Matavilela: un barrio de exportación

Hace cuarenta años el autor Jorge Velasco Mackenzie creó Matavilela, un barrio que persiste en el imaginario literario del país y que es el epicentro de su novela El rincón de los justos. Este año, con la idea de que nuevos lectores caminen el Guayaquil de los setenta, editorial Planeta lanzó una edición conmemorativa de esta obra.

Jorge Velasco Mackenzie creó Matavilela
Jorge Velasco Mackenzie. Fotografía: Amaury Martínez.

Imagine una ciudad en la que todos sus habitantes se encuentran en el Patio de las Carretas y en la Esquina del Ojo, el único rincón donde se puede leer en silencio las revistas del Enmascarado de Plata. Piense en unas calles que se cruzan con la cachinería, el cine Lux, la pila de los leones de la plaza Victoria; el parque Centenario, donde monta su espectáculo el Equilibrista, o en la cantina donde muchos prefieren pasar la noche al servicio de la Narcisa. Hace cuarenta años el escritor guayaquileño Jorge Velasco Mackenzie creó estos espacios que confluyen en Matavilela, el escenario principal de la novela El rincón de los justos.

La Martillo, la Leopa, el Fuvio Reyes son algunos de los personajes que viven a la espera de mejores días y de ser expulsados de una ciudad que intenta escapar de sí misma. Cada habitante de Matavilela es una historia distinta mediada por una promesa: invadir el Guasmo, aunque no saben que “allá los chapas tumban las casas, se meten donde la gente duerme y suácate, suácate los tiran apaleados a la calle, que ni hay calle”.

El Matavilela de Velasco Mackenzie va desde la Machala hasta la Quito y desde la Quito a Pedro Moncayo, siguiendo por Pío Montúfar, Seis de Marzo hasta llegar a Santa Elena. Quienes caminan Guayaquil saben bien que, a pesar de la expulsión a la que fueron sometidos los cuerpos que ideó el autor en la ficción, ese territorio está sujeto a su propia informalidad.

Velasco Mackenzie convirtió en literatura el habla popular y la forma en la que Guayaquil se mira a sí misma, aunque se niegue. Cuatro décadas, cinco ediciones y con más de cincuenta mil ejemplares vendidos, Planeta reedita una novela que alude a una ciudad que probablemente ya no pueda experimentarse pero que sobrevive al tiempo.

La reescritura de una ciudad que ya no existe

Un año después de la muerte de su padre, Cristina Velasco, hija mayor de Velasco Mackenzie transcribió El rincón de los justos, durante dos meses. A pesar de que fue una de las novelas más importantes publicadas en su tiempo, no tenía una versión digital.

Mientras transcribía, Cristina pensaba dónde estuvo su padre mientras creaba cada una de las historias que se cruzan en El rincón de los justos. Se preguntaba cómo se le había ocurrido aquel recorrido paralelo al velorio de Julio Jaramillo. En la ficción Carlos Thomas, el Rulo y el Chafo Rodríguez aceleran en el auto mientras la ciudad cantaba pasillos en el velorio de su ídolo ruiseñor. Estos espíritus deambulan por una ciudad que por primera vez está vacía, en la que se alcanza a divisar al río y hasta es posible lavarse los pies en él. Aquel silencio suscitado por un espíritu cantor les da el poder de pensar que Guayaquil les pertenece.

Cristina se responde aquella pregunta cuando viaja a los instantes de su infancia, cuando acompañaba a su padre al mercado y sentía que el mundo le pertenecía. Cada vez que caminaban hacia un lugar a comprar cualquier cosa a Velasco Mackenzie le gritaban: “Maestro, maestro, aquí le tengo lo suyo”: el periódico, un buen pescado, las compras de la semana.

De pequeño Velasco Mackenzie habitó ese centro que trascendió en su escritura. Vivía en la calle Los Ríos y Zavala Gangotena. Como todos, los que vivieron en los sesenta, caminaba como rutina. Caminaba hacia el Colegio Mercantil, la Casa de la Cultura y el Montreal, un bar que miraba al parque de la Independencia sin rejas.

Más que Guayaquil, le interesaba su gente. Esa convergencia de cuerpos bañados de sol y sudor, en el que “la luz de la ciudad aproximaba las lejanías”. Decía que siempre le llamó la atención la gente. “La ciudad está en los ojos de los habitantes”, repite Cristina como una herencia.

En el Matavilela de Velasco Mackenzie: “cuando quieren decir calle, dicen lleca, ronda, patín, Matavilela, y peor no se entiende cuando hablan de robos, y dicen choreos, levantes, pungües, hurtos que es palabra buena, pero todo rápido, como al dirigirse a una mujer para decirle pinta, carne, hembra, colectivo si es de las que rinden, o sea guisa, zorra, meca, chuchumeca. Y uno se queda mudo, sin entenderlos cuando vienen a pedir trabajo en el charolado y dicen don Era, queremos una chambita, un camello, una cantera, un carajito y cuentan que recién han salido de la grande, de la sombra, de cana o de canasta, para decir la cárcel. Es otra lengua”.

Portada "El Rincón de los Justos" de Jorge Velasco Mackenzie.

En Matavilela los habitantes del centro fueron desplazados hacia el sur, pero Velasco Mackenzie sabía que “la ciudad es el tiempo que tardamos en vivirla, el tiempo de las palabras con que podemos inventarlas. La ciudad está en la gente que la habita, en la gente que hace lo que es”, dice Cristina, citando a su padre.

Por una nueva frontera

En septiembre de 2021 Jorge Velasco Mackenzie murió en el hospital Teodoro Maldonado Carbo. Casi un mes antes había llegado con su familia por un infarto cerebrovascular. Les pidieron comprar todo: jeringas, gasas, pastillas y sueros. Aunque según Cristina no le hicieron exámenes suficientes, le dieron el alta. Pero después de pocos días, en casa, con sus hijos, el escritor comenzó a desmejorar nuevamente. Volvieron al hospital y le pidieron firmar una autorización para hacerle una diálisis, a pesar de que, a su edad, 73 años, sería un riesgo.

Cuando Velasco Mackenzie falleció ya no vivía en Guayaquil, miraba la ciudad desde el otro lado del río, desde Durán. Había dejado tres obras inéditas terminadas: dos novelas y un libro de cuentos. Además, 110 páginas de la novela El búho en el espejo, escritas en una computadora de la que se quejaba bastante cuando se dañaba. A pesar de que había escrito toda su vida más de veintiséis libros sobre Guayaquil, en sus últimos días encontró poco respaldo para publicar su obra. Cuando murió, Raúl Vallejo, a quien Velasco alentó y ayudó para lanzar su primer libro de cuentos, propuso a Cristina buscarle una nueva casa a El rincón de los justos.

El autor, que se dedicó a escribir la ciudad y dar clases en pequeños talleres literarios, en los que pedía a sus alumnos escribir poemas al río, se toma una nueva frontera después de cuarenta años de haber publicado una novela fundamental para la literatura ecuatoriana. El Guayaquil en el que se cruzan sus personajes tal vez ya no exista, pero quedan los ojos de quienes reinventan Matavilela, para matar o sobrevivir la vida, como en cualquier ciudad de América Latina.

Te podría interesar:

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual