Matar al pollo para asustar al mono

Edición 459 – agosto 2020.

Los ejércitos de China e India están cara a cara tras un sangriento incidente por disputas fronterizas.

Crédito: ® Shutterstock.

Nunca se supieron a ciencia cierta los detalles de lo ocurrido: ¿quiénes empezaron la pelea, por qué, con qué armas? Lo cierto es que el martes 5 de mayo, mientras media humanidad estaba en cuarentena y toda la humanidad tenía su atención puesta en un virus insidioso y letal, tropas de avanzada de China e India se enfrentaron en la zona más inhóspita de su larga frontera, en las laderas altas de la cordillera del Himalaya, un incidente que dejó muertos de lado y lado, y que llevó al borde del abismo las relaciones —siempre tensas y difíciles— entre los dos países más poblados del mundo (2.750 millones de personas en conjunto), ambos dotados de armas atómicas y cuyo protagonismo en los asuntos internacionales está en expansión rápida y resuelta. El combate fue súbito y sangriento.

La culpa del enfrentamiento, como siempre sucede en estos casos, cada uno lo atribuyó al otro, en términos ásperos, pero fue evidente que ni China ni India quiso entrar en precisiones. Ese hermetismo impidió saber cómo fue posible que tantos soldados murieran (veinte que reconoció el gobierno indio y, según se ha sabido, dieciséis en el bando chino) en una región en la que los dos países están comprometidos a patrullar sin armas de fuego. ¿Murieron treinta y seis hombres en una pelea con piedras y palos? Sea como fuere, al día siguiente del choque las dos cancillerías bajaron el tono y los dos ejércitos incrementaron sus guarniciones con el envío urgente de piezas de artillería, helicópteros artillados y tropas de refuerzo. Y la causa del conflicto se mantiene intacta.

Esa causa es un viejo litigio de fronteras, heredado de la época colonial británica: en el siglo XIX, al trazar los límites de su dominio imperial indio, el gobierno de Londres dibujó un línea que resultó muy imprecisa, tanto por la topografía complicada y poco conocida del Himalaya como por la cantidad de ríos con volúmenes de agua variable —y, por lo tanto, difíciles de reconocer— que corren entre los cientos de pasos de montaña de una región que, para colmo de las confusiones, está cubierta de nieve la mayor parte del año. Ante la inexistencia de un trazado fronterizo claro, los dos países aceptaron una demarcación transitoria, llamada Línea Actual de Control, también llena de vaguedades y áreas obscuras, donde las desavenencias han sido constantes.

La mayor de esas desavenencias derivó en una guerra. Fue en 1962, aunque el deterioro de las relaciones había empezado tres años antes, cuando las tropas chinas reprimieron con una fuerza desmedida la rebelión del Tíbet (la región más alta del planeta, que China se anexionó en 1951), lo que obligó a su líder, el Dalai Lama, a refugiarse en India, que le dio asilo y refugio. A partir de entonces la tensión fue en alza incesante, en especial en la franja fronteriza, hasta que en junio estallaron las hostilidades, que terminaron en noviembre con la victoria rotunda del ejército chino, que era más numeroso, tenía mejores armas, estaba bien aclimatado en una región inclemente por su frío y su altura y que, además, supo aprovechar que el mundo estaba pendiente y con el aliento contenido por un conflicto lejano y peor: la crisis de los misiles de Cuba. Pero las heridas de la guerra entre China e India jamás llegaron a cicatrizarse.

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