Max Beckmann en Nueva York.

Por Daniela Merino Traversari.

Fotografías: cortesía MET.

Edición 418 – marzo 2017.

Paris Society (1925 / 1931 / 1947).
Paris Society (1925 / 1931 / 1947).

Una tarde soleada de fines de diciembre de 1950, Max Beckmann sufrió un infarto que lo mató en la esquina de la calle 69 y Central Park West de la ciudad de Nueva York. El pintor alemán se dirigía al Museo Metropolitano de Arte (MET) a ver su últi­mo autorretrato en una exhibición titulada American Painting Today. Ese momento fi­nal de la vida del pintor inspiró la exhibición que acaba de presentar en el mismo Museo Metropolitano, 66 años después.

La muestra, curada por Sabine Rewald, reúne la producción artística del pintor du­rante su estadía en Nueva York, que coincide con la última etapa de su vida, y las pinturas de Beckmann pertenecientes a museos y co­lecciones privadas dentro del área de Nueva York, sin importar cuándo y dónde el artis­ta realizó esos trabajos. Sí, la edición suena descarriada, como una receta que mezcla elementos demasiado discordantes y que está destinada a la confusión. Sin embargo, la palabra o el espacio llamado Nueva York termina siendo un pretexto para presentar­nos una sólida muestra de la trayectoria del alemán desde sus años en Frankfurt hasta el final de sus días en Nueva York.

Before the masquerade ball, 1922.
Before the masquerade ball, 1922.

Entre las 39 pinturas encontramos au­torretratos, retratos de su esposa Quappi, paisajes urbanos y algunos de sus cuadros alegóricos más ambiciosos. Así, la exhi­bición termina siendo un gran homenaje tardío al pintor expresionista alemán (aun­que él no se creía parte de ese movimiento), considerando que las instituciones artísticas neoyorquinas no han sido particularmente receptivas con el gran legado de uno de los gigantes del arte del siglo XX, “el Picasso alemán”, como dice Sabine Rewald, curado­ra del MET.

Beginning, 1949.
Beginning, 1949.

Sucedió que cuando Beckmann llegó a Estados Unidos no era el momento ideal para su pintura narrativa, alegórica y de gran complejidad. Durante los cincuenta, el expresionismo abstracto eclipsaría a todos aquellos artistas que no se entregaran a la abstracción pictórica. Una nueva vanguar­dia surgía en la capital del arte y no había ojos para nada más. Lo mismo sucedió en los sesenta y setenta, décadas en que los cu­radores elegían al pop art y otras corrientes más contemporáneas. La pintura política, de carga moral y figurativa, que mezclaba lo moderno con lo medieval, desencajaba con los nuevos movimientos artísticos que derivaban hacia el arte conceptual, aunque mantenía su conexión profunda con el gran público. (Algo similar aconteció aquí con La Edad de la Ira de Guayasamín, lo que se presta para un análisis comparativo que es­capa a este breve espacio).

El autorretrato histriónico

Selfportrait in blue jacket, 1950.
Selfportrait in blue jacket, 1950.

Max Beckmann era el sujeto favorito de Max Beckmann. El artista pintó y dibujó unos 80 autorretratos desde los once años edad hasta la última tarde de su vida, cuan­do se dirigía al museo a ver Autorretrato en chaqueta azul, donde se presenta frágil, demacrado, fumando un cigarrillo, con una chaqueta azul por encima de una camisa roja. Los colores son vibrantes, intensos, quizá por haberlo pintado durante la noche, bajo la luz de neón de su estudio. Esta es la pintura estrella de la exhibición, la que ata todas las obras, la excusa para exaltar hoy la carrera del gran pintor.

Los siete autorretratos que se presentan en la galería siguen el ascenso de su carrera: su éxito en Frankfurt durante los años vein­te; sus diez años de exilio en Ámsterdam desde 1937, después de que el Gobierno na­cionalsocialista catalogara su arte de “dege­nerado” y lo confiscaran de las colecciones privada; su llegada a St. Louis, Missouri, en 1947, y el último año y medio de su vida en Nueva York, ciudad que lo hipnotizó y a la que describió como “una Berlín de la pre­guerra multiplicada por cien”. Dentro de este género, Beckmann se encuentra en la gran liga de Rembrandt y Van Gogh. Todos sus autorretratos, de alguna manera, poseen cierta cualidad histriónica y existencial, ex­plícita en la pincelada sensual y en la paleta del artista que amaba el circo, el teatro y la existencia, pero al mismo tiempo creía que el ser humano jamás sería libre pues siem­pre estaría atado a su género, a su materiali­dad y a las limitaciones de sus sentidos.

Quappi in grey, 1948.
Quappi in grey, 1948.

En cada autorretrato su mirada lo delata: Beckmann es un alma misteriosa y, aunque no siempre nos mira de frente, podemos palpar un sutil velo de dolor, incluso cuando posa en esmoquin y con un cigarrillo entre sus dedos, como un gánster de Hollywood, distante y arrogante. Que sufría al pintarse es una verdad pues era su propio enemigo y su propio rival. El sujeto al que mejor conocía y desconocía. En sus retratos siempre está él, el pintor exiliado, el peso de la guerra y su pa­sado, el alma que quiere vivir a pesar de todo, y al mismo tiempo se halla el otro, su dop­pelganger, ese otro que es él mismo y que se esconde bajo un disfraz, tras una piel que no le pertenece, bajo la sombra de un sombrero marinero o sosteniendo una trompeta, como si fuera a anunciar el fin del mundo.

Entonces, ahí está Beckmann en Auto­rretrato con una trompeta, pintado en 1938, justo después de huir a la Alemania nazi a buscar refugio en Ámsterdam. El artista exi­liado se muestra a sí mismo aislado, solo en la “isla de su alma”, como él mismo se des­cribiría. Temeroso de su futuro. Su mirada de soslayo sugiere que está sumergido en la oscuridad de sus pensamientos, pero al mismo tiempo resalta su cabeza, sus manos y su instrumento musical, llevando nuestra atención a su intelecto y a las pasiones del espíritu: el arte protege, cura y nos salva. La pintura refleja una fe permanente en la dignidad y la capacidad creativa del indi­viduo. Mientras la guerra hacía estragos en Europa, Autorretrato con trompeta jugó un papel importante para restablecer la repu­tación del artista en Estados Unidos. Beck­mann finalmente se fue de Europa en 1947, cuando aceptó un trabajo en la Universidad de Arte de Washington, en Saint Louis.

Bird's-Hell, 1938.
Bird’s-Hell, 1938.

De lo surreal a lo espiritual

“Partida, sí, partida de las ilusiones de la vida hacia las realidades esenciales que se esconden más allá. Sin embargo, las lla­madas ilusiones de la vida se presentan con una vivacidad igual a la de las realidades esenciales”, dijo Max Beckmann quien a comienzos de su carrera estuvo poco inte­resado en los experimentos vanguardistas. “Yo solo quiero pintar la realidad, la reali­dad es muy surreal”, aclaraba. Y es eso lo que miramos en su obra: la realidad en su máxima expresión, a veces desde la fanta­sía o desde la mitología, pero solo como un pretexto para mostrarnos la fuerza de lo real, las capas más profundas de su ver­dad, sus heridas sangrantes, su vértigo y su regeneración.

Una de las pinturas más enigmáticas y controversiales, pero más sublimes des­de su poder de redención, es su tríptico Partida, creado entre 1932 y 1935, y que pertenece al Museo de Arte Moderno (MoMA) desde el año 42. Este fue el pri­mero y el más famoso de los nueve tríp­ticos que realizó a lo largo de su vida y parece una profecía de lo que le esperaba a su Alemania, pues los nazis acababan de subir al poder.

El tríptico es una oda al horror y a la esperanza, a la fuerza humana como des­trucción y liberación. El panel de la izquier­da representa una ejecución despiadada, monstruosa, donde las víctimas siguen un tanto vivas, pero ciegas, o con sus muñones sangrando; a la derecha, la tragedia inacep­table que la naturaleza inflige sobre la vida humana se manifiesta en las alucinaciones esquizoides de una mujer que carga, literal­mente, el muerto de su pasado al compás del tambor de la vida. De estos escenarios infer­nales, las figuras del panel central emergen a la luz clara de la redención y se embarcan hacia la eternidad. Una figura misteriosa y desconocida está dispuesta a manejar la embarcación donde van el rey que encarna la civilización entera y una Madonna con su hijo. Su destino es desconocido, pero el hombre de la máscara detrás del niño pa­rece intuirlo.

Este hombre, que podría ser el propio Beckmann, mira al niño como si fuera la respuesta hacia la liberación. El niño es el arte. El arte es la redención.

Esta pintura ha merecido décadas de es­tudio, pues sus simbolismos tienen múlti­ples significados; sin embargo, sus códigos y secretos metafísicos pueden ser revelados a quienes estén realmente dispuestos a entre­garse a ella. Si Beckmann eligió un tríptico como formato, tradicionalmente destinado a ser una pieza de altar, es evidente que la sustancia es de carácter espiritual. Lo políti­co es una excusa porque, a través de lo co­lectivo, de la devastación que está a punto de sufrir su país, él nos reivindica como raza humana. Ese panel central es de un optimis­mo majestuoso, escenifica lo más glorioso del ser humano: su capacidad de reinventar­se y escoger en cualquier momento su desti­no: la libertad: el arte.

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