Meditaciones en torno al cartón y un charco en el camino*

En una librería vi la figura de cartón en tamaño real con la imagen de un escritor que acababa de ganar un premio y nunca, desde entonces, he podido tomar en serio a ese escritor.

Ilustración: Diego Corrales.

Cerrad los ojos. O mantenedlos abiertos, no importa. ¿Cuál es la primera cosa que viene a la mente cuando, en efecto, algo llega a la mente? ¿Un nombre? ¿Un rostro? No es el rostro de una persona de carne y hueso, sino la idea del rostro de esa persona, como si se tratara de una figura recortada de cartón, desplegándose al frente tuyo con total desapego y total ligereza. Alguna vez, en una librería de esta ciudad, vi una figura de cartón en tamaño real con la imagen de un escritor que acababa de ganar un premio literario. Santo cielo, pensé en ese momento, y nunca, desde entonces, he podido tomar en serio a ese escritor; a pesar de que es un profesional admirado por sus compatriotas, su obra traducida a una treintena de idiomas. Es decir, mucho mejor que yo. ¿Por qué dejé que algo así me afectara? Pues, porque afecta. Una figura de cartón recortada es casi siempre graciosa, nada más. Funciona afuera de un taller de mecánica o de un patio de autos. Una miniatura de la torre Eiffel en cartón en la entrada de un restaurante francés es una curiosidad, nada más. Un Cristo de cartón con los brazos hacia arriba en las puertas de un templo evangélico puede ser un poco burdo, pero no le dedicas más de un segundo de tiempo. En la literatura, en cambio, se supone que debe haber una búsqueda, una molestia frente a la existencia tal y como es, un desgano frente a la revelación y nada de eso empata con la figura del autor acartonado, promocionando su libro como si fuera un cambio de llantas, un filet mignon o la salvación. De todas maneras, la idea moralista de que promocionar libros de esa manera está mal es también solo un pensamiento aleatorio que llega a mí, no es ni siquiera mío, viene de afuera y solo hay un afuera.

Respirad profundamente, o no, da lo mismo. El aire os respira, no al revés. La relación mente-cuerpo es problemática. La mente parece viajar dentro del cuerpo pero también hay quienes sostienen lo contrario. Si salgo a caminar por el barrio se supondría que llevo a mi mente conmigo. No la puedo dejar en casa, acurrucadita, esperando mi regreso. Pero, ¿qué tal si es mi mente (que no es mía en estricto sentido, sino una gran mente, una gran conciencia) la que va recreando, mientras camino, la existencia de aceras y árboles, incluso la sensación de que mis pies se están moviendo, de que el viento sopla sobre mi rostro? En algún punto de la caminata piso un charco sin querer y siento un frío húmedo en el pie derecho. Entonces reflexiono lo siguiente que es como la cosa más profunda que jamás se me ha ocurrido, algo así como, me acabo de mojar el pie porque pisé un charco. Parece banal, ya sé, pero esa sensación no prevista del charco comprobaba que el mundo físico era verdadero. Solo que la mueca de alivio que tenía en el rostro no duró ni medio segundo porque inmediatamente reflexioné otra cosa y era que no había señal más clara, imagen más nítida, que la de un charco para ratificar que todo está en la conciencia. Un charco es algo que aparece de la nada, algo que se pisa involuntariamente, algo que refleja, por lo tanto comprueba, que no existen ni acera ni caminata ni voluntad.

Aceptad las paradojas: 1. El mundo físico existe y al mismo tiempo es solo una aparición en la conciencia. 2. La pasividad de la respiración conduce a la actividad del descubrimiento. 3. Queremos que se vendan los libros, como sea, y al mismo tiempo preservar un aire de independencia y dignidad. 4. Alguna vez le di la mano a una niña pequeña (mi hija de tres años) para cruzar la calle, pero era yo quien necesitaba que me tomen de la mano.

* Algunas de las ideas planteadas aquí se derivan del curso introductorio a la meditación guiado por Sam Harris, autor de Waking Up.

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