Me aburro

MeAburro-alta

Por: María Fernanda Ampuero

Cuando éramos niños, allá en los ochenta, las vacaciones eran eternas. Noventa días en blanco que había que ingeniárselas para llenar de alguna manera. Y esto era muy importante: aquello no era problema de nuestros padres. De hecho, si nos quejábamos, mi papá, a quien le enfurecía que nosotros nos quedáramos vagando mientras él iba a trabajar, nos hacía copiar los editoriales de los periódicos a un cuaderno y buscar en el diccionario las palabras que no entendíamos o hacer operaciones matemáticas sacadas, claro, de Baldor.
Quiero decir, había un castigo por quejarse de aburrimiento: un aburrimiento peor. Ejercicios de matemáticas o buscar palabras incomprensibles. Nuestra madre también tenía sus muy particulares soluciones a nuestro aburrimiento, que la acompañáramos a hacer los trámites. Por ejemplo, al banco, a pagar la luz, el teléfono, al supermercado (pero, epa, sin dejarnos coger lo que quisiéramos), a la lavandería, a la costurera, a la farmacia. Si sigo, me explota la cabeza. Aún al día de hoy, que vivo sola y en teoría tengo que hacer esas cosas, no las hago, porque las odio.
Nuestros padres no cambiaban su rutina porque nosotros estábamos de vacaciones. ¿Por qué iban a hacerlo? ¿Acaso eran nuestros humoristas, nuestros payasos? Las vacaciones eran nuestras, no de ellos. Supongo que la mentalidad de Xavier y Mercedes era: ¿encima de que nos los devuelven durante tres larguísimos meses tenemos que entretenerlos? Bonita está la gracia.
Así que no, no lo hacían.
Mi ñaño Francisco y yo no podíamos quejarnos —no es que no había de qué, es que literalmente no podíamos— y teníamos que mantener un perfil bajo como, creo, hacíamos la mayoría de los niños de antes. Si mi papá, por ejemplo, dormía la siesta, nosotros teníamos que estar como duendes de jardín: estáticos, cara de bobitos, hasta que despertara. Mientras que él, cuando nosotros dormíamos, podía poner a Julio Iglesias y Hey, no vayas presumiendo por ahí a un volumen brutal. La jerarquía era esa y no otra. Nunca otra.
Y cuidado con molestar que venía el baldorazo y los editoriales o ir a hacer la infinita fila a la Empresa Eléctrica. Aún hoy me dan escalofríos. Francisco y yo, una especie de Bart y Lisa Simpson, sin tener muy claro quién era quién, nos las arreglábamos para pasar desapercibidos en la casa, con el miedo en el cuerpo de que nos pusieran tareas. Y, he de decir, queridos niños de los dosmiles, que en aquellos tiempos para los gordos que no gustamos de los deportes no había ni juegos de video ni maquinitas de esas ni Netflix ni televisión por cable ni celulares inteligentes. O sea: no había Internet. Ajá, ¿se imaginan? Mi sobrina, por ejemplo, debe de estar hiperventilando. A veces creo que es ella la que se conecta a la electricidad y al wifi y no el teléfono. Los niños ahora no viven un segundo de aburrimiento en sus vidas.
¿Aburrirse? Pasaba. Cavernario, pero cierto. Entonces los niños teníamos que intentar sobrevivir con un aparato llamado Betamax y alquilar películas en un sitio llamado betaclub o, si no se podía porque para eso dependías de la plata de los padres (baldorazo, Empresa Eléctrica), tenías que usar una cosa que está acá arriba, que no funciona con electricidad ni se conecta con wifi y que se llama imaginación. Sé que suena raro, pero todos la teníamos.
Unas vacaciones, alquilamos en el betaclub del barrio todas las películas de terror que tenían. Todas. Una tras otra. Alquilamos hasta el video de Thriller, que lo pasaban gratis en Sintonizando. Vimos todo. De lo sublime a la basura. De El resplandor hasta Los tomates asesinos invaden Francia. Así era. No había nada de épica. Había que caminar, bajo el sol grosero de Guayaquil, al videoclub —después se llamó así porque inventaron el DVD— y entre peleas descarnadas y sangrientas entre mi hermano y yo, elegir un par de películas, siempre con la angustia de no haber elegido bien. Niño del dosmil, no todo tiempo pasado fue mejor: no dejaban que te llevaras más de tres, había que acordarse de devolverlas y devolverlas rebobinadas, a veces llegabas a la casa y la cinta estaba dañada o habían grabado otra porquería encima.
Entonces, si lo de las películas fallaba, había que buscar entretenimiento. Leer, por ejemplo, una cosa que más que conexión necesita desconexión. En las largas vacaciones de mi infancia y adolescencia me leí todo lo que mi papá tenía en la casa. Sin discriminar. Esto y también aquello. Tenía todo el tiempo del mundo y nadie me paraba bola. Y luego me quedaba boca arriba en la cama mirando el techo, imaginando que no estaba ahí, que no era yo, que el mundo era otro. Muchos escritores dicen se hicieron grandes lectores tras una larga enfermedad porque al estar en cama no había mucho más que hacer. Yo creo que lo soy gracias a las vacaciones. A esas vacaciones.
Qué suerte que nos dejaron aburrirnos.

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