Martha Roldós jugaba a ser detective

Por Thalía Flores y Flores ///

JUNTAS-GRANDE

En dos momentos de la entrevista, a Martha Roldós Bucaram se le quiebra la voz y en sus ojos asoman lágrimas: al recordar la muerte de sus padres, el presidente Jaime Roldós Aguilera, y la primera dama, Martha Bucaram, cuando tenía diecisiete años. Y al describir el estado de plenitud que vivió cuando tuvo en su regazo a su hija recién nacida, en una clínica de Panamá.

De mente ágil, esta política, que fue asambleísta en Montecristi y candidata a la Presidencia de la República, cuenta lo doloroso que fue su divorcio de Giancarlo Soler Torrijos, sobrino del expresidente de Panamá Omar Torrijos. Habla de su pasión por la música, que incluye la clásica, el heavy metal, los boleros, la salsa, y de su afición por tuitear que, asegura, le quitó la gastritis.

                —¿Dónde viviste de niña?

—En el centro de Guayaquil, en Ballén y Boyacá, a dos cuadras del famoso parque de las Iguanas, el parque Seminario, donde está el monumento a Simón Bolívar. Me encantaba cuando llovía porque olía a tierra mojada.

                —Un enorme y especial “patio” para jugar.

—Sí. En el centro del parque había una glorieta con un borde, y recuerdo que de dos o tres años caminaba por ese borde y mi papá me tenía de la mano para que no me cayera, mientras mi mamá me conversaba. Allí vi por primera vez una iguana. Me acerqué porque creí que era una rama de un árbol y, de repente, me abrió los ojos y sacó la lengua, y yo salí en estampida, horrorizada. La rama había cobrado vida.

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                —¿A qué jugabas de niña?

—Me gustaban más los juegos de niños que de niñas, y también inventar historias que tenían que ver con las series de televisión que más nos gustaban ese momento. Sobre todo, me gustaba ser detective. Leí mucho de Sherlock Holmes y a Agatha Christie.

                —¿De niña?

—Sí. A mi mamá le gustaba leer. Era una lectora voraz, leía de todo: literatura, Simone de Beauvoir, Agatha Christie… y los libros quedaban allí, y yo me acostumbré a agarrarlos, aunque a ella le disgustaba, porque le perdía las páginas, y los leía.

                —¿Hablabas de libros con tus padres?

—A los ocho años me leí La Odisea, luego, La Ilíada y después, la mitología griega de Robert Graves. Cuando yo tenía diez años ya sabía lo que era la mayéutica. Mi papá, profesor de literatura en el Vicente Rocafuerte y de derecho en la universidad, practicaba conmigo el método socrático: cuando le preguntaba algo, me hacía más preguntas.

                —Antes de aprender a leer, ¿qué hacías?

—Me encantaba dibujar. Mi papá dibujaba hermoso. Tenía su despacho en la casa y yo iba a molestarle porque quería que jugara conmigo. En lugar de molestarse, me dibujaba payasos, y yo los coloreaba.

                —¿Compartías con tus hermanos?

—Claro. Mi hermana menor, Diana, que ahora es una gran lectora, de chica no lo fue. Era muy inquieta, se trepaba a todas partes. Era tan ágil que podía ser la mujer araña. Yo debía ser muy antipática como hermana mayor, porque quería obligarle a escuchar lo que a mí me parecía divertido y a ella no le hacía tanta gracia.

                —¿En qué colegio estudiaste?

—En el colegio María Auxiliadora, primaria y secundaria.

                —¿Qué hacían con tus compañeras?

—En primer curso, con Mónica García nos sentábamos en la parte de atrás e imaginábamos viajes fantásticos: teníamos un mapa y pensábamos ir por toda Sudamérica con mochila y luego en un barco a Europa.

                —¿No había conflictos porque tenías todas las respuestas?

—Aprendí a no ser odiosa. Además, tenía compañeras brillantes como Carolina Andrade. A mí más me interesaban la literatura y la mitología que los textos del colegio. Pero era distraída. Llevaba los libros de Agatha Christie y tenía bajo el escritorio y, cuando ya había entendido lo que explicaban y volvían a explicar, sacaba mi libro que tenía que ver con detectives. Me llevaba bien con mis compañeras, tenía grandes amigas, y, como era pésima para maquilarme, ellas me peinaban y maquillaban.

                —¿Iban a tu casa?

—La verdad es que no tuve una adolescencia normal. Pasaba entre Quito y Guayaquil.

                —Viviste en Carondelet. ¿Cómo era vivir en el palacio?

—A mí no me gustaba; era como muy frío. Me gustaba Quito pero no Carondelet. Sentía que esos enormes cuadros de la Escuela Quiteña me miraban. Era una adolecente.

                —Siendo adolecente, ¿estabas consciente de que tu padre era el presidente y de que estaban en el poder?

—La verdad es que teníamos ganas de ayudar. Recuerdo que los miércoles, que había audiencia pública, cuando la gente llegaba con sus problemas adonde la primera dama, con mi hermana bajábamos al patio. Y como no se daba abasto, porque no había, como ahora, tantísimos ministerios, nosotros teníamos que escuchar a la gente y discernir qué era lo más urgente.

                —¿Y sabían discernir?

—Sí. Lo que más me impresionó fue un grupo de indígenas de Chimborazo que nos hablaban de abuso, maltrato y violaciones. Con mi hermana nos quedamos estupefactas y decidimos que tenían que pasar primero, porque había prioridades. Como había gente esperando, recuerdo a un señor medio colorado (rubio) que dijo una frase que me impresionó horriblemente: “¡Cómo es posible que hagan pasar primero a los indios antes que a la gente!”.

—¿Qué sentiste?

—Me pareció terrible y miserable. Eso era el Ecuador de ese momento.

                —¿Tu andabas con guardaespaldas?

—Teníamos seguridad. Mi hermana y yo lo detestábamos, porque eso te distancia de tus amigos y de la gente que quieres. Mi hermana siempre se les escapaba, yo empecé a preguntarles todo. Quería que me cuenten sus historias.

Mi mamá tenía edecanes. Recuerdo al subteniente Benavides, que era divertido. Todo el tiempo le castigaban. Un día lo mandaron a sacar una copia de la llave y trajo una fotocopia. Sabía que le iban a castigar pero no se resistía a hacer la broma.

Yo regresé a estudiar en Guayaquil, allí me gradué. Mi papá me entregó mi título de bachiller, acababa de cumplir diecisiete años.

                —¿Cómo te sentías en los almuerzos y cenas en una mesa enorme y formal?

—Lo que más me preocupaba era que mi papá casi nunca subía a comer. Con mi hermana tomamos la decisión de que no comeríamos hasta que él no viniera. A veces bajábamos al despacho y nos plantábamos allí para que supiera que no íbamos a comer si él no venía. Una especie de huelga de hambre para que se tomara el tiempo de ir a comer.

                —¿Cómo recibiste la noticia del accidente de tus padres?

—Estaba estudiando inglés en Washington y viendo la posibilidad de ingresar a una universidad. Cuando me fui mi papá me bromeaba diciendo: “No te vayas. Ya vas a ver, haré algo para que regreses”. Pero respetó mi decisión. Era el 24 de mayo y hubo una fiesta en la embajada, y recuerdo haber visto a la esposa del embajador, que era hija de Galo Plaza, llorar descompuesta al teléfono. Y me pregunté: “¿Qué habrá pasado?”. Luego, casi no recuerdo lo que pasó. Estaba con mi mejor amiga del colegio, Adela Simon, y alguien vino a hablar conmigo y me dieron una pastilla. Tengo recuerdos fragmentados y borrosos de ese día. Al comienzo pensé que estaban todos, incluidos mis hermanos. Con mi hermana Diana tenemos un año de diferencia, compartimos el cuarto y todo. El primer momento pensé en mi hermana, luego supe que ella no estaba. A mí me dijeron que hubo un accidente, nunca me dijeron que habían muerto. Me embarcaron en un avión. Hicimos escala en Miami y se subió una de las mejores amigas de mi mamá. Yo estaba medio dopada, pero todo el tiempo iba pensando que quizá era una broma, y a eso me aferraba. Recordaba que mi papá me había dicho: “Vas a ver lo que voy a hacer para que vuelvas”. Y pensé que era una broma de él y me decía: “Qué broma tan pesada, tan horrible”, pero quería que fuera eso. Es curioso cómo el cerebro de uno te hace trampas, te quiere proteger.

Me di cuenta de que mis papás habían muerto cuando se abrió la puerta del avión, en Quito, y vi la cara de dolor mi tío León que me estaba esperando. Era un dolor que lo traspasaba. Era el tío con el que yo jugaba trepándome en su barriga para abrirle la mano, pero vi su rostro y allí tomé conciencia. Fue un dolor inenarrable. Para mí el mundo se acabó. Lo único que yo quería era llegar al palacio y sacar a mis hermanos. Sentí que ese palacio nos había quitado a mis papás y quería salir de allí.

                —Pasado ese golpe terrible que fue sentido por todo un país, ¿dónde fuiste a vivir?

—A Guayaquil, donde tenemos un departamento. Vivíamos solos; en el departamento de abajo vivía mi abuela Rina, mis tías Linda y Elsa. Pero todo fue un desastre, porque mi abuela se puso mal y a mi abuelo Santiago le dio un derrame. Él hizo estoicamente toda la caminata con el féretro de mi papá; era el segundo hijo que perdía abruptamente: el mayor murió en un accidente, a los 33 años, y mi abuelo se enfermó. Mis tíos debieron llevárselo fuera del país, porque estaba muriéndose pero, gracias a Dios, se recuperó. Tengo lagunas de lo que pasó ese año. Me acuerdo por retazos. Yo tuve que reconstruir lo que había pasado, porque me era imposible recordar.

                —Muy duro porque, además, siendo la mayor, tenías que velar por tus hermanos.

—Claro. Y mi abuela Rina, la madre de mi madre, murió al año siguiente, en marzo de 1982. La relación con mis tíos Bucaram se deterioró terriblemente después de la muerte de mi abuela y por el deseo de Abdalá (Abdalá Bucaram Ortiz, presidente de Ecuador 1996-1997) de hacer su partido. Yo ya había cumplido la mayoría de edad y con mi hermana Diana decidimos que asumiría la tutoría de mi hermano Santiago, que lo tenía una tía, hermana de mi mamá.

                —Una grave decisión.

—Tenía que hacerlo porque había la intención de manipular políticamente a Santiago. Abdalá se lo llevaba y lo exhibía en el estadio. Yo sé que ahora él (Abdalá) está delicado viviendo en Panamá, y ya no me gusta hablar de ese tema, pero lo tuve que hacer. Fue muy duro. Pensábamos que para que Santiago tuviera una niñez lo más normal posible, dentro de lo que cabe, teníamos que hacernos cargo.

                —Maduraste rápidamente y asumiste responsabilidades.

—Cuando hoy miro a mi hija de diecinueve años, yo sé que fui mucho menos madura que ella. Yo era muy niña y fantasiosa. Yo siento que maduré muy rápido en ciertas cosas, en otras no. Mi hermano Santiago dice que sigo siendo muy niña hasta ahora.

                —¿Cómo te decidiste por la Economía en una familia de abogados?

—Por contreras. Como todos eran abogados, yo quería ser algo diferente. De hecho, quería estudiar Sociología, pero en esa época decían que todo se explicaba por los temas estructurales. Luego me fui a México y estudié Economía, Política Internacional y Sociología. No saqué el doctorado porque me quedé embarazada de mi hija, que es maravillosa. Antes había perdido un bebé y eso fue devastador. Este nuevo embarazo fue muy difícil y para mí fue claro que, entre la tesis y el embarazo, me decidera por mi embarazo.

                —¿Otra pérdida?

—Fue terrible. Perder mi bebé me amargó mucho.

                —A tu exesposo lo conociste en México, pero es de Panamá.

—Conocí a Giancarlo cuando fui a dar examen para entrar a mi maestría en el Centro de Investigaciones y Docencia Económicas. Él aplicó a la misma maestría, estudiamos juntos.

Cuando yo llegué, todos habían dado un examen, y la mayoría no había pasado y había tomado un curso propedéutico. Este era el segundo examen. Les oía decir: “Nadie que no haya tomado el curso va a pasar el examen”. Yo estaba preocupada y todos me cayeron mal ese momento por el comentario. De hecho, él fue la única persona que se acercó para conversar, era muy amable. Y luego fui la única que no tomó el propedéutico y pasó el examen. Yo estudié en la Católica de Guayaquil, solo un año más abajo que el presidente Correa, digo para afirmar que algunos no lloramos cuando salimos al exterior, y aprobé el examen. Giancarlo era muy bueno en las partes políticas, había estudiado en Berkeley, y yo, en aspectos económicos, y nos apoyábamos.

                —¿No fue amor a primera vista?

—Para mí no. Yo había dejado un enamorado en Guayaquil con el que rompí después. Se fue construyendo a partir de ser compañeros y conocernos.

                —Siendo sobrino del expresidente de Panamá y tú hija de un expresidente del Ecuador, hubo otras afinidades.

—Básicamente, sí. Omar Torrijos murió el 31 de julio de 1981. Un mes y días después que mi papá. Las circunstancias de su muerte fueron muy oscuras y la persona más interesada en averiguar, aparte de un tío, había sido Giancarlo. Allí había otro tema que conversar. Nos unía el sentido de pérdida. Él es hijo de Melba Torrijos, hermana de Omar.

                —¿Se casaron en Guayaquil?

—El civil en Panamá y la ceremonia eclesiástica en Guayaquil. Nos casamos el 24 de agosto de 1991.

                —Asistió tu amigo de la universidad Rafael Correa.

—Sí. Estaban mis amigas del colegio y mis amigos de la universidad. Entre mis amigos de la universidad estuvo Rafael Correa, que fue con su esposa, Anne.

                —Luego llegó tu hija. ¿Qué significó para ti?

—Puedo decir que la única persona de la que yo me he enamorado a mi primera vista con locura ha sido mi hija. Cuando quedé embarazada estaba viviendo en Oxford, Inglaterra, donde mi esposo hacía un doctorado, y yo tenía un viaje a México que no podía posponer, porque había comprado un pasaje con millas.

                —¿Qué pasó?

—Fui al médico y le planteé que estaba embarazada y preocupada porque había perdido un hijo. Me dijo que para qué había ido, que la mayor parte de los embarazos se pierden hasta el tercer mes y que regresara cuando tuviera tres meses. Lloré dos días enteros.

                —¿Qué hiciste?

—Mi esposo buscó a una amiga mía, sudafricana, para que hablara conmigo. Ella también estaba embarazada y me dijo que lo que el médico había dicho era una estupidez, que me serenara. Me dijo que lo que debía haberme mandado era ácido fólico. Me cambié a su médica. El episodio me marcó y empecé a tener pesadillas, a dejar de dormir y tenía ataques de pánico de perder otro bebé. También tenía que ver con la pérdida de mis padres. Fui a México, me puse mal y me dio hiperémesis; llegué a vomitar 40 veces al día, estaba tan flaca que el primer trimestre de mi embarazo perdí cinco kilos y me desmayaba.

                —¿Qué sucedió después?

—Giancarlo, mis hermanos y mi tío decidieron que mejor era que fuera a Guayaquil, y me vine a terminar mi embarazo. Con la familia y mis amigas empecé a recuperarme poco a poco. Hay momentos en la vida en los que uno es muy fuerte, pero otros en los que es débil y necesitas a los demás.

                —Tu hija nació en Guayaquil.

—No. Mi esposo regresó de Inglaterra a Panamá a hacer sus prácticas y viajé. Y mi hija nació allá. Yo bromeo y le digo: “Mijita, ¡me hiciste vomitar en todos los continentes!”. Pero mi esposo tampoco pudo asistir al nacimiento porque tuvo que viajar a Inglaterra. Quien voló a acompañarme fue mi tío León.

                —Él, siempre a tu lado.

—Así es. Tuvieron que hacerme una cesárea. La época que más falta me ha hecho mi madre fue cuando nació mi hija. También la extraño cuando veo a mi hija y mis sobrinos, y me da pena porque se hubiera hecho loca con sus nietos. Amaba a los niños.

                —Y cuando viste a tu hijita recién nacida…

—Cuando la tomé en brazos y me miró, fue la noción de la absoluta plenitud: esas manitos, esa mirada, esos ojos… Yo pedí estar con mi bebé en residencia compartida. Me dijeron que no me iba a dejar dormir, pero yo insistí, y nos pusieron juntas.

                —Y, ahora que ella estudia en Argentina, ¿cómo es la relación?

—¡Dios mío! No hay nadie más agradecido en este mundo que yo de que exista el WhatsApp (risas). Le escribo en la mañana, en la tarde y en la noche. Todo el tiempo estoy queriendo saber cómo va. Hablamos por Skype y me hace muecas para hacerme reír.

                —¿Cómo recompensas esos cariños, esos mimos?, ¿cocinas, por ejemplo?

—Aprendí a cocinar cuando vivía en México y me provocaban las cosas que hacía mi mamá, como la sopita de papa con fideos y orégano. Al principio me salía una bazofia, pero seguía, hasta que me salía bien. Luego fui aprendiendo y cocino bien. Mi hija y mi tío León cocinan estupendamente bien, mi hermano también. Nos reunimos y todos hacemos algo.

                —¿Un platillo especial?

—Soy la encargada de hacer la cena de Navidad. Me acordaba cómo mi mamá hacía el pavo, cómo hacía el relleno, y recuperé su receta y también la de mi tía Meche, la primera esposa de mi tío León, que falleció.

                —¿Cuándo la preparaste la primera vez?

—Fue en Panamá. Mi hija tenía dos años, y yo quería que creciera con las cosas que yo había crecido y amado, y me lancé a hacer el relleno del pavo. Recordaba cómo me encantaba ir probando cuando mi mamá lo preparaba. Me demoro como tres días, porque al pavo lo masajeo como si fuera un atleta de alto rendimiento, y el relleno tiene que estar varios días en remojo y pongo un toque personal: remojo las aceitunas en tequila, es mi parte mexicana. Hago tres ollas de relleno: una para la noche de Navidad, otra para mi hija, que desayuna eso desde el 24 de diciembre hasta el 6 de enero, y otra para mi primo León Xavier, hijo de mi tío León.

                —¿Cómo te volviste activista ecológica?

—A pesar de haber sido muy urbana, el parque con las iguanas fue mi primera conexión con la naturaleza. La de la naturaleza es otra plenitud. Pensar que alguien pueda destruirla es duro.

Cuando enfermó Mechita Icaza, la primera mujer de mi tío León, me vine de México a acompañarles y me preguntaba cómo una mujer que come sano, que es deportista y que se cuida tenía cáncer. Allí empecé a ver el tema de los pesticidas y de lo que comemos, y me di cuenta de que no es la naturaleza por la naturaleza que es ya una causa en sí, sino que es nuestra vida, la conexión que tienes en un entorno saludable y la vida de la gente que amamos.

                —Un tema de conciencia.

—Mi militancia en el tema minero tiene nombre de otra mujer: Esther Landeta. Esta campesina, que hoy es mi comadre, vino a buscarme después de que había tocado todas puertas y nadie le había hecho caso. Me contó una historia atroz de ríos contaminados y de niños con cáncer en la zona de Tenguel.

                —¿Qué hiciste?

—Fui a ver qué pasaba, y cuando encuentras un río que llega cristalino a un lugar y luego se vuelve tóxico en otro te hace cambiar.

                —¿Cómo te sientes al saber que, pese a estas evidencias, el país se enrumba a la minería a cielo abierto que puede devastar zonas frágiles?

—Allí se juntan todos tus cerebros: el intuitivo, que dice que esto está mal; el académico y económico, que te dice que no genera un encadenamiento productivo en el país; y el cerebro político, que te dice que esto produce corrupción y termina lesionando el establecimiento de la institucionalidad democrática, y luego tu cerebro sociológico, que dice que este tipo de economía de enclave genera sociedades enfermas. Allí está lo que pasa en La Fortuna, en Azuay, donde los jóvenes salen de la mina llenos de tierra y van al prostíbulo, donde hay otras niñas, y todos están enfermos en todos los sentidos.

                —¿Sientes impotencia?

—Mi amiga Tere, en México, me decía: “No te preocupes, ocúpate”. Por eso soy activista. Yo me ocupo porque, si no, el dolor te traspasa. La única manera de evitar que el dolor te destruya, que la rabia te coma, que la impotencia te enferme, es ocuparse, actuar y no permitir que el oído anide en ti.

                —¿Cómo te sientes no tener capacidad de decisión?

—Creo que estoy haciendo más que cuando fui asambleísta. La Asamblea de ahora es uno de los espacios de mayor impotencia que puede haber. Tengo grandes amigas, como Lourdes Tibán, que es asambleísta, y digo: “Dios mío, qué estómago, qué fortaleza tener que ver a toda esa gente que se ha degradado por unas migajas”. Uno puede estar con gente que opina todo lo contrario, pero la respetas porque lo hace por convicción, pero la gente que está allí, y hace el papel que vemos que hacen muchos asambleístas que están en la línea de Gobierno, no sé cómo pueden estar en esos espacios.

                —El amigo de la universidad que fue a tu boda es hoy el presidente de la República. ¿Qué significa para ti?

—La decepción de alguien que tuvo todas las opciones para cambiar el país para bien y que terminó destruyendo la institucionalidad, la democracia, los derechos humanos, y envuelto en denuncias de corrupción a las que no se les da espacio para la investigación.

  —Tú estabas por los cambios, ¿te imaginaste lo que está sucediendo en el país?

—Refundar el país era la ilusión de todos. Se hablaba de la despartidización de la justicia y de los órganos de control, y terminamos en lo contrario. Es atroz. Hoy, el control no es solo de un partido, sino de un individuo. La Constitución es un papel, la norma suprema es la sabatina. Allí se legisla. El señor dice lo que va a pasar, quién va preso, quién queda libre, cuáles son los derechos que nos van a atropellar. Nosotros lo advertimos, y por eso, yo no voté por la Constitución.

—¿Te sientes bien en el papel de activista?

—Sí, porque creamos conciencia, porque en este país hemos ido aprendiendo que, aunque Glas Viejo quizá no esté preso porque nadie sabe dónde está, por lo menos el país le dijo “no” a un pederasta; eso se hizo a través de las redes y de una ciudadanía informada.

                —Eres muy activa en las redes sociales. ¿Cuántas horas al día dedicas a Twitter?

—Siempre se preguntan cómo hacen las mujeres para hacer tantas cosas a la vez. El truco es que no las haces al mismo tiempo. Es como si tuvieras todas las pelotas al mismo tiempo y apenas tienes una o dos en la mano y las otras están en el aire. El chiste es no dejar que se caigan.

                —Pero eres muy activa en las redes.

—Cuando hay temas que me interesan. Soy tuitera de taxi, en el avión, en ciertos espacios. Allí pongo mis criterios y difundo cosas. El Twitter me ha quitado la gastritis (risas), porque puedo expresarme.

                —Con tantas ocupaciones, ¿te darás tiempo para enamorarte nuevamente?

—¡Huy, no! La verdad es que uno nunca debe decir que sí o que no. Yo he llegado a un punto que estoy muy ocupada porque tengo cosas que hacer y, además, tengo muchos afectos en mi vida: de mi hija, de mi familia, de mis amigos. Tengo un grupo de amigos y amigas a los que considero y a los que cuando puedo dedico tiempo. Para mí la amistad es un valor superior.

                —¿Por qué te divorciaste?

—Creo que cambié mucho cuando llegó mi hija. Hubo una época en la que quería ser solo la mamá y él (Giancarlo) no estaba acostumbrado a eso. Cuando nació mi hija, solo quería estar con ella. Los gringos tienen la expresión grow apart que no sé cómo traducirla: es como crecer separados. Debo decir que fue una decisión de mi esposo, muy dura de asumir para mí al principio, pero hoy somos buenos amigos.

                —¿Fue un divorcio doloroso?

—No sé para él, pero para mí fue muy tremendo, doloroso, y pasó por las típicas canciones. Uno se cura con canciones (risas).

                —¿Qué música te gusta?

—Puedo pasar de heavy metal a clásica, de salsa a bolero. Me gusta mucho la música; cada música tiene su momento.

                —¿Qué hay con la moda?, ¿te gusta?

—Siempre he sido fashion disaster. A veces me arreglo para una fiesta, pero me siento que me estoy disfrazando. Trece años de colegio de monjas con uniforme creo que me afectaron. Me gusta mis jeans, mis botas o zapatos de caucho, una blusa cómoda y hacer como que me cepillo. La mamá de una amiga decía: “Fulanita está lavada pero no planchada”. Yo soy así: lavada pero no planchada.

                —Fuiste candidata a la Presidencia de la República en 2009, ¿cómo fue tu campaña?

—Alguien nos prestó una camioneta doble cabina a diésel, y teníamos allí los parlantes, el equipo de perifoneo a cargo de Fernando Villavicencio. Un amigo manejó como 30 000 kilómetros por el país; gastamos alrededor de 30 000 dólares. No hubo juego limpio. Mientras nosotros dormíamos los largos trayectos en la camioneta, el presidente se movilizaba utilizando los aviones y los helicópteros del Estado. Cuando uno llegaba a una ciudad él ya había estado allí en su helicóptero. Además, estaba en todas las inauguraciones de todas las obras y con Consejo Electoral propio.

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  —¿Qué planes tienes?

—Quiero seguir en los temas de investigación (tiene una publicación digital) hacer conciencia y activismo. En unos años quisiera ser abuela, mi hija me dijo que espere sentada (risas). Ella es jovencita, y quiero disfrutar de la compañía de mi familia y mis amigos.

                —¿Cómo quieres ver al país para ese disfrute?

—Quiero ver un país que recupere la democracia. No quiero un país de mordaza, no quiero un país de víctimas ni de indefensión. Quiero un país donde podamos debatir nuestras diferencias de manera civilizada. Un país donde ojalá hayamos aprendido las lecciones que nos ha dejado este período tan duro que estamos viviendo y aprendamos a valorar la democracia, la solidaridad y la equidad. Que nos demos cuenta de que la codicia no te lleva ningún lado, pero que tampoco te lleva a ningún lado la revancha. Quiero un país donde no nos convirtamos en los victimarios de quienes nos victimaron; quiero un país de justicia donde aprendamos, incluso a sancionar a quien debe ser sancionado, pero en el marco de la justicia, no en el marco de la revancha.

 

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