Matadero 2023

Matadero
Ilustración: Miguel Andrade

Estar en cana era otra cosa. El alma volvía al cuerpo como el hijo pródigo a su casa. En cambio, en las calles faltaba el aire de tanto aire. Era como estar encerrado, pero al revés, lo cual resultaba peor. Era vivir el síndrome del veterano de guerra volviendo al vacío metropolitano, a la desolación de la otra guerra. Por el contrario, en cana no había aire ni paz, y punto. Nadie se quedaba fuera y nadie se quedaba dentro. Era otro planeta en guerra hacia adentro. Era otra vida y propia, aunque fuera una pesadilla. Aunque se perdiera para siempre el alma.

No se diga en la Caldera, que era una filial del infierno. Un manicomio lleno de asesinos, un hospital de sidosos sin hospital, un culiadero, el más grande cagadero del universo. En la Caldera, que tenía el enredo de un intestino jurásico, se prohibía vivir y quien prohibía era el miedo. Un maldito miedo que no era precisamente a la muerte, sino a soñar en un infierno peor. O, quizá, a soñar en un mundo perdido para luego despertar en esa pesadilla. Se descansaba solamente con ayuda de los pinchazos. O cuando se moría. Entonces sí se descansaba.

Una jauría sin ojos sino con visiones abyectas eran los reclusos. Zombis hambrientos de carne cruda. De carne viva. Allí, nadie se hallaba arriba. Todos se hallaban abajo, aunque unos más abajo y otros todavía más abajo. Todo apestaba a mierda, pero no se la olía porque todo apestaba a mierda. Y también a sangre, que era un olor triste y demasiado propio. También las carcajadas eran máscaras del vacío. También los cuchillazos eran carcajada en la carne. Todo era carcajadas ebrias de espanto. Y todo era cuchillazos ebrios de espanto. Una manera de huir, nada más.

Casi todos aspiraban a quitarse la vida y, a su vez, querían tener doble y hasta triple vida. Aquel que se mataba de propia mano no tenía perdón. Era una escoria, un traidor, un delator. La nobleza consistía en matarse matando. Sin embargo, morían tan pocos que no había dónde cerrar un ojo. Solamente los poderosos asentaban los pies y se estiraban en literas. El resto, flotaba empotrado en los rincones, en los muros mojados de sudor, en los bordes de las inservibles letrinas. En las comisuras del furor de las ratas, puesto que las ratas también tenían miedo.

En la Caldera los fuertes devoraban el alma de los débiles. Y de paso sus ortos, porque había tres ritos fundamentales: los cuchillazos, el dopeo y la culiza. Se follaba a los débiles y a los poderosos que lo necesitaban. Los débiles follaban a los más débiles. Los más débiles a los indefensos. Los indefensos a los enfermos. Los enfermos a los moribundos. Todo el mundo follaba al mismo tiempo, como si se tratara de un animal inmenso y desquiciado, muriendo en espasmos y carcajadas.

Solamente a veces, en la noche profunda, se atisbaba como una orilla el silencio. Una ranura para el secreto. Para el llanto de un niño perdido.

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