisonomía del paisaje cuando uno procura distinguir las características individuales, compararlas entre sí y descubrir, mediante esta clase de análisis, las fuentes de los gozos que nos ofrece el gran cuadro de la naturaleza”.
El paisaje se convierte en memoria cuando se puede construir una biografía y es lo que intentaré esbozar a continuación: pequeños fragmentos acerca del callejón interandino.
Desde muy niña empecé a recorrer el trayecto entre Riobamba y Quito. Recuerdo que la carretera era empedrada y durante las seis horas de viaje, desfilaban ante mí gente, pueblos, montañas, animales y un largo etcétera. Esta sucesión de imágenes se convirtieron tempranamente en paisaje cuando en las clases de geografía me revelaron el significado de lo que veía. Provista de una pequeña Olympus fotografié escenas para descubrir a mis compañeras que la geografía era, en realidad, mapas habitados.
Sin duda, estoy muy influenciada por la aguda lectura que hizo Humboldt de nuestra naturaleza y la pintura de los artistas de la segunda mitad del siglo XIX. El tratamiento que hicieron del paisaje Turner, Church, Friedrich, mas tarde Monet y localmente Troya, Pinto y Martínez, fue siempre una gran inspiración en mi trabajo.
Los paisajes de mi niñez guardan la mirada de estos maestros: la armonía entre los elementos, los tonos equilibrados del color, las luces rasantes iluminando los campos verdes llenos de texturas, los ríos caudalosos y de aguas transparentes y las montañas, morada de los dioses, con su manto de nieves eternas.
Los primeros cambios visualmente importantes ocurrieron en los años setenta, cuando se sembró una enorme cantidad de pinos en los páramos. Los pajonales de un amarillo metálico como el oro dejaron paso al verde oscuro de los pinos. Las consecuencias ecológicas de esta decisión ahora las conocemos bien. En ese momento se pensó que sería una excelente idea que los “inservibles” pajonales se convirtieran en tierras productivas. Lentamente fueron desapareciendo las grandes extensiones de cultivos y potreros, paisajes monocromáticos y fueron reemplazados por chacras, fragmentos de color en el paisaje.
El crecimiento demográfico fue definitivo en el cambio del paisaje, se multiplicaron las casas, lamentablemente de bloque y techo de asbesto cemento, dejando al olvido la arquitectura con adobe, teja y paja. El paisaje se habitaba de manera acelerada con elementos propios del progreso. Evidentemente esta manera de manejar el espacio es una proyección cultural de la sociedad. En páramos y valles se instalaron grandes casas, construidas con cemento y pintadas con colores foráneos, quebrando la armonía del paisaje. Signos de la masiva emigración, la economía de las remesas y la explosión demográfica que desarrollaron una estética que representa la expulsión y el retorno.
En los años ochenta viajé intensamente por el país y fotografié páramos, selvas y hielos, y en los pueblos descubrí los rituales y la fiesta, su lenguaje lleno de símbolos y de una estética vital que ahora incorpora elementos tecnológicos como el celular, referentes de una nueva generación y no falta quien registre con su cámara la actividad festiva. La música acompañando el ritmo de los cuerpos, con la presencia redonda del tambor y el pingullo tímido y agudo, dejan paso a la estridencia de los DJ, con su repertorio de tecnopaseítos.
Durante esa década estructuré lo que ahora es mi archivo sobre el Ecuador. A finales de los años ochenta, aparecieron los primeros invernaderos en la Sierra norte. Esto fue una agresión definitiva al sensual perfil de los valles andinos. Me he negado por años a fotografiar esta contaminación visual, esta derrota del paisaje. Es tal la proliferación del uso de invernaderos, que cada vez me resulta más difícil encontrar zonas donde no estén presentes, me he visto obligada a buscar mis fotos en lugares más altos y alejados. Pero llegó un momento en que me di por vencida y ahora tengo que verlos como parte del paisaje.
Y en esta biografía no puede faltar el tiempo geológico, como lo describió La Condamine: “enormes masas de una nieve tan antigua como el mundo”, los glaciares andinos y su dimensión íntima, su luz etérea e insoslayable. Durante mis viajes cuando niña, el Illiniza Norte, el Cotacachi, el Quilindaña y el Sincholagua tenían todavía nieves perpetuas. Ahora sus líneas de equilibrio han desaparecido, somos testigos de una incontenible agonía.
Humboldt, con su incalculable curiosidad, hizo una observación tan detallada de lo que encontró a su paso en su viaje por América y me voy a referir solamente a su trayecto a la cumbre del Chimborazo y su paso por Licán y Calpi, pueblos referentes de mi identidad, donde se ve como su conocimiento abarca tantos ámbitos de la ciencia. Mientras leía su diario, pude reconocer muchas de sus descripciones y entender la variedad geológica y biológica del Arenal.
Crecí tan cerca de esta montaña y por tantos años he fotografiado sus múltiples facetas, sus piedras, plantas, glaciares y la blanca belleza de sus nieves, creo que las fotografías de mis primeros años pueden describir el Chimborazo y su enorme Arenal, antes de que se evidencien los efectos del cambio climático.
Según Naia Morueta-Holme, quien estuvo en el páramo del Chimborazo en 2012 estudiando los cambios en este ecosistema, llegó a la conclusión de que en los últimos 40 años es cuando más se ha acentuado el cambio climático y se han hecho visibles sus efectos. Esta es la época en la que yo he fotografiado y he podido constatar, por ejemplo, la variación que hay en el Tableau physique elaborado por Humboldt, obra maestra de la infografía. En esta ilustración Humboldt demuestra de un vistazo sus descubrimientos sobre el Chimborazo.
Morueta-Holme afirma que, debido al calentamiento del planeta, el límite de crecimiento de las plantas ha subido de 4 600 m, según Humboldt, a 5 185 m. Esto, además, evidencia el retroceso de los glaciares. Por la misma razón, los cultivos también han subido a alturas antes inimaginables y como consecuencia los grandes pajonales también se ven afectados. Pero el cambio climático no es el único responsable de estas mutaciones en el páramo y en los valles andinos de nuestro país, el crecimiento demográfico tan agudo es también el causante de estos nuevos escenarios.
Todo lo anterior nos ha ido enseñando que el paisaje no es estático, que ha ido cambiando por todo lo que hemos visto atrás, pero lo que perdura es ese instante, ese momento único y especial que construye la memoria del paisaje y los paisajes de la memoria.