Mateo Kingman: fuerza de pantera.

Por Carla Vera.

Fotografías Hernán Jiménez.

Edición 419 – abril 2017.

Música- 419- 1Este joven cantante ecuatoriano es parte de la llamada nueva ola sonora latinoamericana. Sus canciones viajan entre el público de varios países, cruzan fronteras y cada vez alcanzan a más gente. Aquí un personaje que se está abriendo camino en el monte.

Esa tarde cayó una tormenta. Era marzo de 2012 y en el Estadio Olímpico Atahualpa miles de fanáticos esperaban, bajo la lluvia, para ver al flaquito José Manuel Chao Ortega, Manu Chao, y a René Pérez, Residente Calle 13, un personaje de voz potente, torso llucho y tonificado, que en ese año promocionaba uno de los mejores discos de su banda: Entren los que quieran. Cuando las luces se encendieron, la multitud empezó a cerrar sus paraguas, la masa de jovencitos empapados se apretujaba y se movía hacia el escenario gritando con emoción. De repente un silencio incómodo cortó el trip. Al escenario saltó un telonero del que poco o nada se había escuchado y que despertó reacciones furiosas.

Abucheos. Malas señas. Gente mojada y gritando: “¡ya ándate!”, “¡bájate!”. El telonero, un chico de veinte años, vestía una camiseta apretadita —sin mangas— y pantalones deportivos. Se movía inseguro sobre las tablas. Bailaba girando en círculos, agitando los brazos mientras cantaba, y se detenía para ver al público. Pedía que levantaran las manos, pero pocos lo hacían. Sin mirar a un punto fijo, buscaba entre la gente y volteaba la cara, tomaba una bocanada de aire y seguía, a pesar del mal clima.

En ese entonces el chico se hacía llamar Maki. “Significa mono araña, en shuar”, me dijo en una de las primeras entrevistas que le hice, allá en 2014. “Así me siento cuando me subo a un escenario, siento que me convierto en animal”.

Ese nombre duraría poco. Después de un proceso de autoconocimiento y maduración, después de pensarlo mucho, decidió que quería que lo conocieran por el nombre que le dieron sus padres: Mateo Kingman. “Maki no era yo, no se sentía como yo en ningún aspecto, ni artístico ni personal. Maki murió”.

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 Antes de los escenarios y de su vida en Quito, antes de enfocarse en su carrera y estudiar Música en la UDLA, Mateo vivía en Macas, capital de la provincia de Mo­rona, una ciudad de poco más de 40 mil habitantes en la Amazonía ecuatoriana. Era una vida sencilla, rodeada de ríos, ve­getación abundante y animales. Mateo co­nocía a todo el mundo y caminaba a todas partes. Sus padres habían llegado hasta allí años atrás, cuando él era aún un bebé, para trabajar con el pueblo shuar-arutam: los ayudaron a formar un gobierno autó­nomo, delimitar su territorio y tratar te­mas como educación, salud, tala y pesca responsable.

Durante su infancia, Mateo aprendió el valor del trabajo en la tierra, formó un vínculo muy especial con la natura­leza y también con la música, que estaba por todas partes, en los senderos por los que caminaba, en el viento, en los ríos y en los cantos de los pájaros (sonidos que después estarían presentes en su álbum debut); en su casa, en la que se escuchaba mucho a cantautores de música popular latinoamericana como Mercedes Sosa o Simón Díaz, o discos que su hermano le mandaba desde la ciudad: Nirvana, The Beatles, Control Machete.

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A los dieciséis años Mateo viajó de in­tercambio a Suiza y se encontró con el hip-hop. “Yo al principio desencajaba un mon­tón… Me acuerdo que me llegó a encantar el hip-hop gracias a la canción The Seed, de The Roots. Si te fijas, muchas de mis can­ciones tienen una estructura similar a la de ese tema. Versos con los que abro algunos temas casi rapeando, que se contrastan con coros en los que el canto es más suave”.

Casi cuatro años después de ese viaje, Mateo se contactó con un amigo de la fami­lia que estaba armando un estudio de gra­bación en Tumbaco. Él lo ayudó a organizar alrededor de treinta demos y maquetas para después llevarlos donde un productor expe­rimentado, Ivis Flies, también bajista de una banda muy popular en Quito, La Grupa. Se reunieron en el estudio de Flies, en una casa del Quito Tenis en la que trabajan músicos y productores. “Me acuerdo que lo primero que pensé de Ivis fue ‘él sabe lo que hace, se nota que es un jefe’ . En esas épocas esa casa estaba llena de músicos que entraban y sa­lían. En ese momento supe que estaba en el lugar indicado”.

Esa noche, el productor no llegaba ni a la mitad de un tema y le pedía a Mateo que lo cambiara para escuchar el siguien­te. Al final hubo un veredicto. Flies le dijo a Mateo que lo que estaba haciendo le pa­recía bacán, que tenía potencial, pero que aún sentía que debía madurar la propues­ta, que volviera en un año y medio o dos.

Decepcionado, Mateo viajó a Cuenca y se inscribió en la universidad para estudiar Biología. “Solo tenía dos caminos pensados. Si alguien se sumaba a producirme, me iba por la música, si no, me hacía biólogo”.

Un mes antes de que Mateo entrara a clases, recibió una llamada. “Hola, Mateo, no sé si te acuerdas de mí, soy Ivis. Sabes que le presenté tu trabajo a un amigo (Danilo Arro­yo, otro músico experimentado) que vino de Los Ángeles y me convenció de que trabaje­mos contigo. Que te produzcamos un disco”. Al siguiente día viajó de vuelta a Quito y el rumbo de su vida, de nuevo, cambió.

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Cuando Mateo aún se llamaba Maki, hubo varios otros momentos como los de aquella tarde en el concierto de Manu Chao y Calle 13: se sentía inseguro y con­fundido. Venues que no se llenaban, un público que aún no conectaba con lo que él estaba haciendo y un disco que estaba tardando más de lo esperado en salir.

Gracias a su productor, Mateo cono­ció a quien ahora es su mánager, Álvaro Almeida, al que trata como a un herma­no. Él siempre lo apoyó, incluso en los momentos más oscuros. Álvaro es una de las manos que han sostenido en pie la propuesta musical de Mateo. Siempre ha estado ahí, cargando instrumentos en el backstage, dando aventones, coordinan­do reuniones, entrevistas, organizando grabaciones, editando videos, comprando comida para el equipo, actualizando cons­tantemente el press kit, viajando a merca­dos musicales, haciendo contactos, siendo imparable. Álvaro es una máquina encen­dida en una escena en la que el trabajo de mánager se ha aprendido empíricamente, en la calle, en las tablas, en la marcha.

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En enero de 2015 el mánager, el pro­ductor del disco y Mateo se encerraron en una habitación del estudio, el rumbo del proyecto parecía incierto y tenían que ha­blar. No había plata. No había disco. No había videos musicales. No había concep­to claro. Nada.

Mateo quería matar el pasado y las co­sas empezaron a suceder cuando enterró el nombre Maki. Quería purificarse con un nuevo comienzo, irse por otro cami­no. Y no se sentía identificado ni a gusto con el sendero musical que estaba toman­do su primer disco, Respira. Esa decisión fue crucial en su carrera y, en la reunión, se despojó de ideas que le daban vueltas en la cabeza y las puso sobre la mesa. Sus colaboradores le dieron apoyo total y se mantuvieron a su lado. Desde esa noche todo explotó.

Poco después apareció el anunció en Facebook: Maki se transformó en Mateo Kingman, con todas las letras. Empezó a formar una imagen mucho más clara, cercana a sus orígenes, mucho más real. Mateo repensó algunos detalles musicales de las canciones de Respira y su productor le acolitó en todo. En septiembre de 2015 estrenó el video de su primer sencillo, Lluvia, una canción suave adornada con paisajes selváticos en la letra.

En noviembre de ese mismo año pre­sentó finalmente su disco. El bar Cría Cuervos, en el sector de La Mariscal, en Quito, estaba a reventar. Minutos antes de que iniciara el concierto, un hombre grande y tuco, vestido de negro, gritaba a los que aún hacían fila que las entradas se habían acabado, que en el bar ya no entra­ba ni una persona más. En el concierto/ fiesta de lanzamiento, lo acompañaron en el escenario varios amigos, como Guana­co, con quien colaboró en el tema Mi Pana (pala y machete). “La energía está arriba, la energía está arriba, la energía está arri­ba”, cantaban ambos mientras la gente se entregaba extasiada al momento. Los vidrios del bar estaban empañados y los fans saltaban empapados en sudor.

Tras la presentación de Respira fue­ron llegando las invitaciones a festivales y mercados musicales en varios países: Colombia, México, Chile. El pasado mes de marzo, por ejemplo, Mateo Kingman se presentó en el Estéreo Picnic de Bogo­tá, uno de los festivales más importantes de Latinoamérica. “Estaba en una clase, aburrido, casi durmiéndome, y recibí una foto de Álvaro [su mánager]. Era el cartel del festival en el que estaba mi nombre. Fue uno de los momentos más felices que me ha dado la música fuera del escenario”.

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Música- 419- 2“Y es que me gusta a mí soñar que como pájaro puedo volar, sigo pensando qué pasó, qué pasó, corazón. Luna, luna llena distante. Luna, luna pena agobian­te (…) Estoy tan solo, solo en esta tierra gris”, canta Mateo Kingman en Dame tuconsuelo. Recién llegado a la ciudad, Ma­teo se sentía desconectado, raro, y escribió esta canción para alivianar su alma, para sanar.

La escribió en la intimidad de la ha­bitación de 2×2 que alquilaba y pagaba a medias con sus padres. Imaginando los paisajes de Macas y viendo la luna, recor­dó la selva, que siempre lo hace sentirse parte de un todo. Escribió esa canción como un canto al corazón, un llamado a la nostalgia y un homenaje al compositor venezolano Simón Díaz. “Mi madre me cantaba muchas canciones de cantautores latinoamericanos cuando era pequeño: Díaz, Mercedes Sosa…”. Dame tu consuelo fue la caricia, el abrazo que Mateo necesi­taba en ese momento, y se acurrucó en la composición.

“Esa es —quizás— la canción más triste del disco”, dice.

“¿Y la más feliz?”, le replico.

Sendero del monte”, me responde sin pensarlo mucho.

“Yo me convierto ahora en un animal, mente de agua, corazón de tagua”, dice esa canción.

A los diecinueve años, saliendo de una asamblea con los shuar-arutam en la que se elegía al presidente del pueblo, Mateo se quedó relegado del grupo y se perdió. Pasó en la selva toda la tarde y toda la no­che. Cuando amaneció, sintió que algo en él había florecido. “Agarré el sendero equi­vocado. Me dio mucho miedo al princi­pio, pero algo adentro mío sabía que iba a estar bien. Vi cosas hermosas ese día, sen­tí una conexión súper profunda con mi esencia y con un todo. Sendero del monte es el paisaje cantado de lo que viví”.

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En 2016 Mateo viajó hasta Buenos Aires para celebrar los diez años del sello disquero ZZK, firma de músicos como Chancha Vía Circuito, Nicolá Cruz, La Yegros, entre otros conocidos como la nueva ola sonora latinoamericana. La fiesta fue en el reconocido bar porteño Niceto y Mateo fue una de las cerezas del pastel. Detrás de ZZK está el productor y visionario norteamericano Grant C. Dull, que se enamoró de la música joven de esta tierra y tiene puesto un ojo acá. Duran­te un viaje a nuestro país, Dull se juntó con el productor Flies para formar AYA Records, el sello que ahora representa a Mateo Kingman.

A finales de ese año, Mateo se prepara­ba para salir a tocar en el Festival Tercera Llamada, en Quito, y compartía anécdotas sobre su concierto en Argentina con los miembros de su banda. Estaban en el ca­merino del Teatro Capitol y Mateo estaba probándose frente al espejo una suerte de capa llena de plumas, la pieza de vestuario que lo convierte en pájaro. Sobre el esce­nario, Mateo tiene alas. Aunque pasó de la vestimenta sencilla de Maki a excéntricas, exóticas y gigantescas capas, plumas y co­llares, su música es mucho más desnuda, potente y transparente que antes.

Durante ese show, Mateo se detuvo un momento antes de cantar su tema Lluvia. Había algo en su pecho que le preocupa­ba. “Sé que se necesita el dinero de la mi­nería, ¿pero a costa de qué? ¿¡A COSTA DE QUÉ!? No es un terreno o la tierra de ellos que están protegiendo los shuar, es la casa de todos, es la tierra de todos”. El público lo animó. Mateo la tenía clarísima y se notó que su confianza sobre el escena­rio había crecido. Derrochó energía y en­trega. En el tema Fuerza de Pantera cantó una suerte de advertencia: “Podrás quitar­me lo que quiera, pero ni en tus sueños podrás manipular mi cordillera, no mi cordillera, no, no, no”.

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Fuera del escenario, Mateo comentó que utiliza la música como un puente. “No soy yo el que mando sobre la músi­ca, es ella la que manda sobre mí, yo soy un puente, un canal, pero estoy al servicio de algo superior”. A veces, ese servicio es social, es político. A finales de 2016, en los momentos de mayor tensión entre el Gobierno ecuatoriano y el pueblo shuar, cuando se militarizó la comunidad de Nankints y varias familias se quedaron sin su hogar, sin su tierra, Mateo viajaba a la Amazonía con frecuencia. Se reunió con dirigentes indígenas y, cuando no estaba allá físicamente, estaba en comunicación constante, preocupado, indignado, com­partiendo comunicados en sus redes so­ciales para llegar a más gente, para infor­mar ese lado de la historia.

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“¿Cuál fue tu mejor concierto, el más memorable?”, le pregunto para finalizar.

Su mente viaja a noviembre de 2014, a uno de los últimos conciertos que dio aún con el nombre Maki, como despidiéndose por todo lo alto. Fue en la Plaza de Santo Domingo, en el centro de Quito. Mateo es­taba a punto de salir a tocar. Llovía tanto que las alcantarillas empezaban a desbor­dar agua negra. Llovía tanto que los asis­tentes corrían en búsqueda de una carpa en la que se pudieran guardar. Mateo miró a su mánager, que estaba a un costado del es­cenario listo para fotografiar el momento, y le preguntó: “¿tocamos?” Mateo recordó ese pensamiento que siempre se repite, ese de estar al servicio de algo más grande. “¡Toquemos!”, gritó. Él y su banda salieron y en pocos segundos todos estaban empa­pados. Cinco chicos de entre el público sa­lieron de sus guaridas. Se estilaron, pero empezaron a correr hacia la música. Esos cinco se convirtieron en diez, esos diez en 30, 40, 50… La tormenta no paraba. Mateo no paraba. El público gritaba. Lo aplau­dían. Levantaban los brazos. Se entrega­ban. Conectaban. Al final, Mateo agrade­ció emocionado. En redes sociales circula­ba una foto, la evidencia de lo sucedido. En la descripción, una cita de su canción Agua santa que encajaba justito: “Agua santa dame claridad y coraje pa’ poder seguir en este viaje”.

 

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